En un atardecer en el norte de Italia, más allá de los muros de una fortaleza del siglo XVI, la cordillera de los Dolomitas se erigía resplandeciente.
Messner, el mago del alpinismo
En un atardecer en el norte de Italia, más allá de los muros de una fortaleza del siglo XVI, la cordillera de los Dolomitas se erigía resplandeciente. En el interior del recinto, Reinhold Messner, el mejor alpinista del mundo, creaba una montaña. Bajo su vigorosa dirección, una excavadora transportaba rocas pesadas y las depositaba en una artística pirámide que se convirtió en una pequeña montaña.
«Esta es Kailas, una de las montañas más reverenciadas», dijo Reinhold mientras la excavadora llenaba el aire de polvo dorado. Era obvio que se regocijaba con la escena, con todo lo que veía. No era sólo la satisfacción de ver la montaña más sagrada del Tíbet naciendo en miniatura bajo su supervisión, sino también, creo yo, el placer por el escándalo y el caos y el polvo y la absoluta improbabilidad de su labor.
La instalación de Kailas es uno de los tantos elementos extravagantes e inspirados que llenarán su nuevo Museo de Montaña Messner, cuyo tema será «Cuando los hombres y las montañas se encuentran». Reinhold Messner se ubica en lo que él mismo denomina la Etapa Seis de su ya destacada vida.
No parece añorar la Etapa Uno, cuando era miembro de la élite de escaladores de roca, o la Etapa Dos, cuando sin duda era el mejor alpinista de grandes altitudes del mundo. Hoy en día, a sus 62 años, sigue siendo fácilmente reconocible en un gran número de fotografías publicitarias tomadas a lo largo de los últimos tres decenios: aunque su cabellera es más larga y más canosa que antes, se mantiene delgado y en plena forma.
Su rostro suele alternar entre dos expresiones características. La primera, una mirada de fiera intensidad, la cual, al combinarse con sus cejas pobladas, su barba y cabello abundante, le dan un aire de autoridad semejante a la que inspiraría el propio Zeus.
Esta era la expresión en su rostro mientras movía su montaña. La segunda es su típica sonrisa, el acto reflejo donde muestra sus blanquísimos dientes detrás de la barba, gesto que muestra por igual a amigos y enemigos, como la sonrisa de un cocodrilo.
Esta es la que porta ahora, al anticipar el clímax de la noche inaugural en el Museo Messner: una explosión violenta, que simularía la erupción de un volcán y que desgarraría la noche dentro de las murallas del castillo. «Habrá muchas llamas y humo -dice sin ocultar el placer-, debe ser en la noche para que todo el pueblo de Bolzano los vea».
Hace una pausa para saborear la imagen de una explosión de fuegos artificiales que para los espectadores parecerá un accidente catastrófico. «Entonces mis amigos dirán: ‘Es una pena’, y mis enemigos: ‘Vaya, qué bien, ya era hora’». Para quienes no son alpinistas puede resultarles difícil entender la magnitud y grandeza de los logros de Reinhold Messner.
Algo de historia podría poner las cosas en perspectiva: en su ascenso, junto a Peter Habeler, al Hidden Peak (Pico Escondido) -la cumbre de 8,068 metros del Gasherbrum I, uno de los gigantes del Himalaya-, prescindieron de la parafernalia tradicional del alpinismo de grandes altitudes, que incluye un equipo de porteadores, campamentos, cuerdas ?jas y oxígeno. Esta expedición es considerada un hito en el montañismo moderno y estableció nuevos estándares en este deporte.