Prácticamente ajenos al contacto humano, los chimpancés del Triángulo de Goualougo, en el Congo, muestran una gran curiosidad por nosotros.
Hace unos cuantos años, mientras establecían un campamento en la profundidad de la selva tropical congolesa, Dave Morgan y Crickette Sanz escucharon a lo lejos a un grupo de chimpancés machos vocalizando estridentemente. Los gritos se hicieron más fuertes y pudieron percatarse de que el grupo se movía rápidamente por las copas de los árboles.
Se dieron cuenta de que los chimpancés se dirigían al campamento. Entonces, el bosque quedó en silencio. Pasaron unos cuantos segundos antes de que Sanz y Morgan escucharan un suave «uuh» proveniente de un árbol casi encima de ellos. Alzaron la mirada y vieron a un asombrado chimpancé adulto atisbando hacia abajo.
Cuando los chimpancés en estado salvaje se encuentran con humanos, por lo general huyen atemorizados, algo comprensible pues la relación entre ambas especies ha sido a menudo de presa y depredador. Esta reticencia a los humanos constituye una de las causas por las que resulta tan difícil la investigación de los chimpancés en estado salvaje. Antes de que los animales puedan siquiera ser estudiados, tienen que aprender a no huir al ver a una persona, proceso de habituación que requiere muchos años de rastrear diligentemente a los animales a través de la selva.
Algo que no se espera de los chimpancés que no se han acostumbrado a la presencia de los humanos es que cuando se topan con estos llamen a todos sus amigos. Pero eso es exactamente lo que sucedió. Otro chimpancé apareció unos momentos después. Luego un tercero. Y un cuarto. Un frenético griterío cubrió las copas de los árboles. Quizá Morgan y Sanz hayan sido los científicos, pero eran los chimpancés los que se comportaban como si hubieran hecho un gran descubrimiento. El grupo se sentó en las ramas de los árboles por encima del campamento durante toda la tarde, mirando entusiasmados cómo se encendía un fuego, se armaban las tiendas de campaña y se preparaba la comida.
«Pensé que eso es lo que los leñadores deben haber visto por toda África central, y los cazadores furtivos les dispararon a todos», dice Morgan, conservacionista de 40 años de Lincoln Park Zoo y de Wildlife Conservation Society (WCS). Morgan ha pasado la mayor parte de los últimos 10 años viviendo con Sanz en la zona de estudio del Triángulo de Goualougo, protuberancia inmaculada de 380 kilómetros cuadrados de selva de tierra baja entre los ríos Ndoki y Goualougo en el norte de la República del Congo. Él y Sanz estaban impresionados por la cercanía del encuentro, pero empezaron a preguntarse cuándo terminaría. Estaba oscureciendo. ¿Dónde irían a anidar los chimpancés?
«Seguramente establecieron sus guaridas justo sobre nuestras tiendas ?comenta Morgan?. Me parecía sensacional, pero nuestros rastreadores dijeron: «De ninguna manera, hombre, son muy malas noticias». Durante toda la noche, los chimpancés chillaron entre los árboles, rompieron ramas, orinaron y defecaron sobre las tiendas y arrojaron trozos de madera a los miembros del equipo.
@@x@@
Cuando las historias de los chimpancés «curiosos» del norte del Congo ?no corrompidos por encuentros desagradables con humanos y al parecer totalmente ignorantes de nuestra existencia? se difundieron por primera vez en esta revista en 1995, varios primatólogos se rieron. «La gente dijo: ?Curiosidad, mmm…, ¿cómo defines eso?? ?comenta Sanz, de 34 años?. Pobre Dave, cuando me habló por primera vez acerca de estos chimpancés, tampoco le creí». Aunque había anécdotas dispersas de simios intrépidos de África central, que seguían a los exploradores por la selva y se comportaban como si nunca antes hubieran visto a un humano, era difícil creer que hubiera una selva llena de ellos.
Sin embargo, el Triángulo de Goualougo y el extenso y deshabitado Parque Nacional de Nouabalé-Ndoki, del que el Goualougo forma parte, son tan remotos e inaccesibles que han permanecido prácticamente ajenos al contacto humano. El asentamiento más cercano, una población de pigmeos bantú-bangombé de 400 habitantes llamada Bomassa, está a 50 kilómetros. Aquí no hay cazadores furtivos ni taladores, ni siquiera alguien que pase por allí. Originalmente, WCS, que coadministra con el gobierno congolés dos de los parques nacionales del Congo, tenía la esperanza de dejar el Triángulo de Goualougo totalmente intacto, como una especie de reserva dentro de la reserva, vedada incluso a la influencia corruptora de la ciencia. Pero esa expectativa cambió durante la guerra civil del Congo en 1977, cuando la Congolaise Industrielle des Bois (CIB), compañía forestal con derechos de tala en la vecina concesión de Kabo, construyó un dique para transportar madera a lo largo del río Ndoki, unos cuantos kilómetros al sur de su confluencia con el río Goualougo.
«Teníamos que adelantarnos a las compañías madereras aquí», dice Morgan. En 1999, partió caminando rumbo al Goualougo con un solo asistente congolés e instaló uno de los sitios de investigación sobre grandes simios más remoto del mundo.
Si Morgan fue capaz de perseverar en medio de la nada, en condiciones espartanas y con un soporte logístico mínimo, tuvo mucho que ver con Sanz, quien viajó al Goualougo en 2001 y ha sido su compañera desde entonces, tanto en la ciencia como en la vida. Cuando visité el Triángulo en 2008, quería ver qué había sido de ese paraíso y de sus supuestamente ingenuos habitantes. El Goualougo sigue siendo un país de las maravillas para primates, con una asombrosa densidad tanto de gorilas como de chimpancés. Cosas que no se han observado en ninguna otra parte de África suceden aquí, y con frecuencia. Morgan y Sanz han observado chimpancés y gorilas mordisqueando fruta precisamente en el mismo árbol. Han visto chimpancés ahuecando las manos y golpeándose el pecho, como si imitaran a sus vecinos gorilas. Pero el hallazgo más espectacular en el Goualougo durante los pasados siete años es una comprensión ampliada de lo que sólo podría llamarse cultura chimpancé, la tradición de utilizar un complejo «juego de herramientas». Después de una década de estudio realizado con determinación por Morgan y Sanz, la historia del Goualougo ya no es sobre lo poco que los chimpancés nos conocen, sino más bien sobre cuánto sabemos ahora de ellos.
En una mañana pegajosa de septiembre, al principio de la temporada de lluvias, en el Congo, Morgan, Sanz y yo partimos al amanecer del campamento base de Goualougo junto con nuestro rastreador, Bosco Mangoussou, y empezamos a bajar por uno de los senderos trillados de elefantes en el interior de la selva. La inmensa variedad de frutas ?más de dos docenas de especies comestibles que van desde la Treculia africana (fruta del árbol del pan), del tamaño de una calabaza, hasta la gomosa Chrysophyllum lacourtiana, del tamaño de una toronja? es lo que hace del Goualougo un hábitat tan atractivo para los chimpancés. Esa mañana nuestro destino era el territorio principal de la comunidad moto, uno de los 14 grupos de chimpancés que tienen su hogar en el Triángulo.
De manera periódica, el sonido de un distante jadeo-silbido atraviesa la selva. Cuando eso sucede, Morgan establece el rumbo con su brújula y partimos a toda velocidad. Mangoussou, pigmeo babenzelé que apenas alcanza el metro y medio de estatura y tiene la boca llena de dientes cincelados en puntas filosas, guía el camino. Después de una carrera de cinco minutos, avistamos una media docena de chimpancés plácidamente trepados en un árbol del género Entandrophragma de alrededor de 40 metros de alto.
Observamos con binoculares cuando una hembra subadulta juguetona, inmigrante reciente en la comunidad moto, juega con Owen, un huérfano joven a cuya madre la había matado recientemente un leopardo. La hembra (Morgan y Sanz amablemente la nombraron más tarde Dinah, en honor de mi esposa) persigue a Owen y lucha con él sobre una rama cercana. Entonces sucede algo extraordinario. Dinah avista una nube de abejas meliponinas saliendo de un agujero cerca del tronco principal del árbol. Se incorpora, deja atrás a Owen y arranca una rama de aproximadamente el grueso y largo de un brazo humano. Con el extremo romo empieza a azotar con fuerza la corteza. Sabe que en alguna parte dentro de una hendidura de difícil acceso está una colmena con un pequeño almacén de miel.
@@x@@
Se pasa el palo al pie y gira hacia el otro lado del tronco para tener un mejor ángulo. Posteriormente arranca una vara pequeña de una rama cercana, la introduce en la colmena y la hace girar. La saca, la olfatea, nota que no hay miel en ella, la tira y empieza otra vez a golpear. Repite el procedimiento, usando y descartando siete diferentes varas. Finalmente, después de unos 12 minutos de martillear la poco cooperativa colmena, Dinah hunde sus dedos en una grieta y, al parecer, saca un ligerísimo toque de miel, que va directamente a su boca. Pero justo cuando está empezando a disfrutar los frutos de su trabajo, Finn, el macho alfa y bravucón residente de la comunidad moto, baja de una rama cercana con el pelo erizado, al parecer ofendido porque una joven advenediza está disfrutando de un dulce manjar en su presencia. Embiste a Dinah, que suelta su vara y huye a otra rama. Morgan y Sanz chocan las palmas en señal de triunfo. «¡Es una de las mejores observaciones de golpeteo en busca de miel que alguien jamás haya hecho!», exclama Sanz eufóricamente.
El que ese golpeteo en busca de miel no haya sido observado en otros sitios de investigación sobre chimpancés fuera de África central sugiere que no forma parte del repertorio conductual innato de la especie, sino que más bien se trata de una habilidad aprendida que se ha transmitido culturalmente. Parte de lo que hace tan intrigante el comportamiento de Dinah es que haya utilizado sucesivamente dos herramientas diferentes ?un palo grande y una vara delgada? para lograr su objetivo. Esta no es la única forma de uso serial de herramientas en el Goualougo. En el preciso momento que observábamos a Dinah atacar la colmena de abejas, una cámara remota, colocada cerca de un montículo de termitas a un kilómetro, grabó a otra chimpancé hembra, llamada Maya, matrona de la comunidad moto, ocupada en lo que es quizá el uso serial de herramientas más complejo realizado por un animal no humano.
Maya llega al montículo de termitas, una estructura bulbosa, dura como piedra, que la triplica en altura, llevando en la boca varios tallos que utilizará para pescar a sus ocupantes ricos en calorías. Primero introduce una vara gruesa en un agujero del termitero y lo agranda moviendo vigorosamente la vara. Luego toma un tallo flexible y delgado que arranca de una planta Sarcophrynium cercana. Se sabe de chimpancés en otras partes de África que pescan termitas con implementos como este, pero Maya va un paso más allá y modifica la herramienta. Pasa lentamente por sus dientes los últimos 15 centímetros del tallo para crear una punta deshilachada húmeda, como una brocha, y la jala a través de su puño cerrado para enderezar las cerdas. Introduce entonces el tallo con punta de brocha en el mismo agujero, lo saca y mordisquea unos cuantos bichos que cuelgan de las puntas deshilachadas.
Lo que resulta tan extraordinario de esta vara de pescar es que representa un refinamiento. No es sólo que algún chimpancé astuto se haya dado cuenta de que podía partir el tallo de una planta y utilizarlo para pescar termitas ?un descubrimiento bastante impresionante por derecho propio?, sino que otro chimpancé haya ideado una manera de hacerlo mejor. Y la punta de brocha no es simplemente una mejora trivial. Morgan y Sanz han ensayado pescar termitas ellos mismos, tanto con tallos no modificados como con los de punta de brocha, y encontraron que pescaban 10 veces más termitas con la herramienta deshilachada. Nunca sabremos cómo empezó la cultura humana, pero tiene que haber sido algo similar a esto: un descubrimiento sencillo basado en otro.
«El Goualougo es quizá el único lugar en nuestro planeta donde tendremos alguna vez la oportunidad de ver lo que realmente es la cultura chimpancé ?dice J. Michael Fay, conservacionista de WCS que ayudó a establecer el Parque Nouabalé-Ndoki?. Noventa y cinco por ciento de los chimpancés de la Tierra no vive así a causa de los humanos». En el Parque Nacional de Kibale y en la Reserva Forestal Budongo, dos de los más importantes sitios de estudio de chimpancés en Uganda, cerca de un cuarto de la población presenta heridas por trampas. En Gombe, el sitio de Tanzania del que fue pionera Jane Goodall, sólo quedan alrededor de 100 chimpancés y están rodeados de humanos.
Esta es una idea poderosa e inquietante: ¿y si en todas partes los científicos que han creído que observaban chimpancés en su estado natural realmente han estado estudiando su comportamiento distorsionado por la presencia de los humanos?
Los chimpancés son criaturas muy adaptables. Pueden salir avante tanto en las selvas del Congo como en los secos linderos de la sabana de Senegal. Los humanos no necesitamos talar por completo las selvas para que nuestra presencia distorsione el comportamiento de los primates. Morgan y Sanz han propuesto una hipótesis sorprendente: con menos montículos y, por consiguiente, menos oportunidades para que los chimpancés jóvenes aprendan de sus mayores las técnicas instrumentales, la cultura chimpancé podría disminuir lentamente y desaparecerían los comportamientos complejos aprendidos. La pareja tendrá pronto la oportunidad de probar su hipótesis. En los próximos años, la CIB probablemente iniciará operaciones de tala en un sector de la selva llamado Zona C, justo al este del río Goualougo. Anticipándose a esto, el equipo de investigación ha realizado desde 2002 rigurosos estudios de transectos en la Zona C, a fin de obtener una imagen clara, de antes y después, sobre cómo afecta la tala el comportamiento de los chimpancés.
@@x@@
La Zona D, área al oeste del Triángulo que CIB empezó a talar hace cinco años, ofrece una vista previa de lo que podría pasar en la Zona C. «Era una selva hermosa en 2004», explica tristemente Morgan cuando bajamos de nuestras piraguas a la tierra seca de la Zona D. Es evidente que estamos entrando en un ambiente totalmente distinto. Atravesamos uno tras otro caminos fangosos para taladores, algunos tan amplios como una calle de dos carriles, bordeados por raíces bocarriba y restos de madera en descomposición.
La operación de tala de CIB cumple las normas más exigentes de la industria respecto a sustentabilidad y responsabilidad ambientales. «Es la mejor compañía maderera de África central ?puntualiza Paul Telfer, jefe del programa de WCS-Congo?. Preferiría que no se talara, pero si debe haber una compañía maderera junto al parque, querrías que fuera CIB».
Con todo, se han causado estragos selectivamente en el paisaje, y los chimpancés no aparecen por ningún lado. Hace apenas seis años, los simios que Morgan y Sanz encontraron en la Zona D eran en su mayoría ingenuos. Ahora, cuando perciben el olor de humanos, se esconden o huyen. Han aprendido a temernos.
La mayoría de los poco más de 400 chimpancés que Morgan y Sanz han encontrado en el Goualougo ya no muestra la misma curiosidad que antes. Cuanto más tiempo pasan aquí los investigadores, y más desmitifican las maravillas de esta selva primitiva, más escasos se han vuelto los encuentros inocentes. Estudiar y conservar a estos chimpancés inevitablemente significa cambiarlos.Sin embargo, el Triángulo es sólo un pequeño rincón de una extensa selva prácticamente inexplorada. Antes de abandonar el Goualougo, realicé una excursión al extremo sur con Morgan y Sanz para pasar dos noches acampando en el hogar territorial de la comunidad mayele, cerca de la confluencia de los ríos Goualougo y Ndoki. Aquí, en una parte de la selva que Morgan y Sanz sólo visitan de vez en cuando, encontramos un chimpancé ingenuo.Tan pronto como nos vio, empezó a gritar histéricamente, esquivando ramas para tener una mejor vista. Morgan bajó su mochila y en silencio sacó una mira telescópica y la usó para obtener una vista más cercana. «Ese chimpancé nunca ha visto a un humano», me dijo.
El joven macho fustigó con violencia una liana, en una exhibición de bravuconería juvenil, luego lanzó unas cuantas varas en nuestra dirección para ver cómo respondíamos. Al poco rato, sus gritos atrajeron a otros chimpancés y un total de siete se unieron a él en las ramas arriba de nosotros, mirando embelesados a los simios lampiños erectos que estaban en el suelo de la selva.
Con cautela y sin desviar su mirada, los chimpancés se iban acercando poco a poco hasta que finalmente el más joven se sentó en una rama a menos de 10 metros de nosotros. Sanz nos pasó a cada uno un tapabocas quirúrgico; para proteger a los chimpancés, no a nosotros. «¡Y hablamos de conducta inadaptada!», susurró Morgan con una risita. Retrocedimos un poco y pasamos varias horas con nuestros ojos fijos en los suyos: observándolos a ellos observándonos a nosotros observarlos. Finalmente, tuvimos que marcharnos. Había más selva que explorar, más chimpancés que encontrar. Nuestra curiosidad se agotó antes que la suya.
Este artículo corresponde a la edición de Febrero 2010 de National Geographic.