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El metal del cielo: Así eran los materiales extraterrestres usados para crear armas en la antigüededad

Antes de que la humanidad aprendiera a fundir el que hay en la Tierra, las culturas primitivas utilizaban el hierro meteórico para confeccionar ornamentos y armas.

En Egipto, dentro de una tumba real de 4 mil 400 años de antigüedad, estudio los muros en busca de un símbolo en particular. Las siluetas de uno de los sistemas de escritura más antiguos del mundo –buitres y búhos, ojos y pies, serpientes de medios círculos– estaban grabadas en piedra caliza, en columnas ordenadas. Motas de un pigmento azul brillante, un ornamento valorado en el Reino Antiguo, aún cubren las grietas de los jeroglíficos. Esta es la historia del hierro meteórico, el ‘metal del cielo’.

El símbolo que busco se parece a un tazón con una línea horizontal debajo del borde, como si estuviera lleno de agua. La antecámara oscura está alumbrada con luces fluorescentes en el piso que arrojan sombras en los textos. Mientras tanto, turistas y guías pasean por el lugar. Hileras de estrellas de cinco puntos talladas cubren el techo abovedado.

La egiptóloga Victoria Almansa-Villatoro recorre los jeroglíficos con dos dedos extendidos. Su estilo moderno –gorra de beisbol blanca, mochila magenta y tenis Nike con el logo rosa– contrasta con la antigüedad del lugar. Académica de textos del Reino Antiguo con la Harvard Society of Fellows, Almansa-Villatoro accedió a mostrarme las tumbas de Saqqara, a unos 25 kilómetros al sur de El Cairo.

La cámara sepulcral

La cámara sepulcral perteneció a Unis, último faraón de la V dinastía durante el siglo xxiv a.C. El objetivo de los pasajes en los muros, que los egiptólogos denominan conjuros, era guiar el cadáver del rey frente a los peligros de ultratumba. Son los escritos funerarios más antiguos, los cuales, en conjunto, se conocen como Textos de las Pirámides.

Los dedos de Almansa-Villatoro se detienen en una columna con símbolos junto al pasillo que conduce al sarcófago de Unis. “Es este”, murmura emocionada y señala la marca en forma de U.

La investigación de Almansa-Villatoro sugiere que el símbolo se empleaba para referirse al hierro. Resulta extraordinario que los egipcios escribieran sobre él en esa época, pues faltaban unos mil años para que los seres humanos aprendieran a fundirlo de manera fiable. No obstante, había otra fuente para el metal: los meteoritos.

Los materiales extraterrestres

En el curso de la última década, estudios de artefactos han confirmado que algunas civilizaciones emplearon el hierro de meteoritos para crear objetos antes de que hubieran desarrollado el hierro fundido. En un cementerio junto al Nilo llamado Gerzeh, que data de hace unos 5 mil 200 años, arqueólogos descubrieron nueve cuentas hechas de metal meteórico. Una daga exquisitamente pulida y otros objetos de hierro meteórico eran parte de los tesoros sellados en la tumba de Tutankamón, hace cerca de 3 300 años. También ha aparecido joyería antigua y armas hechas de este material excepcional en otras partes del mundo: cuentas en América del Norte, hachas en China y una daga en Turquía.

En la mayoría de los casos se desconoce si estas culturas comprendían de dónde provenían los meteoritos. No obstante, en la tumba de Unis, los textos funerarios cuentan un relato sobre el metal celeste, lo cual sugiere que los egipcios no solo pudieron haber reconocido el fenómeno del hierro que caía del cielo, sino que también lo incorporaron en sus creencias místicas.

En 1751, un meteorito cayó en Hrašćina, Croacia. Testigos reportaron una explosión y una bola de fuego en el cielo, que después tildaron de cuentos de hadas. El trozo más grande de ese meteorito, de 40 kilos, se exhibe en el Museo de Historia Natural de Viena. / Paolo Verzone

Los pedazos de cielo

Almansa-Villatoro me desglosa la semántica de la oración. Señala un símbolo arqueado que significa “cielo” y un glifo en forma de lágrima que indica “metales”. Me explica que, en conjunto con el símbolo del tazón, estos jeroglíficos se refieren a un metal que pertenece al cielo.

“Unis agarra el cielo y corta su hierro”, traduce.

La frase describe el viaje de Unis al reino divino celeste. El significado exacto es vago, pero Almansa-Villatoro argumenta que el pasaje refleja la creencia de que el cielo es un enorme cuenco lleno de agua del que a veces cae lluvia y hierro. Según los Textos de las Pirámides, para llegar al inframundo el rey debe cruzar este dominio celestial navegando por él.

Los textos, que también aparecen en tumbas de gobernantes posteriores, incluyen otras referencias igual de ininteligibles.

“La puerta de hierro en el cielo estrellado está abierta”, se lee en un fragmento, a partir de la traducción de Almansa-Villatoro.

También hablan de un “huevo” de hierro, una posible metáfora de la matriz de la diosa egipcia del cielo, Nut. “Romperá el hierro tras haber roto el huevo”, dice otro fragmento.

“El hierro tiene connotaciones cosmológicas de la creación y, por lo tanto, de la resurrección”, asegura Almansa-Villatoro. Romper el huevo de hierro del cielo implica regresar a la matriz para renacer.

Meteoritos: Del mito al hecho

A principios del siglo XIX, científicos en Europa se- guían debatiendo sobre la existencia de los meteori- tos, hasta que, en 1803, uno explotó en el cielo y llovieron unas 3 000 pie- dras en L’Aigle, Francia. Algunas de estas piedras se exhiben en el Museo de Historia Natural de Vie- na, junto con un reporte de un científico que in- vestigó el suceso y lo de- claró “el fenómeno más asombroso que el hombre jamás ha observado”. / Paolo Verzone

Desde los orígenes de la Tierra han caído a ella piedras y metales, sobre todo fragmentos de cuerpos planetarios pulverizados tras colisionar con otros. Todos los años, casi 17 mil 600 meteoritos que pesan más de 50 gramos llegan a la Tierra. La mayoría son fundamentalmente de piedra, pero cerca de 4 % son aleaciones de hierro y níquel, diferentes del hierro terrestre. En general, pasan desapercibidos y hay testigos de tan solo cinco de estos objetos al año.

El primer relato del que se tiene registro sobre la posible caída de un meteorito aparece en los escritos de los antiguos griegos y romanos. Aristóteles, Plutarco, Plinio el Viejo, entre otros, escribieron sobre el impacto de una piedra en el año 467 o 466 a.C., en lo que ahora es Turquía.

Del cielo caen piedras

“No debemos dudar de que, con frecuencia, caen piedras”, observó Plinio.

Plutarco también relata un acontecimiento militar romano en el primer siglo a.C. que pudo haber sido interrumpido por un meteorito. “A punto de iniciar el combate, sin ningún cambio de clima notable, de repente, el cielo se dividió en dos y un cuerpo enorme, como una llama, cayó entre los dos ejércitos. De forma era como una jarra de vino y, de color, como plata fundida”.

En 861 d.C., cerca de un santuario en Nogata, Japón, según tradiciones orales compiladas en 1927, “se suscitó una enorme detonación”, “se vio un destello resplandeciente” y “se encontró una piedra negra al fondo de un hoyo recién hecho en la tierra”. En 1983, científicos japoneses estudiaron el meteorito, que está resguardado en una vieja caja de madera inscrita con el año. Tras datar el contenedor con carbono, concluyeron que es muy probable que la piedra haya caído como lo indica la descripción.

Los ‘cuerpos caídos’

Sin embargo, hasta inicios del siglo XIX, la mayoría de los científicos en Europa dudaba de la existencia de los meteoritos. En abril de 1794, el científico alemán Ernst Chladni publicó un libro que reunió reportes de piedras y hierro que caían del cielo, una labor por la cual lo ridiculizaron.Hasta que intervino el cosmos.

En junio de 1794, testigos presenciaron la caída de piedras a las afueras de Siena, Italia. Al año siguiente, una de 25 kilos cayó en Wold Cottage, Inglaterra.

Estos impactos motivaron al químico británico Edward C. Howard y al mineralogista francés Jacques-Louis de Bournon a reunir muestras de los “cuerpos caídos”. Sus análisis, publicados en 1802, mostraron que cuatro meteoritos pedregosos tenían composiciones y estructuras distintas de las piedras terrestres. Howard también identificó un alto contenido de níquel en los tres meteoritos de hierro y un litosiderito (o meteorito pedregoso-metálico), lo que reveló que el metal era distinto del que se obtenía al fundir la mena.

No obstante, no fue sino hasta 1803 que la comunidad científica en Europa estuvo completamente convencida de la aseveración de Plinio. Ese año, una lluvia de meteoritos cayó sobre L’Aigle, Francia, con unas 3 mil piedras.

Con ello creció el interés científico en los meteoritos. El naturalista británico James Sowerby amasó una colección en su museo personal, incluido el meteorito de Wold Cottage. Estaba tan embelesado con ellos que utilizó un fragmento de un meteorito de hierro proveniente de Sudáfrica para mandar a hacer una espada destinada al zar Alejandro I de Rusia, para conmemorar la derrota de Napoleón en 1814. La inscripción que grabó en la hoja señala:

“Este hierro, caído del cielo…”.

Metal precioso, objetos valiosos

Sin importar si los pueblos antiguos sabían que el hierro meteórico procedía del cielo o no, lo valoraban. El cobre, la plata y el oro existían en forma metálica, para extraerlos y trabajarlos, pero, en la Tierra, al hierro casi siempre lo acompañan otros elementos, como el oxígeno, en minerales denominados menas.

Los objetos de metal espacial más antiguos de los que se tiene registro eran ornamentales, como las cuentas de Gerzeh, algunas de las cuales se ensartaron con oro y piedras preciosas, como lapislázuli, cornalina y ágata.

“Al principio se utilizó para objetos preciosos, cuentas y objetos representativos, porque era muy exótico –cuenta Katja Broschat, restauradora en el Centro de Arqueología Leibniz, en Mainz, Alemania–. Les tomó tiempo perfeccionar la técnica de manufactura para producir un arma o una herramienta”.

La daga egipcia forjada con hierro meteórico

Para cuando se fabricó la daga de Tut, en la Edad de Bronce tardía, los artesanos habían aprendido a triturar y pulir el metal meteórico para hacer una hoja fina.

“Es muy filosa –cuenta Broschat, quien ha estudiado el artefacto–. Estoy segura de que con ella podrías matar un animal, incluso a una persona”.

El cuchillo tiene una empuñadura de oro con piedra e incrustaciones de vidrio, un pomo de cuarzo y una vaina de oro con diseños complejos. La daga se encontró en el revestimiento en torno al muslo derecho de la momia; era “algo que necesitaría en el inframundo para pelear contra los demonios, o los peligros del inframundo, porque era un lugar peligroso. También es indicador de estatus”, explica Almansa-Villatoro.

Si bien la daga de Tut es uno de los objetos de su clase que exhiben una de las forjaduras más impresionantes del mundo, se ha encontrado evidencia de que las culturas antiguas utilizaban hierro meteórico en otras partes de la región y el mundo. Una daga de hierro, probablemente meteórico, de una tumba real en Alacahöyük, Turquía, es casi mil años más antigua que el cuchillo de Tut.

El hierro meteórico en el lejano oriente

En China se encontró un cuchillo y un arma de asta con una daga-hacha denominada ge, ambas con hojas de hierro meteórico, en las tumbas de dos hombres, posiblemente hermanos, que gobernaron el Estado de Guo, en el siglo XVIII o IX a.C. Es probable que las armas fueran ceremoniales, como aquellas con hojas de jade de la época, afirma Kunlong Chen, profesor de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Pekín.

En 1934, el Instituto Smithsoniano adquirió objetos similares –un ge y un hacha ancha con hojas de hierro meteórico– de la provincia de Henan, según consta, donde hay yacimientos de la dinastía Zhou. Es probable que el hacha se haya elaborado durante la dinastía Shang, anterior a la Zhou, y que se haya heredado como un objeto valioso. Este tipo de armas se utilizaba cuando el Estado de Zhou derrocó a los monarcas Shang e instituyó el Mandato del Cielo, la filosofía según la cual el rey gobierna por decreto divino.

¿Acaso estos gobernantes sabían que las armas estaban hechas con metal celestial? No se han descubierto referencias contemporáneas de los meteoritos, pero textos chinos sí mencionan los eclipses y cometas.

“La astronomía ya estaba muy desarrollada en este punto –dice Keith Wilson, curador del Museo Nacional de Arte Asiático del Smithsoniano–. Así que sabemos que tal vez había astrónomos de la corte que estudiaban el cielo”.

Del otro lado del océano

En América del Norte se han descubierto decenas de cuentas, dilatadores de orejas, cuchillas pequeñas y otros objetos de hierro meteórico dentro de los túmulos de los Hopewell, una red extendida de culturas que comerciaban con materiales exóticos. Muchos de esos objetos también se encontraron en varios yacimientos de Ohio y 22 cuentas tubulares ensartadas con conchas fueron halladas en una tumba que data aproximadamente del año 300 a.C., cerca de lo que hoy es Havana, Illinois.

Un equipo de investigadores resolvió que las cuentas de Havana se hicieron con hierro de una lluvia de meteoritos que cayó a unos 650 kilómetros al norte, cerca de lo que hoy es Anoka, Minnesota. Es probable que se haya comerciado el material en bruto del meteorito de Anoka hasta el centro de Havana, donde se confeccionaron las cuentas.

Sin registros escritos es imposible afirmar si estos pueblos entendían que el metal provenía del cielo. “Sabemos mucho sobre la cultura material –indica Tim McCoy, del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsoniano–. Pero no sabemos mucho sobre sus sistemas de creencias”.

Al sur del continente

En otras partes del mundo, los meteoritos han brindado pistas sobre la interacción de los pueblos con el metal extraterrestre. Ubicado en Argentina, un campo de cráteres a unos 800 kilómetros al noroeste de Buenos Aires fue creado por una lluvia de meteoritos hace cerca de 4 mil 500 años. Durante el siglo XVI, el gobernador español de la provincia de Tucumán se enteró por la población indígena de que habían caído trozos de metal del cielo.

Guías indígenas condujeron a soldados españoles a la región, denominada Piguem Nonraltá por los aborígenes, o Campo del Cielo. Los soldados encontraron un bloque grande de hierro, pero se negaron a creer que había caído del cielo. La población indígena fabricó armas con el hierro, según reportes españoles, pero no sobrevive ninguna.

Campo del Cielo tiene por lo menos 26 cráteres. Se han recuperado más de 100 toneladas de hierro de la zona, incluidos dos de los fragmentos de meteorito más grandes del mundo. Uno de ellos pesa más de 30 toneladas, llamado el Gancedo, en honor a un pueblo cercano, y fue descubierto tan solo en 2016. En fechas recientes, investigadores de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina, analizaron si las historias indígenas sobre desastres naturales pueden ser descripciones del impacto. No encontraron una relación definitiva, pero señalaron que, según algunos relatos, del cielo caía fuego y piedras. También concluyeron que la lluvia de meteoritos “tuvo una magnitud tal que debió marcar profundamente a las culturas de la zona”.

En busca del metal meteórico

Ha sido difícil determinar con qué frecuencia los pueblos utilizaban el metal que provenía del cielo. Cientos de objetos de hierro de yacimientos de la Edad de Bronce forman parte de registros arqueológicos, pero la mayoría no se han examinado y muchos más son diminutos fragmentos de metal oxidado que pudieron haber sido prendedores o anillos.

“Si consideramos los objetos que ya se han excavado y lo poco que se han estudiado, es un escándalo”, afirma Thilo Rehren, arqueométrico del Instituto de Chipre.

Como a muchos arqueólogos, a Rehren le interesa distinguir entre el hierro meteórico y el fundido, no necesariamente para descubrir metal celestial, sino para resolver cómo y en dónde comenzó la Edad del Hierro.

Civilizaciones en el occidente de Asia y las montañas del Cáucaso empezaron a fabricar objetos de bronce en el cuarto milenio a.C. No obstante, la mayoría de los expertos coincide en que los seres humanos aprendieron a extraer hierro de las menas hasta finales del segundo milenio a.C. Fundir hierro requiere temperaturas de unos 1 mil 200 grados Celsius.

“Cuando [los humanos] empezaron a fundir hierro, fue un momento clave, les permitió fabricar armas que no eran costosas –dice el geoquímico Albert Jambon, profesor emérito de La Sorbona, en París–. Se produjo un cambio entre una economía y otra”.

Identificando objetos del cielo

Jambon ha dedicado poco más de la última década a rastrear objetos de hierro de la Edad de Bronce y analizarlos. Su investigación lo llevó a Alepo, Siria, donde estudió un dije esférico de hierro que encontró en la antigua ciudad de Umm el Marra, en una tumba que data del año 2300 a.C. Estaba entre los bienes de la tumba de una mujer, que incluía cuentas de oro y piedra, y una efigie de cabra tallada de un trozo de lapislázuli, elementos que pudieron haber sido parte de un collar. El museo en Alepo también tenía la cabeza de un hacha con hoja de hierro, la cual data aproximadamente de 1400 a.C., y que se descubrió en las ruinas de Ugarit, una ciudad portuaria.

Jambón midió la composición química de estos objetos con una máquina portátil de fluorescencia de rayos X, que parece una pistola de rayos ficticia. Su análisis lo llevó a concluir que los dos artefactos son de hierro meteórico.

Para la conservación anonimato

Me reuní con Jambon en Nicosia, Chipre, donde estaba estudiando la extensa colección de la isla de artefactos primitivos de hierro, que datan de alrededor de 1200 a.C. Eso supone un misterio, dado que la isla no tiene menas de hierro, como magnetita y hematita.

En una bodega polvorienta del Museo de Chipre, Jambon utilizó su pistola de rayos X y una lupa pequeña para examinar docenas de artefactos de hierro.

Ooh là là –susurró cuando vio el primero, la punta de una hoz–. C’est vraiment bien”.

Pese a su emoción, no es probable que se exhiban estos objetos. El hierro se oxida cuando se expone al oxígeno, a diferencia del bronce, que desarrolla una pátina verde o dorada, que no se oxida. A un lado de tesoros bien conservados, el metal corroído no impresiona. Y parece que ninguno se elaboró con metal meteórico. La mayoría eran cuchillos, pero un anillo en espiral y un broche son un recordatorio de que incluso, cuando ya se fundía hierro, el metal se consideraba precioso.

Dos cuentas de hierro encontradas en un túmulo en Illinois, ahora en el Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsoniano, junto a una muestra representativa del meteorito del que fueron confeccionadas por el antiguo pueblo de Hopewell. El entretejido de los cristales de hierro y níquel crea el distintivo patrón Widmanstätten en el metal meteórico, resultado del enfriamiento lento dentro del núcleo de un cuerpo planetario. / Paolo Verzone

La interpretación de los textos antiguos

Los artefactos que podrían ayudar a descifrar el rompecabezas de los orígenes de la Edad del Hierro se están corroyendo poco a poco, pero se descubren más pistas sobre el hierro en textos antiguos.

Entre los siglos XX y XVIII a.C., la antigua ciudad-Estado asiria de Assur, en el Irak moderno, fundó colonias comerciales en lo que hoy es Turquía. Unas 20 mil tablas cuneiformes descubiertas en Kültepe-Kanesh, yacimiento del puesto principal, revelan detalles de este comercio. Los registros incluyen múltiples términos relacionados con el hierro, como la palabra en acadio parzillum, que también se utilizó en periodos posteriores. Sin embargo, uno de los más comunes es amūtum, que aparece en los símbolos cuneiformes y que puede significar “metal” y “cielo”.

No queda claro si este término haga referencia explícita al hierro meteórico o a un tipo de metal. “Lo que sea, es supercostoso”, afirma Gojko Barjamovic, asiriólogo de la Universidad de Harvard. Los registros de Kültepe-Kanesh muestran que, en el comercio, el precio de este metal del cielo era 40 veces mayor que el de la plata.

La daga de hierro meteórico

Parzillum vuelve a aparecer en dos tablas cuneiformes que se enviaron a Egipto en el siglo xiv a.C. Las tablas, entre 382 que se encontraron en la capital egipcia de Amarna, describen tres dagas con hojas de hierro, así como brazaletes y una maza de hierro cubierta de oro.

Estos objetos se incluyen en listas de regalos que envió Tushratta, rey de Mitani, en la actual Siria y Turquía, al faraón egipcio Amenofis III. Se cree que Tutankamón fue nieto de Amenofis III, por lo que algunos académicos han argumentado que la daga de hierro de Tut podría ser una de las mencionadas en las listas y que quizá la heredó.

En registros del Imperio hitita, el poder dominante en la actual Turquía y Siria en torno al siglo xiv a.C., aparecen más términos relacionados con el hierro. Entre ellos, “hierro bueno”, “hierro negro” y, quizá, “hierro blanco”, al parecer para distinguir entre sus variedades. Un ritual del que dan cuenta varios textos describe a los dioses construyendo un templo; en una versión, una línea dice: “Trajeron hierro negro del cielo”, posible referencia a la corteza negra que cubre los meteoritos tras su caída abrasadora por la atmósfera.

“Esto parece indicar que sabían que provenía del cielo”, dice Mark Weeden, estudioso de textos hititas en el University College de Londres.

Los inventarios hititas mencionan cientos de objetos de hierro, como cuchillas, joyería, estatuillas y un tazón. La cantidad de hierro detallada en estos textos, así como la descripción de quienes lo trabajaban, han llevado a algunos académicos a concluir que, para este punto, los hititas pudieron haber desarrollado la fundición del hierro. Sin embargo, solo se han descubierto unos 24 artefactos de hierro oxidado en yacimientos hititas y no se han analizado para resolver si son meteóricos, por lo que el nivel de la siderurgia de la época aún es un misterio.

El orden correcto de las cosas

En el Museo Egipcio en El Cairo admiro dos objetos de hierro que se encontraron con los restos momificados de Tutankamón y que hace poco se confirmó que eran meteóricos. Uno es un dije del ojo de Horus, el cual cuelga de un brazalete con aleación de oro, y que se descubrió cerca de la costilla derecha de Tut, en el revestimiento. Este ícono es uno de los más reconocibles del antiguo Egipto y se utilizó de manera continua durante más de dos milenios. Proviene de la saga egipcia de las batallas entre Horus, dios del orden, y Seth, dios del caos. Seth le saca el ojo a Horus, quien después lo recupera. El símbolo representa el regreso al estado correcto de las cosas.

El otro es un pequeño dije en forma de reposacabezas, como los de tamaño estándar hechos de madera que los egipcios usaban al dormir. Se encontró en el reverso de la máscara funeraria de Tut. Estos amuletos eran símbolos de un renacimiento. La imagen de una cabeza redonda en un reposacabezas curvo evocaba al sol naciente, al dios Ra, hijo de la diosa del cielo Nut, quien todas las mañanas lo paría y, en las noches, se lo comía.

Fue inevitable preguntarme si quienes fabricaron estos talismanes sabían de dónde provenía aquel material sobrenatural. Mientras el artesano limaba meticulosamente las líneas de las cejas de Horus, ¿contemplaba cómo había llegado a sus manos el metal del reino de los dioses? Cuando el trabajador del metal doblaba el pequeño fragmento de hierro para hacer un reposacabezas, ¿el amuleto curvo le recordaba la cuenca del firmamento?

El hierro meteórico caído del cielo

Nunca estaremos seguros, pero lo que sí sabemos es que las descripciones del metal en el cielo perduraron en los escritos egipcios durante miles de años. Los hechizos funerarios de los Textos de las Pirámides evolucionaron, devinieron en los Textos de los Sarcófagos, pintados dentro y fuera de estos.

En uno de ellos se lee: “Conozco la Campiña de Aaru de Ra”, se trata de una línea que se repite en varios sarcófagos y se refiere a una región en el cielo. “Los muros que la rodean son de hierro”.

Para el siglo XIII a.C. se acuñó una forma más directa de escribir “el metal del cielo”. En aquel entonces, los conjuros funerarios se escribían en papiros y hoy se les conoce como El Libro de los Muertos.

En un conjuro se describe una gran red de pesca, una barrera que los difuntos deben navegar en su viaje al inframundo. “¿Sabes que conozco el nombre de sus pesos? –recita El Libro de los Muertos–. Es el hierro en medio del cielo”.

Este artículo fue escrito por Jay Bennett, editor científico sénior de National Geographic y se ilustró con las fotografías de Paolo Verzone.

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