Los caminos sinuosos del centro de Grecia han cautivado a reyes de la antigüedad, a los olímpicos, a los dioses, a Zeus y a Hollywood
En los anales de los antiguos combates, el centro de Grecia se lleva la palma. De manera notable, en el año 480 a.C., un pequeño pero decidido ejército griego mantuvo a raya por varios días a cientos de miles de persas en una batalla al estilo de la de El Álamo, la de las Termópilas, que resultó un humillante revés para los invencibles persas.
Algunos historiadores se refieren a ella como la batalla que cambió el mundo; 300, el éxito de taquilla hollywoodense en 2007, presentó a Gerard Butler como Leónidas, el heroico rey espartano.
Las Termópilas (conocidas como las «puertas ardientes») sigue venciendo en aspectos insospechados, hoy día como un campo de batalla empapado de historia que al mismo tiempo es increíblemente divertido.
Nombrado así por los manantiales de aguas sulfurosas que brotan de la ladera de la montaña, el sitio funge como una especie de parque acuático primitivo, donde los residentes y los visitantes ahorrativos chapotean bajo una humeante cascada de 4.8 metros y en piscinas sofocantes.
El centro de Grecia, situado al oeste de Atenas, está atiborrado de lugares similares, donde un pasado rico en leyendas y mitos proporciona el contexto perfecto a la belleza y la singularidad del presente. Un recorrido de cuatro días en coche por el camino por el que marcharon los guerreros ofrece calzadas que hacen que el corazón se acelere, templos que arrancan suspiros y una invitación a conectarse con el estilo de vida sencillo de los griegos de antaño.
RECORDAR A LOS ESPARTANOS
Luego de dirigirte al oeste de Atenas por la carretera E94, únete a los autobuses turísticos estacionados junto al Canal Corintio, una zanja de casi seis kilómetros y medio de aguas color turquesa que conecta dos mares; 40 kilómetros más adelante por el mismo camino, se encuentra Micenas, un palacio de la Edad de Piedra construido con bloques de piedra caliza tan descomunales, que la leyenda asegura que sólo un cíclope pudo haberlos apilado.
Deja atrás las multitudes y dirígete al sur, al corazón de la península del Peloponeso, a lo largo de la carretera E65 que va hacia Esparta. Aunque los prácticos espartanos no eran magníficos arquitectos ni artistas como sus rivales atenienses, aquí se pueden hallar discretos placeres.
En el centro del poblado, el pequeño Museo arqueológico de esparta contiene un hermoso busto que se dice representa al rey Leónidas, figuras de terracota y adornos de hueso de los días de gloria, así como una colección de lápidas, las cuales, en el espíritu de la convicción que reinaba en esta ciudad, según la cual los ciudadanos debían convertirse en soldados o parirlos, fueron asignadas únicamente a quienes murieron en batalla o al dar a luz.
Aunque la ciudad de Esparta en sí tiene un aspecto moderno nada notable, la antigua Acrópolis muestra un exuberante despliegue de flores amarillas bajo los olivos, algunos de ellos tan gruesos y retorcidos que parecen igual de viejos que las ruinas cubiertas de musgo.
Al visitar la Acrópolis queda claro por qué los espartanos se asentaron aquí. Un valle sinuoso que alguna vez alimentó al aparato de la guerra se extiende hacia el sur; hacia el oeste se halla el macizo montañoso de Taigetos, con sus cumbres nevadas. Cerca de ahí se encuentra Mistras, el último vestigio del Imperio Bizantino, con sus edificaciones apiladas en la ladera de la montaña.
Rodeado de siglos de historia y tradiciones, organiza tu agenda mientras va transcurriendo la tarde, de manera nada marcial, envuelto en la tibieza del sol y la brisa salada.