Tras los desastres del 11 de marzo, se ordenó a decenas de miles de personas que dejaran sus hogares en las inmediaciones de la planta nuclear dañada; sus huellas quedaron grabadas en el fango.
Lo triste del pueblo de Namie es que nada parece estar mal. Las praderas verde-azuladas lucen exuberantes. Las corrientes suaves de los ríos Takase y Ukedo brillan bajo el sol. La barbería, la estación del tren y el restaurante de puerco frito parecen listos para abrir, a un universo de distancia del caos y la destrucción a gran escala que se observa en las poblaciones más al norte de la costa.
En las prefecturas de Miyagi e Iwate, los relojes, devueltos a la costa por las corrientes, se detuvieron aproximadamente a las 3:15 p.m., cuando el tsunami se tragó comunidades enteras; en el humilde pueblo pesquero de Namie, los relojes aún hacen tictac.
Namie es uno de los cinco pueblos, dos ciudades y dos aldeas parcial o totalmente dentro de un radio de 20 km de la planta nuclear de Fukushima Daiichi, decretada zona de exclusión por el gobierno. Como todas las poblaciones en la zona de exclusión nuclear, esencialmente ha dejado de existir.
De sus 21 000 habitantes, 7 500 se han esparcido por todo Japón. Otros 13 500 viven en refugios temporales de la región de Fukushima. Están entre los más de 70 000 «refugiados nucleares». La desaparición de facto de Namie comenzó en las horas caóticas que siguieron al terremoto del 11 de marzo.
Namie tiene forma de corbatín y se extiende al noroeste de Fukushima Daiichi. Alentados por las noticias televisivas del accidente nuclear en progreso y las autoridades locales, los pobladores se dirigieron a la zona montañosa en el centro del corbatín.
Huir a las montañas es parte de un instinto de supervivencia japonés condicionado por siglos de tsunamis, pero resultó terrible en este caso. Los residentes huyeron a contracorriente de una nube de aire llena de escombros radiactivos. Se apiñaron en refugios con escasez de alimentos hasta el día 15, luego que otra explosión los hizo huir más al oeste, a la ciudad de Nihonmatsu.
«El pueblo olvidado» fue como la edición de julio de la popular revista Bungei Shunju describió a Namie, el cual nunca recibió la orden oficial de evacuar, incluso cuando las explosiones de hidrógeno de las unidades 1 y 3 esparcieron partículas tóxicas alrededor de la zona de Fukushima.
«No fuimos olvidados -dice Naka Shimizu, asistente del alcalde-, fuimos ignorados». Envueltos con máscaras y trajes protectores blancos, en raras ocasiones los habitantes son transportados a la zona para supervisar sus casas y recoger objetos de valor.
Los viajes son cortos -de dos a tres horas- para minimizar la exposición a la radiación. Junko y Yukichi Shimizu, quienes compartían su casa con la familia de su hijo, que incluye un nieto de dos años, están abrumados mientras se mueven lentamente dentro de su espacioso hogar.
El 26 de julio pasé media hora con la pareja. Yukichi, de 62 años, desalentado, sella con cinta adhesiva las ventanas, mientras observa su amado jardín, ahora deteriorado. Junko, de 59, sacude el polvo del altar budista de la familia y reúne los escasos objetos pequeños que tienen permitido sacar de la zona: fotografías, medicinas herbolarias chinas, el kimono de su hija.
Deja atrás sus tablillas conmemorativas budistas. «No hay nadie más que se quede a proteger nuestra casa», dice. Simples oficinas provisionales en Nihonmatsu son ahora el ayuntamiento de Namie. Sus autoridades continúan expidiendo certificados de nacimiento, siguiendo la pista a su creciente número de pobladores esparcidos y consultando expertos acerca del cesio radiactivo que ha vuelto inhabitables los 222 kilómetros cuadrados de Namie.
No se permitirá el regreso de los habitantes en un futuro cercano y el gobierno está desarrollando planes para adquirir sus casas. Mientras los suaves rayos del atardecer iluminan con un brillo cálido el paisaje del centro del pueblo, una brisa oceánica refrescante hace ondear nuestros sofocantes trajes Tyvek.
Por instantes es posible olvidar que el contador Geiger ha registrado un nivel casi 600 veces la radiación normal, a unos cuantos kilómetros adelante sobre la ruta 6. Yukichi Shimizu, que cultivaba arroz y trabajaba en la construcción, nos dice con voz lastimera mientras contempla su pueblo natal, bello pero sin vida: «¿Realmente sería tan inseguro vivir aquí?».