La migración animal es un fenómeno mucho más grandioso y estructurado que un mero traslado animal.
La migración animal es un fenómeno mucho más grandioso y estructurado que un mero traslado animal. Representa un viaje colectivo que otorga recompensas diferidas. Sugiere premeditación y una voluntad épica, codificada en forma de instinto heredado.
En un esfuerzo por comprender su esencia, un biólogo llamado Hugh Dingle ha identificado cinco características que se aplican, en diversos grados y combinaciones, a toda migración.
Son movimientos prolongados que llevan a los animales fuera de su hábitat familiar; tienden a ser lineales, no zigzagueantes; suponen comportamientos de preparación particulares (por ejemplo, sobrealimentación) y llegada; exigen asignaciones especiales de energía.
Y una más: los animales migrantes mantienen su atención fija en la misión de mayor envergadura, que los conserva sin distraerse por las tentaciones, impávidos a los desafíos que desviarían a otros animales.
Un charrán ártico en su trayecto desde Tierra del Fuego hasta Alaska, por ejemplo, ignorará un oloroso arenque que se le ofrece en la embarcación de un observador de aves en la Bahía de Monterey.
Las gaviotas locales se lanzarán vorazmente en picada para obtener esas dádivas, mientras que el charrán seguirá su vuelo. ¿Por qué? «Los animales migratorios no responden a los estímulos sensoriales provenientes de recursos que suscitarían respuestas rápidas en otras circunstancias», así lo describe seca y meticulosamente Dingle.
En palabras más llanas: estos bichos viajan como endemoniados; sencillamente, van a llegar a su destino. Otro modo, menos científico, sería afirmar que el charrán ártico resiste la distracción porque en ese momento es impulsado por un sentido instintivo de algo que los seres humanos hallamos admirable: un objetivo de mayor envergadura.
El charrán ártico intuye que puede comer más adelante. Puede descansar más adelante. Puede aparearse más adelante. Ahora mismo su centro de atención implacable es el viaje.
Alcanzar una costa con grava en el Ártico, donde han convergido otros charranes árticos, hará las veces de su objetivo mayor, como lo ha diseñado la evolución: hallar un lugar, un momento y una serie de circunstancias en las que pueda empollar y criar a sus polluelos.
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Sin embargo, distintos biólogos definen este proceso complejo y diverso de manera diferente, dependiendo en parte de qué tipos de animales estudien. Joel Berger, quien estudia los berrendos y otros grandes mamíferos terrestres, prefiere lo que él llama una definición sencilla y práctica adecuada a sus bestias: «Movimientos desde una zona propia estacional hacia otra zona propia y de regreso».
En general, el motivo de este movimiento estacional de ida y vuelta es buscar recursos que no están disponibles todo el año en una sola zona. Sin embargo, los movimientos verticales cotidianos del zooplancton en el océano (hacia arriba por la noche para buscar alimento, hacia abajo durante el día para escapar de los depredadores) pueden considerarse como una migración.
También el movimiento de los áfidos cuando, tras haber agotado las hojas tiernas de una planta alimenticia, sus crías pueden continuar su vuelo a otra planta hospedante, sin que ningún áfido regrese a su punto de partida.
Dingle, biólogo evolutivo que estudia insectos, ofrece una definición más intrincada que la de Berger, en la que cita las cinco características (persistencia, linealidad, «indistraibilidad», comportamientos especiales de partida y llegada, energía almacenada) que distinguen la migración de otras formas de movimiento.
Por ejemplo, los áfidos se vuelven sensibles a la luz azul (del cielo) cuando llega el momento de despegar hacia su gran viaje y son sensibles a la luz amarilla (reflejada por las hojas jóvenes y tiernas) cuando resulta apropiado aterrizar.
Las aves engordan comiendo mucho como anticipación a un vuelo migratorio largo. El valor de esta definición, sostiene Dingle, es que centra la atención en el fenómeno por el que atraviesan los ñus y las grullas, el cual comparten con el que experimentan los áfidos y, por consiguiente, contribuye a guiar a los investigadores hacia el entendimiento de cómo la evolución y la selección natural los ha producido a todos ellos.
La migración de las víboras de cascabel de las Grandes Llanuras del occidente de Canadá es un caso singular pero esclarecedor.
Un joven biólogo canadiense de nombre Dennis Jørgensen, empleado actualmente por World Wildlife Fund, estudió los movimientos de la víbora de cascabel de las praderas (Crotalus viridis viridis) en las afueras de Medicine Hat, Alberta, cerca del límite septentrional de su territorio, y descubrió que realizaban una migración ambiciosa en primavera y otoño.
El promedio del viaje de ida y vuelta de estos animales era de unos ocho kilómetros, aunque un estudio anterior había detectado que las víboras de cascabel canadienses se desplazaban hasta 53 kilómetros durante sus migraciones.
En comparación, en Arizona las cascabeles no se desplazan tanto, porque no tienen que hacerlo. La lógica que impulsa la migración canadiense se relaciona con las gélidas temperaturas invernales (siempre difíciles para los reptiles) y la escasez de buenos sitios para construir madrigueras en las cuales sobrevivir durante la hibernación.
«En este paisaje no hay muchas madrigueras que puedan sustentar la supervivencia durante el invierno», me comentó Jørgensen. Una madriguera ideal debe hallarse en el subsuelo profundo, donde la tierra es tibia, pero ser accesible desde la superficie por conejeras o fisuras naturales.
Esos refugios son pocos y están muy apartados unos de otros. «Debido a ello, observamos grandes agrupaciones de serpientes en estas madrigueras comunes».
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Imagina una maraña serpentina formada por 1?000 víboras, apiladas acogedoramente, tranquilas y lustrosas en su rincón subterráneo, en espera colectiva de las señales de la primavera.
Cuando las temperaturas de la superficie se elevan a un umbral cómodo, ellas emergen. Disfrutan un rato del sol, amontonadas. Pero las víboras de cascabel tienen hambre. ¿Cuál es su siguiente necesidad imperiosa? Alejarse unas de otras, hallar alimento y aparearse.
De modo que migran radialmente, en todas las direcciones posibles, alejándose de la madriguera. Jørgensen utiliza pequeños radiotransmisores implantados quirúrgicamente para graficar este recorrido, rastreando las rutas que siguieron 28 víboras de cascabel durante 2004 y 2005.
Más recientemente, en un día de verano abrasador, me llevó a una de las madrigueras, en un banco que se halla a lo largo del río Saskatchewan Sur. El declive ha abierto grietas subterráneas profundas en las que unas 60 serpientes de cascabel de las praderas habían pasado el invierno.
Desde la ribera dimos vuelta en dirección a las tierras altas y comenzamos a seguir la misma ruta migratoria de uno de los animales, una hembra ambiciosa que había rotulado con la letra E.
No lejos de la parte superior de la pendiente había tres cantos rodados cubiertos de liquen con un agujero debajo. La víbora E había llegado ahí el 8 de mayo, dijo Jørgensen; descansó, tomó el sol y partió de nuevo el 27 de mayo.
Ascendió por esta terraza empinada (comenzamos a escalarla) entre salvia y lodo gris que se desmoronaba, luego se deslizó pendiente abajo (nosotros nos lanzamos a toda prisa tras ella), atravesó este camino de tierra, cruzó el barranco húmedo repleto de matas de vara de oro y agrillo (avanzamos violentamente) y ascendió otra vez.
De nuevo en la parte alta de la terraza, pasamos por debajo de cercas de alambre de púas hacia la esquina de un campo de cultivo irrigado con un pivote central.
Tras una carrera por dos campos irrigados por pivotes centrales en un solo día, la valerosa lady E había burlado el dispositivo de seguridad de una valla, donde la maleza era densa.
Hacia finales de junio avanzaba 200 metros al día, aún a lo largo de la valla, entre una hospitalaria confusión de rocas, maleza y madrigueras de roedores. En ese punto, Jørgensen y yo hicimos una pausa para descansar.
Habíamos cubierto ocho semanas de migración de una víbora de cascabel en cuatro horas y estábamos empapados de sudor. Por aquí, E había transcurrido la mayor parte de su verano ese año, apareándose por lo menos una vez y engordando con roedores para la migración de regreso a casa, otro invierno en la madriguera y el embarazo.
Se trataba de un hábitat productivo, pero también riesgoso, según Jørgensen, con toda la maquinaria agrícola que podía cortar en cubitos una víbora como si fuera un calabacín, o todo el tráfico del camino de acceso a la granja que podía aplanarla como un cinturón de lagarto.
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Los cambios que había sufrido este paisaje no favorecían la migración de serpientes a grandes distancias. En ese momento, como para encarnar esos cambios en el espacio de un recuerdo humano, un hombre llamado Aldo Pederzolli se acercó en su cuatrimoto.
Pederzolli era el granjero en cuyas tierras estábamos y quien cordialmente le había dado la bienvenida al estudio de Jørgensen. Era un hombre de 80 años en buena forma.
Cuando me presentaron, al enterarse de la razón de mi visita, dijo: «Ah, sencillamente me encantan las cascabeles». No lo decía como ironía. Consigue suficientes víboras de buena calidad, agregó, y no hay por qué preocuparse de los roedores.
Cuando era joven, recuerda Pederzolli, veía viejas cascabeles gordas, así de gordas, cuando sembraba un terreno de barbecho. Ya no las vemos tan grandes.
Había una madriguera cerca del río, dijo con nostalgia, y migraban ascendiendo 10 kilómetros hacia un hermoso tramo de pradera abierta llena de roedores. Ya no.
Aunque es apenas una hipótesis, Dennis Jørgensen sospecha que quizá la selección natural ?en este caso, la muerte de las más osadas? está convirtiendo a las cascabeles migrantes en una población que permanece en casa.
La diversidad biológica supone más que un conteo de especies.
Asismismo es importante la diversidad de ecosistemas, comportamientos y procesos que contribuyen a la riqueza y belleza, robustez y flexibilidad, así como a las interrelaciones con las comunidades vivas de la Tierra.
Perder las migraciones de largas distancias que realizan algunas especies significaría una grave disminución de esta diversidad. Joel Berger ha señalado esto con respecto a las especies migratorias de todo el mundo y a una criatura cercana: el berrendo (Antilocapra americana), la única especie de ungulados endémica de Norteamérica.
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Su velocidad extrema (es el mamífero terrestre más veloz del Nuevo Mundo), más que necesaria para evadir cualquier depredador norteamericano viviente, refleja tal vez una adaptación para escapar del ahora extinto guepardo americano del Pleistoceno.
Además de desplazarse con rapidez, el berrendo también viaja grandes distancias. Una población migra cientos de kilómetros, atravesando las Grandes Llanuras desde la región centro-septentrional de Montana hasta el sur de Saskatchewan y Alberta.
Otra población sigue una ruta estrecha y tenue desde su territorio en el Parque Nacional Grand Teton, cruzando una línea divisoria en la cabecera del río Gros Ventre y descendiendo hacia las llanuras meridionales de Pinedale, Wyoming, en la cuenca del río Green.
Allí, los berrendos se confunden con otros miles llegados de otras partes de Wyoming, donde buscan distanciarse de las cabezas de pozos de gas natural y los equipos de perforación, y esperan a que pasen los meses gélidos.
El berrendo de Grand Teton es notable dado lo invariable de su sendero migratorio y la gravedad de su constricción en tres puntos críticos, conocidos como Trappers Point, Red Hills y The Funnel.
Si el berrendo no puede pasar por cada uno de los tres cuellos de botella durante su migración primaveral, no puede alcanzar su zona de pastoreo veraniego en el Parque Nacional Grand Teton; si no puede atravesar de nuevo en el otoño, escapando al sur hacia las llanuras donde sopla el viento, es probable que mueran al tratar de invernar en la zona de Jackson Hole o se atasquen fatalmente en las nieves profundas de la divisoria de aguas.
Un día soleado de noviembre, en compañía de una bióloga llamada Renee Seidler, fui a echar un vistazo a los pormenores del dilema que afrontan estos animales. Seidler, también empleada de Wildlife Conservation Society, trabaja sobre todo en cuestiones relativas al hábitat en los prósperos yacimientos de gas situados entre Pinedale y Rock Springs, zona que cada invierno sustenta unos 20,000 berrendos.
En la parte alta de un montículo en Trappers Point se puede leer una inscripción acerca de cómo los cazadores de pieles y los pueblos nez percé y crow se reunían ahí para comerciar, mientras miramos cuesta abajo para observar las manifestaciones contemporáneas del crecimiento y el comercio al lado de la Autopista 191: una pequeña comunidad conocida como Cora Junction, que crece rápidamente.
Había unas 50 casas, remolques y otros edificios, incluso el salón de reuniones de los testigos de Jehová, todos apiñados en una cuadrícula de calles y callejones, patios cercados, perros, gallinas, letreros de bienes raíces, neumáticos, botes sobre remolques, un trampolín ajado por la exposición a los elementos y un automóvil oxidado Chrysler de color verde de los cuarenta.
Casi justo aquí, dijo Seidler señalando una brecha de salvias entre nuestro montículo y las casas, es por donde al parecer atraviesa la mayoría de los berrendos.
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Nos dirigimos en auto hacia el norte por un camino secundario durante unos 30 kilómetros, a lo largo de las hondonadas llenas de sauces de la parte superior del río Green, siguiendo la ruta de la migración.
A los berrendos, que dependen de su visión lejana y velocidad para mantenerse a salvo de los depredadores, no les gustan las esbeltas hondonadas, explica Seidler.
Tampoco los bosques densos, de modo que atraviesan estas lomas altas y abiertas situadas entre el río y el bosque, donde pueden ver y correr. Más tarde llegamos a un lugar donde se elevaban colinas arboladas a ambos lados del río para formar una V suave, un corredor de terreno abierto de tan sólo unos 150 metros de anchura.
«Ese es The Funnel», dijo Seidler. Era un terreno privado, dividido por los caminos de entrada, las cercas de madera, las entradas en arco de las personas lo suficientemente prósperas para tener una segunda casa, o una tercera, en las cabeceras del río Green.
Una cerca más, una casa más, uno o dos perros grandes que ladren podrían marcar una diferencia negativa. Tanto en Trappers Point como en The Funnel, el número cada vez mayor de actividades humanas se incrementa y contribuye a la crisis del berrendo de Grand Teton, amenazando con estrangular su vía de paso.
Los científicos especialistas en conservación, como Berger, junto con algunos biólogos y administradores de tierras del Servicio Nacional de Parques y otras dependencias, trabajan para preservar los comportamientos migratorios, no sólo las especies y los hábitats.
El Bosque Nacional Bridger-Teton ha reconocido el sendero del berrendo de Grand Teton, gran parte del cual cruza terrenos del bosque nacional y es el primer corredor migratorio con protección federal.
Sin embargo, ni los servicios forestales ni el de parques pueden controlar lo que sucede en los terrenos privados ubicados en los cuellos de botella ni en las parcelas de la Oficina de Gestión de Tierras, en los campos de perforación al sur de Pinedale.
Además, junto con otras especies migratorias, el desafío se complica aún más por las enormes distancias atravesadas, más jurisdicciones, más fronteras, más peligros a lo largo del camino.
Imagina, por ejemplo, que eres una grulla canadiense (Grus canadensis canadensis), que parte para su migración primaveral desde el sur de Texas.
Quizá debas atravesar volando una esquina de Nuevo México y Oklahoma, luego Kansas, Nebraska, Dakota del Sur, Dakota del Norte (la mayoría de estos estados permite la caza de grullas), luego por encima de la frontera canadiense hacia Saskatchewan, doblando hacia el noroeste cruzando Alberta y Columbia Británica, atravesando Yukón para, finalmente, remontar el estrecho de Bering hacia las zonas de reproducción veraniegas en la región nororiental de Rusia.
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Este sería un viaje de unos 8,000 kilómetros. Con la necesidad de hacer una pausa y reabastecerte en algún lugar, probablemente te detendrías en el río Platte en Nebraska, cerca del poblado de Kearney.
De ser así, tendrías compañía. Alrededor de 500,000 grullas que se dirigen hacia el norte hacen la misma escala todos los años. Permanecen allí dos o tres semanas, tal vez cuatro.
Algunas siguen hacia delante al tiempo que otras llegan, manteniendo en 300,000 el número promedio de grullas durante marzo y abril. Por la noche duermen en los bajos de corriente suave del Platte, donde el agua fría les da hasta las espinillas, o bien en bancos de arena, que las mantienen alerta a cualquier depredador que pudiera acercarse chapoteando.
Todas las mañanas despiertan en gráciles y enormes olas y vuelan a los campos cercanos, donde pasan los días alimentándose asiduamente de maíz desechado que los recolectores pasaron por alto, de lombrices y otros invertebrados.
Una escala así no es una excepción a la «indistraibilidad» de los animales migratorios, como los define Hugh Dingle; es parte del programa completo, repetido por generaciones de grullas.
Durante esta escala, una grulla de 2.75 kilogramos aumenta unos 700 gramos de grasa (la grulla gris, otra subespecie también presente en el Platte, es de mayor tamaño).
Las aves requieren esa grasa entre Nebraska y Rusia. Por consiguiente, necesitan el hábitat del lugar donde realizan la escala (los bajos, los bancos de arena, la seguridad, el maíz y los invertebrados) para completar su arduo ciclo anual.
Desde el lugar donde estábamos, mi vista dominaba ese hábitat a finales de marzo y observé una ola tras otra de grullas surgir desde el río. Cada grupo salía torpemente del agua, se volvía más elegante a medida que sus alas captaban más aire, constituían una formación y volaban en busca de su alimento diario.
En el entretanto, se comunicaban entre sí con su peculiar trino chirriante. Había quizá unas 60,000 grullas a sólo un vistazo con mis binoculares. Era un espectáculo de abundancia extraordinaria, un recordatorio del aspecto que habría tenido Estados Unidos en la época en que John James Audubon miraba el cielo tapizado con bandadas de palomas migratorias, cuando George Catlin observaba las migraciones estruendosas de los bisontes.
También yo había observado el vuelo de llegada de las grullas, la tarde anterior, cuando volvieron al ocaso y se asentaron en sus bancos listas para pasar la noche.
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Sin embargo, su vuelo de partida me pareció mucho más conmovedor porque, supongo, al alba las aves parten con un objetivo, no sólo se dirigen a casa a descansar.
Engordaban para otra etapa larga de su viaje. Su recorrido las llevaría a zonas de reproducción seguras y con abundancia de recursos. Sus afanes prodigiosos y su resistencia a la distracción rendirían nuevas cohortes de grullas que ampliarían y rejuvenecerían la especie.
Estuve a punto de escribir «perpetuarían la especie», pero no, no podemos estar seguros de ello. Ningún ser vivo es perpetuo. Era testigo de la sabiduría y determinación acumuladas por la evolución, que se transportaban por el aire sobre el río Platte.
Si los seres humanos hemos acumulado una sabiduría equiparable y somos capaces de lograr tal determinación, pensé, quizá les permitamos continuar su viaje un rato más.