Un recorrido por los distintos cayos del archipiélago venezolano de arenas blancas y aguas cristalinas
La primera vez que vi Los Roques desde la ventanilla de una avioneta, supe que querría volver siempre. Desde arriba, la barrera de corales y azules inquieta los sentidos.
Llaman la atención sus matices, sus aires de soledad y el mismo hecho de aterrizar al lado del mar, a sólo pasos del pueblo. Al llegar, la brisa y el calor golpean al mismo tiempo, entonces provoca quitarse los zapatos y comenzar a caminar por esas calles de arena del Gran Roque, la única isla poblada del archipiélago, en las que no hay ruidos que perturben, más que alguna canción saliendo de una de las casas o la risa alegre de algún niño corriendo por ahí con descuido.
Los Roques se resumen en un punto mínimo en el mapa y es, sin esfuerzo, el destino más exclusivo de Venezuela. Fue nombrado Parque Nacional en 1972 para proteger su vida coralina y la belleza de su paisaje.
No debe sorprender, entonces, que sea el tercer Parque Nacional más virgen del mundo y que a él lleguen turistas de todos lados, atraídos por sus azules, por su quietud y su clima tropical durante todo el año.
En un solo día pueden cruzar argentinos, brasileños, mexicanos, alemanes, italianos, ingleses y venezolanos; dejándose llevar por el ritmo que dictan los días en este archipiélago.
Aquí no hay poses, la mayoría camina descalzo y se protege del sol inclemente, una advertencia absoluta y necesaria antes de aterrizar en este rincón a los que muchos atinan llamar ?paraíso?. En el Gran Roque amanece temprano.
Son poco más de 1700 habitantes en esta isla que es la entrada a Los Roques. Allí, el viajero se baja de la avioneta casi rozando el amanecer y lo esperan las olas, la brisa y alguien que lo llevará hasta su posada, para luego partir sin más preámbulos hacia alguno de los cayos.
Hay más de 50 islas para visitar, pero ya muchos vienen con algunos nombres anotados: Los Francisquí, Madrisquí, Crasquí, Cayo de Agua, Cayo Muerto, Cayo Pirata, Cayo Fabián. Entonces, se dejan llevar porque descubren al instante que no hay prisas; que en ese pueblo ?aunque pequeño, pequeñísimo? la vida transcurre con tranquilidad.
Mientras parten a los cayos, los niños entran al colegio. Cuando vuelven, esos mismos niños están jugando futbol o distraídos manipuan las conchas de mar en la orilla.
El viajero no sólo llega a una isla paradisíaca, no. También está llegando a otras vidas.