Antes que el lenguaje escrito, los seres humanos hablaron el de la danza.
Los planetas giran, los átomos bailan y nosotros también
Bailamos desde el primer pataleo que damos de bebés hasta el último «vals de aniversario», regidos por ritmos internos y sonidos externos. Antes que el lenguaje escrito, los seres humanos hablaron el de la danza. Bailamos no sólo con nuestros cuerpos, sino también con el corazón.
«La danza es la expresión de nuestras emociones a través del movimiento», comenta la antropóloga Judith Lynne Hanna. Desbordamos amor y odio, alegría y tristeza; interpelamos a los dioses, a los espíritus, a la naturaleza; coqueteamos, seducimos, cortejamos; conmemoramos el nacimiento, la muerte y todo cuanto hay entre ambos acontecimientos por medio de la danza.
Incluso osamos jactarnos de que reordenamos el mundo y es posible mejorar las cosas mediante el baile. Para algunas religiones, bailar es un acto tan irreverente que está prohibido; para otras, en cambio, tan sagrado, que se lo apropian. En Estados Unidos el baile apenas puede contenerse.
Bailamos desde Florida hasta Alaska, y de costa a costa; en los salones de baile de las grandes ciudades y en los bares de pueblos aislados; en las sedes de las asociaciones de granjeros del medio oeste, en las kivas subterráneas de los poblados indios, en los sótanos de las iglesias, en los centros nocturnos de los barrios pobres y en los auditorios de los bachilleratos.
Bailamos polka, beguine, vals, fox-trot, tarantela, swim, samba, salsa, rumba, mambo, tango, bomba, chachachá, merengue, mazurka, conga, twist, charleston, pasodoble, fandango, la danza de la calabaza, la del maíz, hora y hopak. Bailamos como si nuestra vida dependiera de ello. Así lo creían algunos: según una superstición medieval, danzar frente a la estatua de San Vito aseguraba un año de buena salud.