La operación que rescató el legado de un viejo faraón y un humilde pastor.
El rey está sentado y aún así mide 20 metros de altura. Y se ha multiplicado por cuatro, en dos parejas separadas por el acceso al templo donde lo volvemos a encontrar ocho veces, deificado y con el aspecto de Osiris, señor del inframundo.
Ha penetrado la montaña, si lo vemos por detrás, parece una inmensa duna de diseño, con líneas rectas y ángulos precisos. Esta colosal obra producto del talento ingenieril y artístico de hace 3200 años ha sido montada, en realidad, hace apenas medio siglo.
Está en el rincón más remoto de Egipto, Nilo arriba, a pocos kilómetros de la frontera con Sudán. Fue una muestra de poder de uno de los faraones más soberbios: Ramsés II (1279-1213 a.E.C.). Pero, el tiempo le jugó una bella ironía: esta gran pieza lleva el nombre de un niño pobre de los nubios, una etnia sometida: Abu Simbel.
En 1813, este pastorcito guió al orientalista suizo Jean-Louis Burckhardt hasta este monumento. La humanidad los había olvidado y el desierto, enterrado. Los arqueólogos los recuperaron, pero siglo y medio más tarde se abatía sobre ellos una amenaza más grande: el gobierno del presidente Gamal Abdel Nasser construía la presa con la que el Nilo formaría el mayor lago artificial del mundo (Lago Nasser) y el destino de Abu Simbel era volver a desaparecer.
La operación de rescate, ilustrada con fotografías en el museo de sitio, es un último hito: cientos de albañiles egipcios y un equipo multinacional de arqueólogos e ingenieros pasaron cuatro años (1964 a 1968) cortando los templos en bloques de 20 toneladas que izaron 65 metros y desplazaron otros 200, hasta insertarlos en montañas artificiales.
Así preservaron la gloria del emperados Ramsés II… y el descubrimiento del pequeño Abu Simbel.