Quizá no tengamos toda el agua que queremos, pero podemos tener la que necesitamos.
Louise Pape, que vive en la parte alta del desierto de Nuevo México, se baña tres veces a la semana, al estilo militar: se moja, cierra el agua, se enjabona, se enjuaga y sale. Reutiliza sin lavar el mismo vaso para beber durante días, guarda el agua del lavado de trastes para las plantas y la que quedó de la regadera para el retrete.
Cuando la mayoría de estadounidenses utiliza 380 litros de agua al día, Pape usa sólo unos 38.»Conservo el agua porque siento que el planeta está muriendo y no quiero ser parte del problema,» explica.
No se necesita ser un ambientalista tan comprometido como Pape para darse cuenta que los días de agua abundante y barata se acercan inexorablemente a su fin. Sin embargo, el planeta está lejos de morir de sed. «Resolver nuestros problemas de agua es inevitable -dice Meter Gleick, presidente del Instituto Pacific, institución ambiental no partidista-. El meollo está en cuánto dolor podemos evitar en el camino hacia donde queremos estar».
Desde el punto de vista de Gleick, tenemos dos formas de avanzar. Las soluciones del camino difícil se enfocan casi exclusivamente en cómo desarrollar nuevos suministros de agua tales como presas gigantes, acueductos y tuberías que lleven el agua a grandes distancias.
Gleick se inclina por el camino suave: un enfoque amplio que incluya conservación y eficacia, infraestructura a nivel comunitario, protección de ecosistemas acuáticos, administración a nivel de las divisorias de aguas en lugar de límites políticos y una economía inteligente.
Hasta mediados de los ochenta, la ciudad de Albuquerque, unos 100 kilómetros al suroeste del hogar de Pape en Santa Fe, incluso ignoraba felizmente que debía seguir un camino. Los hidrogeólogos creían que la ciudad se asentaba sobre una reserva subterránea «tan grande como el lago Superior», dice Katherine Yuhas, directora de conservación de la Autoridad de Abastecimiento de Agua del Condado de Bernalillo, en Albuquerque.
Sin embargo, los estudios revelaron noticias sorprendentes: el acuífero de Albuquerque estaba muy lejos de tener el tamaño que aparentaba y estaba siendo drenado más rápido de lo que lluvias o nevadas pudieran volver a llenarlo.
Lógicamente alarmada, la ciudad empezó a trabajar a toda velocidad. Revisó sus códigos de uso del agua, pagó a propietarios de casas para que tomaran clases sobre cómo reducir el uso de agua en exteriores y ofreció reembolsos a quienes instalaran muebles de baño de bajo consumo, sistemas de irrigación por goteo o eliminaran sus prados.
Hoy día, un número creciente de residentes y propietarios de edificios canalizan el agua de lluvia hacia barriles o cisternas subterráneas. Casi todos en la ciudad utilizan retretes y regaderas de consumo bajo.
Estos esfuerzos han reducido el uso doméstico de agua en Albuquerque de 530 a 300 litros diarios per cápita. La ciudad «pronostica otros 50 años de agua abastecida de manera económica y sustentable, incluso con una población creciente», explica Yuhas.
Después de eso están las opciones de desalinizar las aguas salobres cercanas y tecnologías nuevas, como la plomería dual: un conjunto de tuberías lleva agua potable altamente tratada y otro recicla aguas menos tratadas para el retrete, regar jardines y otros usos no potables.
@@x@@Albuquerque ya utiliza aguas residuales, de plantas de tratamiento e industrias, para regar campos de golf y parques. Otros municipios han dado un paso más y recogen aguas residuales -sí, del retrete- para filtrarla, desinfectarla al grado máximo y devolverla al acuífero para beber. En todo el mundo hay planes similares: se dice que Pekín tiene la meta de reutilizar 100?% de sus aguas residuales para 2013.
La industria también se adapta al abastecimiento de agua de fuentes no tan tradicionales. Frito-Lay pronto reciclará casi toda su agua en su planta de Casa Grande, Arizona; Gatorade y Coca-Cola retiran polvo y pelusas de cartón de los contenedores de sus bebidas utilizando aire en vez de agua.
Google recicla su propia agua para enfriar sus gigantescos centros de datos. Todo esto es tranquilizador, hasta que recordamos que la irrigación para la agricultura consume 70% del agua dulce utilizada por los humanos. Dada esta gigantesca proporción, parece obvio que los campesinos tienen el potencial más grande para conservar agua.
A las orillas de una acequia donde fluye un pequeño arroyo, Don Bustos demuestra cómo riega sus verduras de un valor de 130,000 dólares en 1.5 hectáreas al norte de Santa Fe. «Levanto esta tabla -señala un tablón que funge como puerta en la cuenca-, le pongo un palo para que se detenga y la gravedad hace el resto».
Durante 400 años los granjeros han dependido de estas acequias -redes de canales operados por la comunidad- para irrigar sus cosechas en el árido suroeste. La acequia desvía el agua desde una corriente principal, después divide el flujo a través de canales hacia corrientes más pequeñas y, de ahí, a los campos.
«Sin la acequia no habría granja», dice Bustos, quien también construyó un tanque de agua con mangueras de riego por goteo, que llevan parte del agua de la acequia directamente a las raíces de las plantas y, como consecuencia, reducen en dos tercios su uso de agua.
En otras partes, granjeros con visión del futuro han remplazado el riego por inundación con sistemas de microaspersores, nivelado sus campos con láser e instalado monitores de humedad de suelo para mejorar los ciclos de riego. Los expertos concuerdan en que un precio del agua más realista y una administración mejorada del líquido reducirían significativamente el uso agrícola del agua.
De una u otra manera el mundo desarrollado obtendrá el agua que necesita, aunque no la que quiera. Es posible encontrar nuevas formas de abastecimiento: por desalinización, reciclaje, recolección y filtrado de lluvia en superficies pavimentadas, y redistribución de derechos de agua entre agricultura, industria y ciudades. Podemos reducir drásticamente la demanda de manera rápida y barata.
¿Qué hay del resto del mundo? En lugares lacerados por la pobreza el problema suele ser falta de infraestructura: pozos, tubería, control de contaminación y sistemas de desinfección de aguas. Las soluciones, aunque son un reto político, son bastante sencillas: inversión en tecnología en la escala apropiada, mejor gobierno, participación comunitaria, precio apropiado para el agua y entrenamiento a usuarios para mantener sus sistemas.
En las regiones que enfrentan escasez debido al bombeo excesivo de los acuíferos, una mejor administración y eficiencia harían durar hasta las últimas gotas. Por ejemplo, los granjeros en el sur de India ahorran combustible al mismo tiempo que agua cuando cambian del riego por inundación al riego por goteo; otras comunidades acondicionan con arquitectura de paisaje sus colinas para retener agua de lluvia y rellenar los acuíferos.
Aun así, vendrá el tiempo en que los granjeros -los mayores usuarios de agua y los que menos pagan- quizá se encontrarán repensando qué deberán plantar en caso de que lo hagan. En la reseca cuenca del río Murray-Darling, en Australia, los granjeros ya están empacando y mudándose.
No es la primera vez que la escasez de agua ha creado refugiados ambientales. Hace 100,000 años, a menos de 190 kilómetros de lo que ahora es Santa Fe, los habitantes del cañón Chaco construyeron acequias, compuertas y presas de piedras alineadas para controlar las fugas de su enorme cuenca.
Después, cerca de 1130 d.C. se presentó una prolongada sequía. Quizá la escasez de agua no haya sido la única causa, pero en unas cuantas décadas el cañón Chaco había sido abandonado. No necesitamos que se nos recuerde que la naturaleza no perdona: o aprendemos a vivir con sus crecientes e impredecibles medios, o nos cambiamos de lugar o perecemos.