Entre lirios, una casita de Madera confiesa la presencia humana: son los cajunes, quienes doman las aguas de Louisiana.
Nueva Orleans es una ciudad extraña. Más inusual todavía es su manía por los cocodrilos, a los que se comen como «deditos empanizados» y cuyas cabezas venden en las tiendas de suvenires.
Días continuos navegando esta gran ciudad y mi duda persiste, ¿A quién se le ocurre comerse uno?
Si la respuesta estaba en los pantanos, habría que visitar uno.
El trayecto es corto, cerca de 35 minutos, pero basta para que el panorama cambie por completo. ¡Adiós civilización! El paisaje es tan prometedor como lo pintaban y para ver cocodrilos no hay que jugar al detective, a los 20 minutos de haber zarpado ya vimos tantos que perdemos la cuenta.
Antes de regresar el guía nos lleva a ver crías de cocodrilo. De pronto saca una red y en cuestión de minutos atrapa a un ejemplar de unos 60 centímetros. Nos advierte, espécimen en mano, que la textura a pesar de verse rugosa y seca es más bien resbaladiza. Luego cierra su dentadura con un pedazo de banda adhesiva y el pequeño cocodrilo empieza a circular por las manos de los osados.
«Les gustan los malvaviscos, son una buena carnada», dice el capitán mientras toma el mando nuevamente.
Atardece y volvemos a la cabaña. Es el momento de cenar y yo, un vegetariano empedernido, prefiero dejarles mi porción de cocodrilo muy agradecido y volver por un aburrido y nada exótico sándwich a la ciudad.