En 1990, Namibia se convirtió en una de las primeras naciones en inscribir la protección ambiental en su constitución.
Al amanecer, tres semanas antes del solsticio de invierno, los últimos remolinos de niebla forman rizos grises contra el cielo rosado sobre una duna de arena en el extremo oriental del desierto de Namib. Un chacal trotaba al oeste hacia un grupo de acacias. Un órice cruzaba con tenacidad hacia un abrevadero en un campo turístico cercano. Un tenebrio negro y brillante se deslizaba en la arena roja, dejando huellas de escarabajo perfectas en su trayecto. Junto a mí estaba Rudolph Naibab, guía de safari que creció en la tierra recalcitrante de la región de Kunene, aproximadamente 500 kilómetros al norte de este lugar, en la Reserva Natural NamibRand, criando ovejas, cabras y burros en la granja de su abuela.
Naibab tiene 30 años, pero muestra la perspicacia de un hombre mucho mayor, algo que atribuye a haberse criado en el desierto. «Esta tierra te hace pensar todos los días en la vida y la muerte, comenta. Y en la guerra. Crecí durante la guerra. Eso solo puede volverte sabio deprisa».
La guerra civil de Namibia empezó en 1966 y duró 22 años. En 1990, cuando la nación finalmente obtuvo su independencia de Sudáfrica, fue uno de los primeros países del mundo en inscribir la protección ambiental en su constitución. Fue como si los namibios reconocieran que haber luchado por la tierra bajo sus pies los hacía ahora profundamente responsables de ella.
«Creo que había muchas razones para que naciera el movimiento ecologista de Namibia en el momento de la independencia, dice !Naibab. Durante la guerra, a mediados de los ochenta, también hubo una sequía y los granjeros estaban desesperados. Sus ovejas murieron, así que empezaron a cazar. Fue fácil ver cuán cerca podemos estar de morir a menos que protejamos y respetemos los recursos que tenemos».
Hace unos 20 años, toda esta tierra, y la de junto y más allá, estaba cercada y poblada de ovejas. Intenté imaginar a esos granjeros con las espaldas al viento, enterrados bajo la arena rojo óxido, esperando la lluvia durante años. «Sí, estoy seguro de que esos granjeros tenían sentimientos mezclados acerca de este lugar, agregó, Naibab. Por un lado, sin agua. Por el otro, ¿cómo no sentirte intimidado por este lugar? ¿Cómo podrías no sentir la responsabilidad de cuidarlo?».
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Yo había venido a Namibia porque a finales de 2008 el gobierno declaró 2.2 millones de hectáreas de su costa suroccidental como el Parque Nacional de Sperrgebiet. Con esto, los funcionarios podían decir que casi la mitad de la masa continental del país estaba dedicada a parques nacionales, zonas de conservación comunales y reservas selváticas privadas. Con la creación del Parque Nacional de Dorob en diciembre de 2010, la línea costera desde el río Kunene, en la frontera con Angola, hasta el río Orange, en el límite con Sudáfrica, era una barrera casi continua de parques. Todas las piezas estaban puestas para lo que finalmente se designaría como el Parque Nacional de Namib-Skeleton Coast, megaparque costero único. Namibia parecía una historia de esperanza inusual, casi imposible, de una joven democracia africana decidida a ser un ejemplo de administración de la tierra.
Este optimismo parecía bien fundado en mi segundo día en el país, cuando llegué a Kulala, un refugio de 37 000 hectáreas adyacente a la Reserva Natural NamibRand. Fue el mismo día de la liberación programada de dos guepardos, realizada por una de las conservacionistas más famosas de Namibia, Marlice van Vuuren. Marlice, quien se crió en la región de Omaheke de Namibia entre bosquimanos, puede hablar su lengua con fluidez y es una de las pocas personas no bosquimanas capaces de hacerlo. Ahora, con poco más de 30 años, dirige N/a an Ku Sê, un santuario de caza a 40 kilómetros al este de Windhoek donde, con la ayuda de rastreadores bosquimanos, rehabilita fauna huérfana o herida, reubicando animales de zonas donde hay conflictos con humanos a otras donde estos, como turistas, pagan buen dinero para verlos.
«Reparar y repoblar tierras silvestres no es fácil ni gratis. Se requiere una gran cantidad de planeación y esfuerzo para restablecer el equilibrio en un hábitat hasta el punto en que se puedan reinsertar guepardos, explica Marlice. Todo tiene que estar en su lugar. ¿Hay suficientes presas? ¿Hay agua? ¿Es sustentable? Si las respuestas a estas preguntas son afirmativas, eso representa la mitad de la batalla. Y entonces solo tenemos que esperar y ver si a los guepardos les gusta donde los pusimos». Los dos guepardos gruñeron y se negaron a salir del remolque. El macho mordió a Rudie en el pie. Así que retrocedimos y esperamos. Esperamos un poco más. El viento hizo su mejor esfuerzo para soplar directamente a través de nosotros.
La gente que vive en el desierto de Namib o en sus cercanías habla de dos vientos: el del Este, que sopla desde el Kalahari y gana fuerza mientras pierde altitud, hasta que golpea este desierto a 100 kilómetros por hora y alcanza temperaturas de 40ºC o más. Y el viento revitalizante del Suroeste proveniente del frío Atlántico, que lleva la niebla hasta 64 kilómetros tierra adentro, proporcionando casi toda la humedad necesaria para sustentar la vida silvestre de formas cambiantes de este lugar. Para caracoles y lagartijas, escarabajos y arañas, esta existencia alimentada de niebla no es una vida extravagante, pero sí extraordinariamente especializada.
También es una vida frágil, tanto que a algunos namibios con los que hablé les preocupaba que el más mínimo cambio en el clima pudiera llevar al colapso todo el delicado sistema. «Es difícil no imaginar que unos cuantos grados más de calor podrían ser catastróficos. Estos son un clima y un ecosistema ya de por sí muy extremos», dice Conrad Brain, veterinario de fauna silvestre que había venido a echar un ojo a la liberación de los guepardos. Brain, quien también es piloto, sobrevuela frecuentemente de arriba abajo la costa de Namibia y mantiene una mirada atenta sobre las tendencias climáticas. «Hemos visto multitudes de medusas, tiburones, tortugas laúd adentrándose mucho hacia el sur; para mí son indicios de que el mar se está calentando, afirma. Es fácil sentirse un poco alarmado. Por ello, esto, liberar a los guepardos, te brinda una sensación de posibilidad y esperanza». Dejamos de hablar y regresamos a observar el remolque.
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Los guepardos salieron de repente del remolque. La hembra fue la primera en saltar al suelo. Luego el macho salió tras ella. En cosa de segundos los perdimos de vista, aunque ellos no nos habían perdido a nosotros.
La reubicación satisfactoria de estos dos guepardos representa una tendencia en Namibia. Las poblaciones de fauna silvestre están creciendo, especialmente en áreas protegidas y reservas privadas más allá de los límites de los parques nacionales. En la década de los ochenta había cuando mucho 10?000 gacelas saltarinas en el norte; ahora se estima que hay 160?000. Hacia 1990, los rinocerontes negros habían sido cazados hasta el borde de la extinción en Namibia; ahora hay más de 1?400. Hace 20 años, unos 800 guepardos morían al año por disparos de granjeros; ahora aproximadamente 150 son abatidos por granjeros y a los cazadores de trofeos se les permite disparar a 150 más.
Para llegar a sperrgebiet volé casi todo el desierto de Namib en su parte más ancha (desde NamibRand hasta la bahía de Walvis) y luego una buena parte de su longitud (desde la bahía de Walvis hasta Lüderitz). El viaje hacia el parque y a través de él fue por lo menos tan impresionante por las contradicciones que expuse como por su demostración de belleza remota recorrida por el viento. Aunque el paisaje se mostró a sí mismo como topografía pura, las cicatrices de la actividad humana de hace un siglo aún son evidentes: yacimientos de diamantes abandonados que resisten contra viento, sol y arena.
La mayor parte del tiempo, los occidentales han ignorado a Namibia y sus condiciones severamente áridas. Pero eso no la exenta de la frenética explotación que se extiende por el resto de África. Las islas cerca de la costa (ahora declaradas santuario) fueron rastrilladas en busca de guano, utilizado en la manufactura de pólvora y fertilizantes, y las aguas del Atlántico, ricas en nutrientes, fueron peinadas en busca de ballenas. A principios del siglo xx, los depósitos de guano de al menos seis metros de profundidad habían sido raspados hasta el fondo y las ballenas francas australes habían sido cazadas casi al límite de su existencia. En 1908 se encontró el primer diamante en el sur. En unos cuantos meses, el gobierno alemán, que administraba África del Sudoeste, hoy Namibia, como protectorado, designó como Sperrgebiet (textualmente «zona prohibida») los 22,000 kilómetros cuadrados que rodeaban el sitio del descubrimiento, el cual fue accesible solo para la compañía de diamantes y sus mineros. Para superar la escasez de trabajadores creada por la desastrosa guerra de colonos alemanes contra pueblos del sur, los obreros fueron reclutados entre las remotas tribus norteñas, que no se habían involucrado en la guerra. Todavía hoy se pueden ver montículos que semejan tumbas de niños a todo lo largo de Sperrgebiet, monumento conmemorativo involuntario al trabajo de esos hombres.
La minería de diamantes continúa en la costa sur del nuevo parque y, desde el aire, las excavaciones parecen trincheras inmensas. Aunque las zonas mineras están estrictamente prohibidas a los visitantes no autorizados, el miedo a la minería ilegal y al robo significa que todo el Sperrgebiet todavía se considera prohibido. La atmósfera de paranoia se puede apreciar quizá mejor en los vehículos y equipos abandonados dentro del parque cuando ya no son útiles: intento por evitar que los mineros escondan diamantes en la maquinaria para recuperarlos más tarde en algún depósito de chatarra.
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Namibia es ahora el cuarto mayor exportador de minerales no combustibles de África y el cuarto mayor productor mundial de uranio. Esa riqueza mineral no se filtra hacia las clases bajas en ningún sentido, Namibia tiene una de las distribuciones de ingresos más desiguales del mundo, y su búsqueda ocurre no solo en tierra privada, sino también dentro y alrededor de zonas que han sido reservadas como parques nacionales. Dos minas, una de las cuales está dentro del Parque Namib-Naukluft, producen uranio; se espera que la producción de óxido de uranio concentrado aumente de cinco millones de kilogramos a 18 millones en 2015. Es una ironía que, para extraer su uranio abundante, Namibia deba utilizar grandes cantidades de un recurso muy escaso: agua. Las cifras no son fáciles de obtener, pero una mina utiliza unos tres millones de metros cúbicos de agua por año. En el momento de mi visita, el agua se sacaba de acuíferos, agua fósil que la escasa lluvia de Namibia no alcanza a reponer, aunque se construía una planta desalinizadora enorme en la costa cerca de Swakopmund.
Se supone que la minería transcurre conjuntamente con la protección de los recursos y el progreso económico. «Somos una nación en desarrollo, explica Midori Paxton, que trabajaba entonces para el Ministerio del Medio Ambiente y Turismo en Windhoek. No es realista excluir la minería de nuestras áreas protegidas, pero trabajamos duro para minimizar su impacto, me aseguró, mostrándome un mapa de puntos de biodiversidad importantes identificados por el ministerio. Trabajamos estrechamente con las compañías mineras para identificar y proteger estas áreas». Ella señaló una zona, hoy dentro del Parque Nacional de Dorob, uno de los campos más importantes de líquenes del país, los cuales mantienen el suelo estable y son una fuente importante de comida para invertebrados. Constituyen los componentes básicos para grandes comunidades de plantas y animales. En reconocimiento a su vulnerabilidad, los campos de líquenes se han delimitado en mapas y con cercas. Pero el campo de líquenes que Paxton señaló en el mapa estaba entre el mar y una mina de uranio y, cuando fui, había sido destruido. Zanjas de prospección cruzaban el yacimiento no lejos de ahí se construía la planta de desalinización. Huellas de camiones pesados y vehículos todo terreno desgarran profundamente el suelo, una falta de precaución que podría requerir cientos de años para reparar los lentos sistemas del desierto.
Al final será aquí, en la antigua superficie de sus tierras protegidas, no en la literatura turística ni en las pautas oficiales de la minería, donde quedará marcada la fuerza y sinceridad de las intenciones ambientales de Namibia.