Al occidente de Venezuela, en el Lago de Maracaibo, la naturaleza celebra un espectáculo digno de ciencia ficción.
Para llegar a la mística presencia del Relámpago del Catatumbo partimos de Mérida, ciudad estudiantil fundada a los pies del Pico Bolívar, la montaña más alta de Venezuela.
Durante horas nos sumergimos en largas carreteras flanqueadas por verdes sembradíos de papas, zanahorias, maizales y algún cacao. A medida en que avanzábamos, el clima frío de las alturas merideñas se volvía pesado y caliente hasta convertirse en un bochorno espeso que nos abrasaba en el Lago de Maracaibo que, con 13,800 Km2, valga decir, es el lago más grande de América Latina.
Y es precisamente el choque de esos aires muy fríos y muy calientes, provenientes de los Andes y del Caribe respectivamente, lo que, unido al gas metano que asciende desde algunos depósitos de pantano ubicados en el lago, explica científicamente, y a grandes rasgos, el origen de los relámpagos.
Su aparición es tan extraordinaria que ya se adelantan gestiones para que la Unesco lo declare Patrimonio Natural de la Humanidad, lo que lo convertiría en el primer fenómeno atmosférico del mundo en recibir tal distinción.
De modo que ocho horas después de haber salido de Mérida nos instalábamos allí, en el extremo sur de este estanque extendido como las anchuras del mar, en un tradicional palafito, construcción indígena hecha con madera, techo de palma, y soportada en troncos que la levantan como una casa sobre el agua.
Durante los días más calientes la temperatura puede alcanzar los 42 grados centígrados, de manera que un chapuzón en el lago fue como bañarse en una piscina de aguas termales.Por ahí de los ocho de la noche, decidimos tomar un safari nocturno por el Caño Concha que sale del Lago. Subimos a la lancha y con una potente linterna fuimos descubriendo la fauna que dormía en las márgenes: un gavilán colorado, una garza real, un minúsculo martín pescador, una iguana verde, casi fosforescente, y un par de caimanes escurridizos.
A causa de un cúmulo de coincidencias naturales, el magnífico relámpago del Catatumbo sólo es visible unas 160 noches cada año, normalmente durante la temporada de lluvia (de abril a noviembre).
A sólo diez minutos para la medianoche, una tímida chispa en la distancia nos silenció; cinco minutos después replicó de nuevo, y otra, y otra vez en el minuto siguiente, ahora con más fuerza: sí, había llegado la hora. Como si de un cañonazo de año nuevo se tratara, a las 12 en punto estalló en el firmamento una fiesta de luces y fogonazos que ni en las costas de Copacabana se habrán visto jamás.
El cielo se desgajaba a centellazos, y donde antes gobernaron las tinieblas, ahora reposaban fugaces resplandores. Todo quedaba al descubierto, y las aves, sorprendidas por estos efímeros amaneceres, alzaban vuelo con torpeza en todas direcciones.
En un momento intentamos contar cuántos relámpagos caían en un minuto. Apurando la mente contamos 85. O sea, más de un rayo por segundo. Esa noche el fenómeno estaba especialmente activo.
A las 3:30 de la madrugada nos tumbamos en nuestras hamacas rendidos al cansancio; pero aún allí, a punto de conciliar el sueño, el Catatumbo se filtraba irresistible por entre los párpados cerrados.
No obstante, la mañana siguiente se levantó límpida, el cielo róseo, el lago impasible: nada delataba que apenas un par de horas atrás, en ese mismo lugar, se había desatado un torbellino eléctrico de proporciones olímpicas.