Los habitantes de Amerli, cercados por tropas del estado islámico, planeaban un suicidio colectivo.
«¡Bienvenidos, bienvenidos! ¡Alá os bendiga por salvarnos la vida! ¡Bienvenidos!». Cientos de personas se agolpan en la polvorienta carretera que atraviesa la ciudad de Amerli, a unos 150 kilómetros al norte de Bagdad, para dar la bienvenida a las tropas del ejército iraquí, a los milicianos de Ejército del Mahdi (paramilitar y disuelto) y a los peshmergas kurdos.
El convoy humanitario, formado por pick-up y camiones repletos de comida y agua, se adentra por las calles de la ciudad. Desde lo alto varios soldados comienzan a lanzar botellas de agua a los más pequeños, que corren junto a los coches de los libertadores. La escena se asemeja a la de los norteamericanos entrando en París tras liberarla de los nazis.
«Pensamos que jamás veríamos llegar este día. Temimos por nuestra vida. Y vivimos con mucho miedo durante los 80 días de asedio», afirma Ainur Mohammad. La mujer mira, junto con cinco de sus hijos, las escenas de alegría de sus vecinos y sus ojos se coagulan. «Han sido dos meses angustiosos. Mi marido y yo pensamos en acabar con la vida de nuestros hijos si los yihadistas entraban en Amerli. Queríamos impedir que les decapitaran o les fusilaran como han hecho en Mosul», comenta la mujer angustiada y a la vez aliviada.
Los disparos al aire se convierten en la banda sonora de la triunfal caravana. No hay ningún habitante de esta ciudad que no esté celebrando la histórica victoria en la calle. Varios vecinos les dan agua, les fotografían y se abrazan y besan con los soldados. Los uniformados agradecen las muestras de cariño. «Hemos limpiado de terroristas todos los pueblos de alrededor de Amerli consiguiendo que se retiraran. Esta batalla es la primera gran victoria para nosotros, pero no será la última», asegura el capitán de las fuerzas peshmergas Nooraddin Sabir.
La pesadilla comenzó hace 80 días, cuando tropas del Estado Islámico cercaron este pueblo, y con él a sus 17,000 habitantes -de mayoría turcomana chií- con la intención de seguir su imparable avance hacia la localidad de Kirkuk, a tan solo 55 kilómetros de Amerli. Tras la toma de Mosúl, la segunda ciudad de Irak, el terror se apoderó de los vecinos de Amerli, quienes días antes de la liberación firmaron un pacto por el que cometerían un suicidio colectivo si los islamistas radicales llegaban a poner un solo pie en la aldea. Hubieran preferido arrancarse la vida con sus propias manos que morir en una ejecución sumaria o convertirse en esclavos.
Con lo que no contaban los yihadistas era con la feroz resistencia que presentarían los habitantes de la ciudad. Los habitantes de Amerli, en su mayoría granjeros y campesinos, optaron en junio por abandonar sus campos y empuñar las armas. Cada hombre se convirtió en soldado y cada soldado se convirtió en la última línea de defensa entre los yihadistas y los civiles que se escondían en retaguardia.
«Mi padre me dio un arma y me llevó con él al frente de batalla para defender a mi familia», comenta el joven Ali Wasam. Con tan solo 14 años, este muchacho sabe lo que es combatir a las huestes del Estado Islámico y vivir para contarlo. «Los tanques no dejaban de disparar contra nuestras posiciones. Había muchos francotiradores, pero nunca tuve miedo porque sabía que si me rendía matarían a mi madre y a mis hermanos y eso es lo que me dio fuerzas para continuar luchando», cuenta mientras su padre lo mira con orgullo.
El cerco a la ciudad se alargó durante 80 días. Durante las primeras semanas los convoys de ayuda del ejército iraquí lograban abastecer la ciudad hasta que la carretera cayó en manos de los islamistas y los habitantes de Amerli quedaron a la expensa de las pocas reservas de alimentos y de agua potable que habían conseguido reunir.
«Poco a poco la comida se fue acabando y también el agua. Los convoys dejaron de venir y alguna vez algún helicóptero lanzaba alimentos desde el aire», recuerda Um Ahmad. La anciana, de 70 años, perdió a un nieto por inanición. «Tuvimos que beber agua estancada. Agua de los charcos. Muchos no lo lograron superar y acabaron dejándose morir», recuerda.
«Estuvimos más de 50 días sin agua potable, sin electricidad, sin harina para hacer pan. Comíamos un poco de arroz y solo una vez al día. Estábamos al límite de nuestras fuerzas», cuenta también Um Yosef, una mujer que se acerca al camión del agua. Dos soldados le entregan una caja con 12 botellas. Una enorme sonrisa inunda el rostro de la mujer cuyas lágrimas comienzan a florecer. «Lloro de alegría, porque estoy viva y porque pensé que iba a morir».
Los vecinos de Amerli se agolpan en los convoys que portan ayuda humanitaria. Agua. Comida. Se producen empujones. Golpes. Los soldados tienen que poner paz para que la situación no pase a mayores. La tensión se palpa, y sobre todo los estómagos rugen con fuerza: llevan más de dos meses llorando con rabia y dolor.
El domingo, tropas del ejército iraquí, las brigadas Salaam (una milicia chií que reclutó a miles de combatientes con la misión de socorrer a sus camaradas) y los peshmergas lograron romper el cerco islamista con apoyo de la aviación norteamericana lanzando una feroz ofensiva que se alargó hasta el lunes siguiente. Dos días de combates para lograr la primera gran victoria sobre el Estado Islámico, quienes tienen en su poder una tercera parte del país desde el pasado junio.
Esta es la primera victoria de las tropas iraquíes. «Estoy muy orgulloso de mis soldados. Resistieron como unos auténticos héroes. Los libros de historia narrarán esta gran batalla, como la primera contra los terroristas», afirma el coronel Mustapha Hussein, quien comandó a las tropas en Amerli durante todo el asedio.
Tras esta importante victoria, las tropas iraquíes y los peshmergas kurdos intentan ganar posiciones alrededor de la ciudad de Kirkuk tratando de impedir que los islamistas se hagan con la ciudad y prosigan su avance por el norte del país.