Hay que prestar atención a los conciertos internacionales de la Sala Nezahualcóyotl.
Al salir al escenario para interpretar la segunda parte del programa, el pianista austriaco Paul Badura-Skoda tomó la palabra, algo inusual en el protocolo de los conciertos, y se dirigió al público en un español entrecortado, pero correcto: «En el programa hay un ‘divertimento’ de Mozart que antes no estaba ahí.
Lo tocaré ahora para ustedes. También me gustaría decirles que hace 20 años hice una apuesta de que podía tocar el ‘vals del minuto’ de Chopin en un minuto. Y lo hice. Lo toqué en 59 segundos. Sin embargo, no se puede apreciar la belleza de esa pieza tan rápido.
Ahora lo tocaré en algo así como un minuto y 26 segundos». Una acotación sin importancia, que me hizo, sin embargo, estremecer. Paul Badura-Skoda no sólo es un hombre de 84 años sino una leyenda entre los grandes maestros del piano.
Verlo atravesar el escenario a paso firme, sentarse con la solemnidad que el caso requiere frente a ese enorme instrumento negro y colocar delicadamente las manos sobre las teclas es ya un suceso. Después viene, claro, lo mejor, que no es mirar sus gesticulaciones, o su cara tornarse de un rojo encendido ante un compás enérgico, o esa risa de travesura infantil mientras recorre una escala.
No, lo mejor es, claro, esa sustancia inasible que se impregna en la atmósfera y marca el ritmo cardiaco de los presentes, que no está formada exactamente de las atormentadas evoluciones ideadas por Schubert o las delicadas intervenciones geniales que Chopin ponía (como si nada) en algo tan simplón como un vals; no de esa corriente delicada y subterránea de Bach, sino de algo más… Algo que no parte de los viejos dedos de un pianista, sino directamente de la alegría que hay en un corazón.
Escuché el recital de Paul Badura-Skoda en la sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, y eso es un alto privilegio que espero que se repita.
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