La gran ciudad mítica del Sahara está perdiendo sus grandes monumentos, en nombre de Dios
En 1520, el explorador «León el Africano», uno de los miles de moros expulsados de Granada tras la reconquista de 1492, le entregó al papa León X la descripción de África más detallada de la época.
Ahí dio a conocer la existencia de Tombuctú, una ciudad en medio del desierto del Sahara, capital intelectual del oeste de África, dotada de monumentos como las mezquitas de Sankore, Djingareyber y Sidi Yahya, erigidas gracias a las riquezas del comercio de oro, sal y marfil.
Esta urbe alcanzó connotaciones míticas y numerosos aventureros se propusieron hallarla. No para admirarla, claro está; nunca se buscó El Dorado para protegerlo, sino para saquearlo.
Los ilustrados señores de Tombuctú impusieron la pena de muerte a todo aquel que lograra llegar, y consiguieron mantenerla a salvo durante casi cinco siglos hasta que, en 1893, soldados franceses se apoderaron de ella.
No podían imaginar, sin embargo, que el peligro verdadero para sus tesoros y la gran biblioteca de Tombuctú no vendría de los forasteros infieles, sino de sus correligionarios: en los últimos meses, fanáticos islamistas han conquistado a los musulmanes moderados de Tombuctú y les han impuesto una forma extrema de la sharía, la ley derivada del Corán.
En enero de 2011, entre las grandes dunas del Sahara y los portentosos mausoleos y mezquitas, mis compañeros de viaje y yo fuimos recibidos en Tombuctú con la hospitalidad de los pueblos del desierto, de tuaregs y songhaï.
Nuestra presencia era agradecida porque hoy el escaso turismo es una de las pocas fuentes de ingresos. Del mítico esplendor de Tombuctú sólo quedan los monumentos, ahora amenazados por el extremismo religioso.
Por muchos años, algunos tuaregs se han inconformado porque, tras la descolonización en la década de los años sesenta, su territorio histórico quedó repartido entre varios países.
Además, en la zona actuaban organizaciones islamistas que profesan el salafismo, una secta musulmana radical, contraria al sufismo. El dictador libio Moamar Gadafi reclutó a tuaregs desempleados y en peligro cuando su patrón fue derrotado, y tras escapar al norte de Mali, donde se encuentra Tombuctú, lanzaron una «lucha de liberación nacional».
Derrotaron al ejército maliense, no sin antes aliarse con los extremistas islámicos a quienes, en la victoria, se deshicieron de los tuaregs. El 1 de abril, Tombuctú se encontró bajo el yugo de los salafistas, que castigan el robo con amputaciones de manos y el sexo fuera del matrimonio, con latigazos y lapidaciones, y fuerzan a las mujeres a cubrirse el rostro.
Los fundamentalistas quieren imponer su versión extrema de la religión y eliminar todos los símbolos del sufismo, por lo que se han lanzado a destruir los monumentos de Tombuctú.
Como la bella puerta principal de la mezquita de Sidi Yahya, que según la tradición, sólo debería ser abierta en el «fin de los tiempos»: ahora está hecha astillas. A un lado de ella, en una puerta lateral, hice la foto de un imán (quien dirige la oración colectiva) muy sonriente, vestido de azul, que ahora debe haber tenido que escapar como decenas de miles de refugiados, si no es que ha sido asesinado.
Ante el llamado de la Unesco a respetar Tombuctú, Patrimonio de la Humanidad, los extremistas respondieron «Destruiremos todo mausoleo que haya en la ciudad. Sin excepción. Dios es único. Todo esto está prohibido. Todos somos musulmanes. ¿Qué es la Unesco? Actuamos en nombre de dios«.