Una ciudad de torres de piedra caliza se yergue en el occidente de Madagascar. Sus vecindarios, aislados por cañones, tienen cuevas subterráneas.
La lagartija se deslizó con movimientos temerosos sobre la piedra blanqueada por el sol. Luego, la inmovilidad, el cero absoluto, de una criatura cuyo instinto le avisa que la están cazando. Alrededor sólo se ven agujas y columnas dentadas elevándose como torres de una catedral gótica, silenciosa y vacía. Desde el fondo de los cañones, un perico que garre al emprender el vuelo rompe el trance. La lagartija se abalanza. Hery Rakotondravony extiende el brazo con rapidez. Segundos después, el joven herpetólogo abre la mano.
«Creo que esta es una nueva especie».
En los pocos días que habíamos pasado en la reserva y parque nacional de Tsingy de Bemaraha, era la segunda o tercera ocasión que decía eso. En una isla famosa por su biodiversidad (90% de las especies del lugar son endémicas), la zona protegida de 1550 kilómetros cuadrados es otra isla en sí misma, especie de fortaleza biológica, de terreno escabroso, inexplorado en gran parte y casi impenetrable por las impresionantes formaciones de piedra caliza -el tsingy- que la atraviesan.
El enorme bloque de piedra jurásica se ha disuelto en un laberinto de torres filosas como cuchillos, estrechos cañones y cuevas húmedas que rechazan a los seres humanos al tiempo que albergan animales y plantas. A menudo se clasifican nuevas especies halladas en los aislados hábitats de la zona, entre ellos el lémur de John Cleese, ejemplar de piernas largas descubierto en 1990 pero nombrado, un tanto caprichosamente, apenas en 2005, en honor al conservacionista y comediante británico.
Steven Goodman, que ha vivido y trabajado en Madagascar durante 20 años, describe la región como «refugio en el paraíso», un lugar donde aún puede practicarse el tipo de biología que era más familiar hace un siglo.
«Uno puede moverse entre valles y hallar cosas diferentes ?explica Goodman?. Las formaciones del tsingy, en Madagascar, conforman uno de los lugares que albergan tesoros biológicos extraordinarios. Sólo tienes que ir y dar un vistazo».
Lo difícil es ir. En marzo, a finales de las lluvias, justo antes de que las hojas se volvieran marrones y cayeran, y de que el invierno secara los delgados arroyos, el fotógrafo Stephen Alvarez y yo viajamos al parque. Rakotondravony había aceptado guiarnos. Era su cuarto viaje al Tsingy de Bemaraha; es uno de los pocos científicos que han incursionado en el lugar más de una vez. Llegamos a la capital, Antananarivo, justo después de que derrocaran al presidente. Cada pocos días estallaban protestas violentas. El turismo, puntal de la economía, casi se había desplomado. Dejamos la ciudad preguntándonos si nos detendrían. Pero, en el campo, las señales del golpe de Estado se desvanecieron pronto.
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Tardamos casi cinco días en llegar al tsingy. A los tres días, el camino se había averiado en un sendero lleno de profundos baches en medio de depresiones de fango oscuro. Los transbordadores nos llevaron por ríos rojos, por la tierra deslavada tras la deforestación río arriba. Los pueblos se encogían, los automóviles desaparecían y la vegetación paulatinamente se volvía más densa. Emprendimos la caminata para adentrarnos por un sendero en la selva, cerca de un pequeño pueblo. Tras varios meses de lluvia, empezaba la prolongada sequía, cuando muchas criaturas suelen pasar el verano en un solo lugar, esperando a que vuelvan las lluvias. Instalamos nuestras tiendas cerca de un arroyo claro. Nuestra cocina quedó bajo la saliente de un risco que se elevaba por entre las copas de los árboles y que, a mucha más altura, se partía y agrietaba formando las agujas, aletas y torres que dan su nombre al lugar.
En malgache, tsingy significa «donde no se puede caminar descalzo», pero descubrimos que el paisaje exigía mucho más que un par de zapatos resistentes. En varios lugares intentamos explorar con equipo para escalar. El tsingy cortaba equipo y carne con la misma facilidad. En otros lugares explorábamos el laberinto a pie, siguiendo los senderos apenas visibles que usan los lugareños para cazar lémures o buscar miel.
La roca perforaba nuestras botas, agujerando el hule. Solíamos pasar por elevaciones filosas como agujas para descender a superficies de suelo delgado que cubrían rocas aún más serradas. Manteníamos el equilibrio cautelosamente, luego intentábamos calcular qué hacer después.
Éramos afortunados si avanzábamos un kilómetro por día -imaginen tratar de cruzar una ciudad escalando cada edificio y luego bajando por el otro lado-. Nuestro avance lento nos convertía en blancos fáciles de mosquitos y avispas, subrayando lo difícil que es realizar investigación biológica en este lugar. Pero incluso avanzando mucho menos de lo que esperábamos, veíamos centenares de animales y plantas, más de las que podríamos reconocer. En momentos más tranquilos era posible imaginar un millar de lugares donde los seres humanos nunca han estado, donde jamás podrían ir.
Una tarde, al volver de una jornada ardua, húmeda y calurosa, unas enredaderas a lo largo del sendero me hicieron tropezar y mi rodilla derecha cayó sobre una roca pequeña. En mi tierra, Nueva Inglaterra, donde las rocas son más redondas, habría salido con un moretón. Pero era un tsingy en miniatura. Una púa de piedra caliza penetró casi hasta el hueso. Me tomó dos días llegar a un hospital, donde una enfermera limpió la tierra de la herida. «¿Por qué estaba haciendo eso?», preguntó, removiendo un hisopo en el fondo de la herida. Levantó la vista. Yo sudaba. «Creo que usted es un poco tonto», agregó. El tsingy frustra de manera perfecta la ambición humana.
Las formaciones poco comunes de este lugar son un tipo de sistema kárstico, un paisaje creado a partir de piedra caliza porosa que fue disuelta, erosionada y configurada por el agua. Los procesos exactos que dieron forma a un paisaje pétreo de otro mundo, como este, son complejos y singulares; sólo existen unas pocas formaciones kársticas similares fuera de Madagascar. Los investigadores creen que las aguas freáticas se infiltraron en los grandes depósitos de piedra caliza y empezaron a disolverlos a lo largo de grietas y fallas formando cuevas y túneles. Las cavidades crecieron y, con el tiempo, los techos se derrumbaron a lo largo de las mismas grietas, creando cañones rectilíneos llamados fisuras, de hasta 120 metros de profundidad, ribeteados por agujas de roca vertical. Algunas fisuras son tan estrechas que es difícil que una persona pase por ellas, otras son tan amplias como una avenida.
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Al observar el tsingy desde el aire, los pilotos recuerdan los profundos cañones urbanos de Manhattan, donde una línea del horizonte, caótica y angular, desciende sobre una cuadrícula de calles y callejones, edificios y parques, bajo la cual se extiende un sistema circulatorio de tuberías, alcantarillas y túneles del Metro. La metáfora también se aplica a los habitantes del tsingy, porque las formaciones se han convertido en filas parecidas a torres de departamentos, que resguardan una variada selección de especies en cada nivel.
En los tramos más altos hay poca tierra y no es posible protegerse del sol. En estas alturas, las temperaturas a menudo rebasan los 32°C y la vida animal y vegetal se limita a criaturas capaces de resistir la desecación o moverse entre cúspides y cañones. En ranuras y grietas, las lagartijas cazan insectos entre jardines de xerofitas, resistentes a la sequía, cubiertas de espinas y otras plantas cuyas largas raíces se extienden sobre las rocas en busca de agua.
En la parte intermedia del tsingy aparecen más nichos en las paredes de los cañones. Grandes murciélagos frugívoros y oscuros loros vasa viven aquí. En lugares más sombreados, las abejas aseguran sus panales en hoyos en las rocas.
Pero es en el fondo de las fisuras, donde se acumula agua y tierra, que el medio ambiente es más fértil. Allí, entre conjuntos de orquídeas y grandes árboles caducifolios deambula un bestiario: caracoles gigantes, insectos que parecen grillos del tamaño de un puño, grandes camaleones, serpientes color esmeralda y ratas rojas. Por último, bajo la tierra y el lodo hay cuevas y túneles, un sistema subterráneo donde viven y se desplazan peces, cangrejos, insectos y otras criaturas; algunas de ellas nunca suben a la superficie. Esta ciudad amurallada ha protegido a sus residentes incluso cuando otros ecosistemas de Madagascar se han desintegrado. Los científicos lo llaman el refugio perfecto.
Los lémures son las criaturas más conocidas de la isla. En alguna época, sus precursores habitaron en África, pero se extinguieron allí, dejando el continente a otros primates y, en la actualidad, los lémures sólo se encuentran en Madagascar. Sin la competencia que probablemente causó su extinción en otros lugares, evolucionaron en formas de una gran variedad, incluso en especies ya desaparecidas, tan grandes como gorilas y del tamaño de la palma de la mano, como el lémur ratón, el primate vivo más pequeño.
El tsingy también proporciona refugio en una escala menor. Protegido por muros de roca y humedecido por lluvias de temporada, el bosque es muy distinto de la sabana de palmeras al este y de las zonas costeras que lo flanquean por el oeste. Es un residuo de otra era.
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Desde que los primeros seres humanos llegaran a Madagascar, hace unos 2,300 años, casi 90% del hábitat original de la isla ha sido destruido; en su mayor parte fue talado para obtener madera, o derribado o quemado para desbrozar terreno para los cultivos y, en fechas más recientes, para el ganado. Por consiguiente, se cree que se han extinguido muchas de las especies que vivían en la isla.
En el occidente, el tsingy amuralla una gran parte de bosque. La piedra es una barrera contra asentamientos humanos y ganado, que amenaza el hábitat natural de África con sus pezuñas lentas y pesadas y apetito insaciable. El tsingy también actúa como cortafuegos, protege el bosque contra los incendios, tanto naturales como provocados por el hombre.
Una sofocante mañana, Rakotondravony y yo nos adentramos en un denso bosque que revestía el suelo de una fisura. El aire a nuestro alrededor era húmedo, olía a sótanos mojados y, desde el interior del cañón y el bosque, un ritmo pendía en el aire denso: en alguna parte ?entre lo que se oía y se sentía?, el zumbido incesante de mil millones de alas de insectos.
Rakotondravony señaló varias plantas, entre ellas unas seudopalmas con hojas delgadas. Eran una especie común en los bosques húmedos del oriente de Madagascar, pero casi ausente en el occidente de la isla, mucho más seco. Sólo en ese lugar, entre las fisuras, las plantas habían escapado del secante sol y los errantes incendios arrasadores. Las plantas sólo eran un ejemplo. También hay ciertas ranas, agregó, cuyos parientes conocidos más cercanos viven a centenares de kilómetros en los bosques orientales.
Lo difícil del terreno crea refugios aún más diminutos, donde algunas criaturas parecen haber evolucionado en mayor soledad, limitadas a sólo unos cañones dentro del tsingy. El lémur de John Cleese, un lémur ratón, y por lo menos dos camaleones del tamaño de un dedo meñique, del género Brookesia -algunos de los más pequeños del mundo-, ilustran este tipo de microendemismo, donde la evolución ha adaptado específicamente animales a nichos estrechos.
Brian Fisher ha viajado a la región tres veces para entender cómo se formaron esos refugios y cómo han influido en la vida dentro de ellos. Mediante análisis de ADN, compara hormigas de la región del tsingy con unas del oriente de Madagascar, con la esperanza de precisar exactamente cuándo se aislaron las hormigas y los bosques. Los resultados arrojarán pistas sobre cómo evolucionan los animales una vez que se aíslan de otras poblaciones, y si reaccionan al cambio climático sólo retirándose a los refugios o desarrollando también nuevas características. Las respuestas, señala Fisher, podrían tener implicaciones para el futuro, ya que la actividad humana debilita los hábitats y cambia el clima del planeta.
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Como es lejano y prácticamente impenetrable, al parecer hay menos probabilidades de que el desarrollo amenace su ecosistema de lo que lo haría un cambio en el clima regional. Humedad más baja, menores precipitaciones y mayor acidez de la lluvia; cualquiera de estos elementos podría dañar los bosques, hasta la misma piedra.
«Me pregunto cuánto tiempo podrán sobrevivir estos bosques residuales ?reflexiona Fisher?. Podrían desaparecer dentro de muy poco. Es una fortaleza, pero es vulnerable».
En uno de mis últimos días en el tsingy, me paré en una plataforma de observación escudriñando la extensión de cúspides y agujas. La plataforma había sido construida varios años antes para los turistas, pero dejaron de venir. El golpe de Estado los había ahuyentado. Eran malas noticias para el parque, ya que la mitad de su presupuesto procede de los ingresos generados por el turismo. En abril de 2008 hubo 147 visitantes en el Tsingy de Bemaraha; durante el mismo mes en 2009, después del golpe, habían ido 12.
No lejos del lugar, sifakas en tropel brincaban en la parte superior de las cúspides, saltando por encima de profundos cañones y posándose sobre navajas de roca. Con su brillante pelaje blanco, los lémures parecen criaturas polares abandonadas en los trópicos. Se desplazan por uno de los paisajes más formidables del mundo como si no existieran las leyes físicas, como si fueran argumentos creados por criaturas menos ágiles para hallar una explicación a su propia torpeza.
Los sifakas desaparecieron con la luz. Los loros se elevaron en una trayectoria en arco, rebasando a grandes murciélagos silenciosos. En los cañones, abajo, el bosque se allanaba en una mancha gris. Descendimos y nos encaminamos al campamento, dirigiendo la luz de las lámparas que llevábamos en la cabeza hacia los árboles. Miles de ojos brillaban en la oscuridad, gemas verdes y anaranjadas, los ojos de los lémures nocturnos conocidos sólo en este lugar, de gecos con pieles tan suaves e iridiscentes como las de una trucha, de grandes arañas y polillas, con cuerpos tan finos como sombras. La noche en sí misma era un refugio, una especie de continente temporal, rodeando la ciudad de piedra y sus criaturas, a las descubiertas y a las que nadie ha visto jamás.
Este reportaje corresponde a la edición de Noviembre de 2009 de National Geographic.