En algún momento, la posibilidad de que los independentistas resultaran victoriosos, fue motivo de risa.
Cuando hace tres años Angus Robertson presentó ante un puñado de reporteros londinenses su tesis para la independencia de Escocia, cosechó sobre todo una cosa: risas. En la Cámara Baja, quienes se portaban bien con el líder del grupo parlamentario del Partido Nacionalista Escocés (SNP), sólo sonreían cortésmente. El resto lo hacía con desprecio y hasta de forma maliciosa.
Ahora, el político de 44 años rebosa confianza en sí mismo. «Estoy convencido de que el resultado será un sí», dijo. «Estamos en auge, con un mensaje muy positivo y somos una organización fuerte en todos los rincones de Escocia». El optimismo es su trabajo, pues el elocuente Robertson es también el cerebro de la campaña del SNP en torno a su secretario general, el ministro principal escocés Alex Salmond.
Con todo, lo cierto es que tiene motivos para mostrarse confiado. Todo Westminster tiembla entre tanto ante Salmond, Robertson y su gente, pues cuando los escoceses voten en referéndum el próximo 18 de septiembre ya no se descarta la victoria de los nacionalistas. La última encuesta del Instituto Panelbase revela que los independentistas están más cerca que nunca de su objetivo: un 47 por ciento respondería «sí» a la pregunta de si Escocia debería ser un país independiente.
No obstante, pese a todo el optimismo que envuelve al movimiento independentista, hasta la fecha ninguno de los muchos sondeos llevados a cabo ha dado como triunfador al «sí». Para Reino Unido, la separación de esta región situada al norte de Inglaterra supondría un terremoto político. Y además, tendría un enorme peso simbólico ante otras regiones europeas con aspiraciones similares, como Cataluña y el País Vasco en España.
El ministro británico para Escocia, Alistair Carmichael, teme que Reino Unido se duerma con la cuestión de la independencia escocesa. En este sentido, el comediante escocés Rory Bremner dio en el clavo en su descripción de los ánimos: «Actualmente en Escocia es más fácil salir del armario que defender la unión con Reino Unido».
Por eso, no sorprende que en Westminster aumente el nerviosismo. El primer ministro, David Cameron, señaló que luchará «con todas las fibras de su cuerpo» para que Reino Unido se mantenga como hasta ahora. Pero su nerviosismo se hizo patente cuando cambió a su hasta entonces ministro para Escocia, Michael Moore, por el afilado Carmichael. No obstante, eso no impidió que su campaña contra la independencia cayera en un error grave tras otro.
Primero, el ministro de Finanzas, George Osborne, amenazó con que retiraría la libra escocesa como divisa para Escocia si ésta se independiza. Pero según «The Financial Times», los efectos de su amenaza en los votantes generaron una «impresión significativamente fallida». Poco más tarde, un miembro del gobierno susurraba en los corrillos que no había que ver las cosas así: los escoceses quizá podrían mantener la libra si se muestran dispuestos a tolerar un tiempo más las armas nucleares británicas.
Puede que sus declaraciones no estuvieran tan lejos de la verdad, pues la reacción de Downing Street fue rotunda: buscarían a su autor «y lo clavarían a la próxima farola», venían a decir. A Angus Robertson y el SNP le vino de maravilla. «Los escoceses reaccionaron con una mezcla de enfado y diversión, así de tocado está el ‘no’», explica. La «imagen apocalíptica» que auguran los detractores de la independencia sólo pone de manifiesto lo presionados que están, añade.
Lo cierto es que la independencia de Escocia tendría más consecuencias para el resto de Reino Unido que para la propia Escocia. Los británicos no sólo tendrían que buscar un nuevo emplazamiento para su arsenal nuclear -con costes probablemente millonarios pues todo se encuentra hasta el momento en Escocia-, sino que además, habría que reformar amplias partes del Ejército, perderían numerosos ingresos fiscales y dos de sus principales exportaciones: el petróleo del mar del Norte y el whiskey escocés.