Santa Elena era una isla donde los viajeros sólo paraban a tomar agua fresca y fruta; ahora sus 4 mil habitantes se alistan para recibir turismo.
El día en que la modernidad llamó a las puertas de la isla de Santa Elena, soplaba un fuerte viento. Sin embargo, el 15 de septiembre el sudafricano Grant Brighton logró que su bimotor Beechcraft King Air 200 se posara con seguridad sobre la pista de aterrizaje. E hizo historia.
Con ese primer aterrizaje sobre el aún inacabado aeropuerto se ponía fin al aislamiento al que estaba sometida esta remota isla del Atlántico. Doscientos años después de la derrota del emperador Napoleón I en Waterloo y su destierro a Santa Elena, el lugar se situaba de pronto en el mapa del turismo internacional.
Hasta ahora, todo el mundo la conocía de nombre, pero muy pocos sabrán decir con exactitud dónde se sitúa Santa Elena. Quienes querían visitarla tenían que superar primero el largo y tedioso viaje en barco de vapor, pues el territorio británico de ultramar se encuentra a medio camino entre África y Latinoamérica, en el Atlántico Sur. Unos 2,000 kilómetros lo separan de Angola, al este, y unos 3,000 de Brasil, al oeste.
Desde que fue habitada, en el siglo XVI, los barcos mercantes y de aprovisionamiento eran el único contacto entre los "santos" -como se llamaba a los isleños- y el resto del mundo. Pero eso pertenece ya al pasado: desde que hace cuatro años una constructora sudafricana asumió la creación de un aeropuerto, sus 600 empleados realizan un trabajo hercúleo: no sólo han tenido que sortear imponentes acantilados, sino que además debieron rellenar todo un valle para poder construir la pista de aterrizaje de 1,950 metros de longitud.
El 26 de febrero tendrá lugar la inauguración oficial. La filial de British Airways Comair ofrecerá un vuelo diario de cinco horas a bordo de un Boeing 737-800 desde Johannesburgo a Santa Elena. Además, la aerolínea del grupo Tui, Tuifly, tiene previsto iniciar vuelos regulares para Atlantic Star Airlines desde el este de Londres a la isla. "Esperamos un enorme impulso al turismo", dijo una empleada de la oficina de turismo en Jamestown. Aunque no todo son buenos augurios.
"El amplio y ancho mundo tiene ahora acceso por aire a la aventura, el patrimonio histórico y la belleza natural de Santa Elena", señala el economista isleño Niall O’Keefe. "Pero queda mucho por hacer para que salgamos de la hibernación y desarrollemos una industria turística en los próximos años", advierte. Las escasas pensiones que hasta ahora alojan a los visitantes ocasionales no serán suficientes, por lo que ya hay planes para un hotel con 32 camas.
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Con sus negros acantilados de basalto, sus extrañas formaciones rocosas y una exuberante vegetación, Santa Elena es un paraíso para quienes huyen de la ciudad en busca de calma. Jamestown, la principal ciudad, alberga con sus 1,000 habitantes casi un cuarto de la población de la isla. Y el último domicilio del destronado emperador es hoy una de las principales atracciones.
La isla fue descubierta por el almirante portugués João de Nova en su viaje de regreso a la India. El 21 de mayo de 1502 llegó con su barco al lugar donde ahora se sitúa Jamestown. Durante años, Santa Elena sirvió de lugar de paso para viajeros que reponían allí agua fresca y fruta. Aunque desde 1988 tiene su propia Constitución, sigue estando subvencionada por el gobierno británico.
No en vano, la reina Isabel II sigue siendo la jefa de Estado de este territorio de ultramar. Su buque "St. Helena", que hasta ahora garantizaba la comunicación con el resto del mundo, dejará de prestar servicio.