El invierno tiene su encanto y más si disfrutas de la naturaleza con las Montañas Rocallosas de escenario.
Al frío no hay que temerle, hay que gozarlo. Y con esa premisa descubrí el blanco invierno canadiense. La preparación empieza al empacar. Desde que planeamos este viaje, lo que más me atrajo era la oportunidad de recorrer en auto parte de la provincia de Alberta, para mi compañero, era simplemente la nieve.
Y con los ánimos calientitos y una buenas botas para nieve llegamos al Aeropuerto Internacional de Calgary. Lo único que sabíamos era que esta ciudad había sido sede de los Juegos Olímpicos de Invierno en 1988 y que debíamos disfrutar la vista desde la Torre de Calgary a más de 160 metros de altura.
Nuestro primer encuentro con esta ciudad fue con sus carreteras muy bien diseñadas e iluminadas. Planea tu viaje para sólo quedarte una noche en esta ciudad. Hospédate en el Fairmont Palliser y visita los barrios de Kensington y Mount Royal. Si te gusta el arte y quieres ver qué se está cocinando en Canadá, hay muchas galerías (Artevo, Art is Vital y Avenida Art por mencionar algunas).
Visita el monasterio budista Avatamsaka y la Casa Lougheed. Escápate al mercado Eau Claire y a la librería McNally Robinson Booksellers.
El paisaje es una de las atracciones de este viaje. Así sal temprano hacia el siguiente punto. Los días son cortos y hay que aprovechar la luz. La imagen de postal de las Rocallosas nevadas a lo lejos fue la mejor guía rumbo a nuestra siguiente parada: Banff, a dos horas de manejo aproximadamente. Poco a poco la urbe se transforma en un campo que es el preámbulo a las montañas que crecen imponentes y, de pronto, más que rodearte, te escoltan.
Poco a poco te introduces a un paisaje blanco, con bosques nevados, lagos congelados y los letreros de cuidado con los alces, venados y osos (aunque en esta época del año no debes preocuparte por los osos, están hibernando). Al llegar a una caseta entiendes que estás a punto de entrar en uno de los parques más hermosos y ricos de Alberta: el Parque Nacional de Banff. Ahí tienes que decir qué lugares visitarás y cuántos días estarás, de ello depende el costo. Es importante pegar en el parabrisas de tu auto el ticket de pago.
El descubrimiento de este clima y escenario nos absorbió, así que decidimos hacer algunas paradas simplemente para vivir la nieve, antes de llegar a Banff.
Si no cuentas con un GPS, sigue las señalizaciones, no hay pierde. Y eso hicimos. Al dejar la carretera principal, tomamos otra a través de un bosque sin signos de presencia humana hasta llegar a una villa de ensueño, con muchos restaurantes, bares, tiendas especializadas y hoteles. Antes de explorar el pueblo decidimos primero registrarnos en nuestro hotel: el Fairmont Banff Springs, un castillo en lo alto de Banff, casi en las faldas de la montaña.
Desde la ventana de la habitación entendimos por qué la compañía de ferrocarriles decidió construir hace más de un siglo este lujoso hotel: su vista alucinante y la promesa de todas las actividades por hacer más. El sol empezaba a ocultarse así que optamos por dar un breve paseo por los alrededores del hotel hasta un río que pasa por la parte trasera.
Ya con la oscuridad encima decidimos aventurarnos al frío y «bajar» a la villa caminando (con la vestimenta adecuada, claro), y no éramos los únicos. Uno de los atractivos de Banff es su comunidad multicultural de viajeros y de artistas, ya que aquí está el Banff Center, uno de los centros de arte más importantes de Canadá que siempre tiene hospedado en residencias artísticas a músicos, pintores, escritores, fotógrafos, escultores, teóricos- de todo el mundo. El ambiente cosmopolita se siente en todos lados. Para el frío nos detuvimos en una cafetería y tomamos un chocolate, ahí nos recomendaron visitar el St. James Gate Olde Irish Pub para sentir el sabor local, antes optamos por comer una pasta en la Trattoria Giorgio.
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La calidez de la gente resultó proporcional al frío. O sea mucha. Nos hicieron sentir en casa, y salimos del pub con una lista de pendientes por visitar. A pesar de la oscuridad, y para aprovechar el tiempo, nos dirigimos al Banff Center para ver si tenían exposiciones o algún concierto. No fue tan sencillo como esperábamos, este centro de arte es muy grande, pero aún así logramos llegar a la oficina de información. No estaría mal trabajar un mes aquí.
Un poco cansados por el viaje, la caminata y el frío, regresamos al calorcito del Fairmont, que tiene una oferta amplia de tiendas, un bar muy acogedor y una piscina al aire libre que resultó ser todo un hallazgo de entre las amenidades favoritas del hotel.
Con curiosidad (y miedo) nos pusimos los trajes de baño y nos dirigimos, primero, a la piscina cubierta (también hay un jacuzzi). La influencia del art noveau está presente en todo el inmueble, aún en esta sección. Con valor preguntamos por la famosa piscina al aire libre, una chica nos dijo que no había nada que temer.
Y tenía razón. El agua está más que caliente y resulta una delicia relajarse rodeado de un bosque nevado, oliendo a pino y escuchando a la naturaleza. Aquí verdaderamente el alma descansa. Y, con el espíritu tranquilo, dormimos esa noche.
En Banff hay muchas cosas que hacer y conocer. Imagino que en verano debe ser espectacular, pero en invierno las posibilidades también son infinitas: desde hacer caminatas, esquiar, hacer esquí de fondo, hasta visitar las atracciones cercanas y vivir la cotidianidad del poblado.
Un poco confundidos por la variedad de opciones pedimos un consejo y la respuesta fue: «¿Adónde se dirigen después?». Nuestra siguiente parada es Lake Louise. «Entonces», nos dijo una chica del personal del hotel mientras desayunábamos en un elegante y clásico salón con las Rocallosas de fondo, «visiten la Banff Góndola para que observen las montañas desde la cima, el Cave & Basin National Historic Site y no se pierdan las Upper Hots Spring, esquíen en Lake Louise». Seguimos su consejo, y lo comprendimos en su totalidad hasta el día siguiente que llegamos a nuestra siguiente parada.
Subidos en el teleférico agradecimos sus recomendaciones. La vista del bosque nevado es un regalo. Desde la cima contemplar las montañas, sentir el frío es una experiencia solitaria que invita a la introspección. Y lo comprobé poco después durante una caminata. El sonido sordo de la nieve, la ausencia de eco te enfrenta a ti mismo, a disfrutarte en cuerpo y alma.
Muy cerca de la Banff Góndola están las aguas termales, así que aprovechamos esta cercanía. Uno de los encargados nos comentó que la mejor época es otoño-invierno, porque los contrastes de las temperaturas producen una sensación liberadora en el cuerpo. Y tenía razón.
Estas aguas termales, provenientes de cuevas de azufre, han sido, desde la fundación de Banff uno de los atractivos. Relajados y contentos, esa tarde la dedicamos a explorar las tiendas y a conocer las artesanías de las primeras naciones. Dejamos el sitio histórico para el día siguiente, antes de partir a Lake Louise.
Banff es de esos lugares a los que uno siempre quiere regresar. Así, con nostalgia, empacamos y tomamos camino rumbo a nuestra siguiente parada no sin antes visitar el Cave & Basin National Historic, que fue el primer balneario de esta región. Y otra vez en la carretera nos hipnotizó el paisaje sereno y luminoso de las Rocallosas.
En una hora ya estábamos tomando la desviación hacia Lake Louise, donde desde nuestra entrada a la villa comprendimos que es el lugar perfecto para esquiar o practicar otras actividades de nieve. La atmósfera aquí es más deportiva; pronto dejamos atrás a las tiendas especializadas y los lugares de renta, para dirigirnos a nuestro hotel, el Fairmont Chateau Lake Louise, enclavado en la montaña y a la orilla del lago, ahora totalmente congelado.
Sin duda, a lo que se viene aquí en esta temporada es a esquiar. El hotel tiene todo para que tu estancia resulte grata: restaurantes y bares para todos los gustos, renta de equipo, boutiques de artículos de lujo, de artesanías. Por si fuera poco aceptan perros y tienen un labrador en el staff, al cual si quieres puedes pasear y durante el día está en el vestíbulo principal dando la bienvenida a los huéspedes.
Los dos días que dormimos en este sitio los pasamos haciendo esquí de fondo (una actividad que me pareció lo más cercano a la meditación) y leyendo, por cierto en este hotel está una de las librerías más íntimas y con encanto que he visitado. Es atendida por su dueño, quien además hace su selección a partir de las charlas con los visitantes. Chiquita y acogedora tiene verdaderas joyas. Otro gran descubrimiento fue una tienda de piedras, donde te explican los valores y significados de cada objeto que venden, siguiendo la tradición de sus culturas antiguas.
Después de este encuentro con la nieve, nos dirigimos a Jasper National Park, que está conectado más hacia el Norte, lo que resultaba evidente en la cantidad de nieve, un verdadero paraíso para los amantes de los deportes de invierno y un hallazgo para viajeros.
Este parque fue fundado en 1907, y ha sido un sitio turístico desde hace cien años, cuando este viaje se hacía por tren y no por coche. En este lugar, además hay mucho que ver, desde tiendas, galerías, así como sus edificios históricos (iglesias, hospital, la estación de tren, la estación de bomberos, la casa Robson y la oficina de correos, entre otros) que nos hablan mucho de cómo se forjó esta parte de Canadá.
En Jasper, lo mejor que hay que hacer es gozar de la naturaleza, de caminar y ver venados, de practicar en la mañana algún deporte de invierno, pasar la tarde descubriendo el pueblo y las noches frente a una chimenea. Y eso hicimos: disfrutar la naturaleza, el paisaje antes de regresar a la ciudad.
Nos despedimos de las Rocallosas en nuestro camino hacia Edmonton, capital de la provincia de Alberta, donde, antes de partir, fuimos arrasados por el acelere urbano (visita Whyte Avenue, el barrio de moda, lleno de tiendas alternativas como Blackbyrd, con una selección musical contemporánea). Y antes de que la nieve se derritiera en la memoria tomamos el avión de regreso.