No es el camino más fácil. Eso sí, la recompensa es enorme.
Llevábamos varias horas en la carretera cuando Diter contó la historia del caballo blanco. No estoy seguro de cómo fue que terminamos hablando de reglas y equinos, de lo que sí me acuerdo es de la cara de incrédulos que pusimos cuando, después de reír, el guía remató su anécdota con un «es en serio».
La historia va sobre Mariano Melgarejo, antiguo presidente boliviano amante de los caballos. Un día se reunió con su contraparte brasileña quien le regaló un caballo blanco hermosísimo. En agradecimiento por tan generoso presente obsequió a los brasileños cinco centímetros de su frontera. Y eso es solo el principio de la locura. No conforme con el gesto, midió los cinco centímetros no en la tierra, no en un mapa, y esos, los cinco centímetros más extensos del mundo, son los que se adjuntó Brasil. Quien sabe si la historia es verídica o es una leyenda, yo aun tengo mis dudas. No porque crea que es mentira, sino porque creo que algo así pudo haber sucedido. En otro momento habría pensado que no, pero después de haber visto una laguna de agua anaranjada, trepado árboles de piedra y caminado por las nubes ¿Qué tiene de inverosimil intercambiar un caballo por cinco centímetros de franja fronteriza en un mapa?
«Cargar con dos botellas de agua, llevar bloqueador para cinco días, lentes de sol y sombrero, no olvidar el documento de identidad…», habían sido las instrucciones. Mientras empacaba, a pocas horas de partir, procesé la otra mitad: «No hay energía eléctrica en los refugios, verifiquen que sus linternas funcionen bien, no hay señal de celular o internet, sólo un teléfono satelital cuyo uso es restringido, lleven aquellos medicamentos que pudiesen utilizar y que no están en el botiquín general». Chamarra, sí; bloqueador, sí; pilas extra para las cámaras, sí. Cerre mi maleta y me acosté. ¿Refugios, teléfonos satelital para emergencias? Esa noche me quedé dormido escuchando a mi mamá repetir una de sus frases favoritas. «Pero querías viajar, ¿no?». Sí, le respondí. Creo que no me escuchó, estábamos a más de 30 centímetros en el mapamundi.
Día 1: La conquista de otro planeta
Llegamos al control fronterizo de San Pedro de Atacama casi al mismo tiempo que el sol. Ahí esperamos a que nos sellaran los pasaportes para salir de un lugar que no tiene entradas ni salidas. La Policía de investigaciones chilena estampó nuestros documentos y regresamos a la camioneta que nos esperaba para continuar el trayecto hacia Bolivia o, en su defecto, a cualquier otro sitio. ¿Cachai? Eso decían nuestros pasaportes.
Media hora y varios metros sobre el nivel del mar después llegamos a Hito Cajón, el sitio donde una línea trazada sobre la tierra marca la frontera entre Chile y Bolivia. Sólo se ve una casita de adobe en la que ondea, no una bandera nacional, sino la altiplánica. A 4,500 msnm así son las cosas, líneas fronterizas que se antojan efímeras. La instrucción es esperar hasta que llegue la camioneta que viene a buscarnos del otro lado, exactamente la misma cosa en la que andamos ahora, pero con placas bolivianas. No debe tardar, dicen, pero es temprano y hace mucho frío.
Así, empezamos la travesía hacia Uyuni.
El primer punto de interés es la Reserva Nacional Eduardo Avaroa, custodiada por volcanes. El paisaje nos transporta a otro planeta. De hecho, creo que al lugar le vendría mejor el nombre Reserva Nacional Viaje al Espacio Exterior. Esta reserva parece Marte. Y no estamos tan equivocados, Diter comenta que, de hecho, la NASA utiliza este suelo para hacer pruebas relacionadas con sus estudios en Marte. Quizás por eso es el parque más visitado en Bolivia , aun con lo retirado que se encuentra sigue siendo más fácil llegar a él que a otro planeta.
La reserva es enorme y no hay caminos trazados. Podríamos pasar los siguientes cinco días perdidos en el trayecto de un lugar a otro, así que el plan es mantenernos juntos y aprovechar el tiempo.
Encuentra el resto de la historia en la edición de septiembre de la revista National Geographic Traveler.
En la imagen principal de este artículo, la Laguna Colorada, en la reserva nacional de fauna andina Eduardo Abaroa. Debe su tonalidad entre rojiza y anaranjada al reflejo del color de sus sedimentos y a las artemias, unos pequeños crustáceos.
Fotografías: Marck Guttman