Los glaciares del corazón de Asia alimentan sus mayores ríos y dan sustento a 2000 millones de personas. Hoy el hielo y la nieve menguan.
Los dioses debenestar furiosos. Es la única explicación que tiene sentido para Jia Son, agricultor tibetano que contempla la catástrofe que se despliega arriba de su aldea en la montañosa provincia china de Yunnan. «Hemos alterado el orden natural -afirma el devoto budista de 52 años-, y ahora los dioses nos castigan».
En una tibia tarde de verano, Jia Son ha recorrido a pie más de dos kilómetros hasta la garganta que el glaciar Mingyong ha tallado en el sagrado monte Kawagebo, que se alza entre las nubes a 6,740 metros. No hay señal de hielo, sólo un río que se agita con agua deshelada cargada de limo.
Durante más de un siglo, desde que su lengua lamía el extremo de la aldea de Mingyong, el glaciar ha retrocedido como una serpiente moribunda que se retira a su madriguera. Su ritmo se ha acelerado durante la década pasada y hoy abarca más de un campo de futbol americano al año, velocidad nada glacial para una antigua masa de hielo.
«Todo esto solía ser hielo hace 10 años -dice Jia Son, mientras atraviesa penosamente pedregales y malezas. Señala un sendero trillado por yaks en la ladera, situado unos 60 metros por arriba del fondo del valle-. El glaciar cubría en ocasiones ese sendero, así que debíamos arriar a nuestros animales sobre el hielo para llegar a las praderas altas».
Al doblar por un codo del río, por fin sale a la vista el morro del glaciar: es de color negro mortecino, lleno de roca pulverizada y tierra. El agua de su hielo, tan pura que se empleaba en rituales para simbolizar a Buda mismo, está ahora cargada con tanto sedimento que los aldeanos no pueden beberla.
Por más de un kilómetro, la alguna vez tersa superficie del glaciar ahora es rugosa y tiene cráteres como la piel de un leproso. Hay atisbos de hielo azul-verdoso en las fisuras, pero las grietas mismas indican problemas.»La bestia está enferma y se está consumiendo -menciona Jia Son-. ¿Si nuestro glaciar sagrado no puede sobrevivir, cómo podremos nosotros?».
Es una cuestión de la que se hace eco alrededor del planeta, pero en ningún otro sitio de manera más apremiante que a lo largo de la vasta franja asiática que extrae su agua del «techo del mundo». Este coloso geológico -la meseta de mayor altura y más grande del planeta, rodeada por las montañas más altas del orbe- cubre una superficie mayor a la de Europa occidental, a una altitud media mayor a tres kilómetros.
Con casi 37,000 glaciares tan sólo en el lado chino, la Meseta Tibetana y su arco montañoso circundante contienen el mayor volumen de hielo fuera de las regiones polares. Este da origen a los ríos más extensos y legendarios de Asia, desde el Yangtsé y el Amarillo hasta el Mekong y el Ganges, que durante el curso de la historia han nutrido civilizaciones, inspirado religiones y sustentado ecosistemas.
Hoy día son fundamentales para algunas de las zonas más densamente pobladas de Asia, desde las áridas llanuras de Pakistán hasta las sedientas metrópolis del norte de China, situadas a casi 5000 kilómetros de distancia. En suma, alrededor de 2000 millones de personas en más de una decena de países -casi un tercio de la población mundial- dependen de los ríos alimentados por la nieve y el hielo de la región de la meseta.
Sin embargo, se avecina una crisis en el techo del mundo, la cual descansa en una extraña paradoja: pese a su aparente poderío e inmutabilidad, esta extensión geológica es más vulnerable al cambio climático que casi cualquier otra parte de la Tierra.
En conjunto, la Meseta Tibetana se calienta a un ritmo dos veces mayor que la media mundial de 0.74ºC durante el siglo pasado -y en algunos lugares aún con mayor rapidez-. Estas alarmantes velocidades, sin precedentes durante por lo menos dos milenios, son implacables con los glaciares, cuya extraña confluencia de altitudes enormes y pequeñas los vuelven especialmente sensibles a los cambios de clima.
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Durante miles de años los glaciares han formado lo que Lonnie Thompson, glaciólogo de la Universidad Estatal de Ohio, llama «la cuenta bancaria de agua dulce», inmenso almacén cuya acumulación de hielo y nieve nuevos (depósitos) ha compensado históricamente sus escorrentías anuales (retiros).
El derretimiento de los glaciares cumple su función más vital antes y después de la temporada de lluvias, cuando suministra gran parte del caudal de todos los ríos, desde el Yangtsé (que riega más de la mitad del arroz de China) hasta el Ganges y el Indo (vitales para los centros agrícolas de India y Pakistán).
Sin embargo, durante los últimos 50 años el equilibrio se ha perdido, quizá irrevocablemente. De los 680 glaciares que los científicos chinos vigilan de cerca en la Meseta Tibetana, 95% pierde más hielo del que acumula. Las pérdidas mayores se encuentran en sus extremos austral y oriental.
«Estos glaciares no sólo retroceden -afirma Thompson-. Pierden masa desde la superficie hacia abajo». La capa de hielo de esta parte de la meseta se ha encogido más de 6% desde los setenta del siglo XX, y el daño es aún mayor en Tayikistán y el norte de India, con reducciones de 35 y 20%, respectivamente, en relación con las cinco décadas anteriores.
Aunque los científicos debaten sobre la velocidad y causa del retroceso, la mayoría no niega que sucede y cree que lo peor podría estar por venir. Mientras más zonas oscuras quedan al descubierto por el derretimiento, se absorbe mayor cantidad de luz solar que la reflejada, lo que causa que las temperaturas aumenten más rápidamente (algunos climatólogos creen que este ciclo de calentamiento podría intensificar el monzón asiático, disparando tormentas e inundaciones más violentas en lugares como Bangladesh y Myanmar). De sostenerse las tendencias actuales, los científicos chinos consideran que 40% de los glaciares de la meseta podría haber desaparecido para 2050.
Las posibles repercusiones se extienden más allá de los glaciares. En la Meseta Tibetana, en especial en su árido flanco norte, el clima más cálido ya afecta a las personas. Los pastizales y humedales se están deteriorando y el permafrost que los alimenta con el derretimiento de la primavera y el verano está retrocediendo a alturas mayores.
Miles de lagos se han secado. El desierto cubre ahora aproximadamente un sexto de la meseta y, en algunos lugares, las dunas de arena cubren las tierras altas como olas en un mar amarillo. Los pastores que alguna vez prosperaron en este lugar se empiezan a quedar sin opciones.
En contraste, a lo largo del extremo sur de la meseta muchas comunidades lidian con un exceso de agua. En aldeas alpinas como Mingyong, el derretimiento de los glaciares ha hecho crecer los ríos, con efectos colaterales deseables: ampliación de las tierras cultivadas y temporadas de cultivo cada vez más prolongadas.
Sin embargo, esos beneficios suelen ocultar mayores costos. En Mingyong, el aumento vertiginoso de las aguas del deshielo ha arrastrado la capa superficial del suelo; en otras partes, a la excesiva escorrentía se le han achacado inundaciones y deslaves más frecuentes. En las montañas desde Pakistán hasta Bután se han formado miles de lagos glaciares; muchos de ellos podrían ser inestables.
Entre los más peligrosos se halla el Imja Tsho, ubicado a una altura de 5000 metros en el sendero hacia el Pico de la Isla, en Nepal. Hace 50 años el lago no existía; en la actualidad, alimentado por el derretimiento, mide 1.6 kilómetros de longitud y tiene 90 metros de profundidad. Si alguna vez rompiera su poco compacto muro de morrena, anegaría las aldeas serpas del valle inferior.
Esta situación (demasiada agua, demasiada poca agua) refleja, en miniatura, la trayectoria de la crisis general. Aun cuando el derretimiento de los glaciares suministra agua en abundancia en el corto plazo, augura un final aterrador: el agotamiento final de los mayores ríos de Asia.
Nadie puede predecir a ciencia cierta cuándo la retirada de los glaciares se traducirá en una marcada caída de la escorrentía. Lo que suceda dentro de 10, 30 o 50 años dependerá de las condiciones locales, pero el daño en toda la región podría ser devastador. Junto a la aguda escasez de agua y electricidad, los expertos predicen un desplome en la producción de alimentos, migración generalizada de cara a los cambios en el ecosistema, incluso conflictos entre potencias asiáticas.
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La carpa de los nómadas es un punto blanco contra un lienzo verde y pardo. No hay otro signo de existencia humana en la pradera a 4,270 metros de altura, que parece extenderse hasta el fin del mundo. Un vehículo avanza traqueteando hacia la carpa; salen dos jóvenes, sus largas cabelleras negras horizontales al viento.
Ba O y su hermano Tsering forman parte de un linaje ininterrumpido de nómadas tibetanos, quienes por lo menos durante 1000 años han llevado sus rebaños a los pastizales veraniegos cercanos a las cabeceras de los ríos Yangtsé y Amarillo.
Dentro de la carpa, la esposa de Ba O lanza al fuego boñigas secas de yak mientras su hijo de cuatro años juega con un carrete de lana de oveja. La matriarca de la familia, Lu Ji, bate leche de yak para hacer queso, meciéndose a un ritmo hipnótico.
Detrás de ella hay dos baúles tibetanos curados, coronados con un pequeño altar budista: un molino de oración, un par de textos tibetanos manchados y varias velas de mantequilla de yak cuyas llamas jamás deben apagarse. «Así hemos hecho las cosas siempre dice Ba O. Y no queremos que eso cambie».
Tal vez sea demasiado tarde. Los pastizales desaparecen, a medida que decenios de temperaturas cada vez más cálidas -exacerbadas por el sobrepastoreo- convierten la pradera en desierto. Los ojos de agua se secan y ahora, en lugar de desplazarse una distancia corta para hallar pastizales veraniegos para sus rebaños, Ba O y su familia deben hacer una caminata de unos 50 kilómetros por el altiplano.
El rebaño de la familia se ha reducido de 500 a 120 cabezas. El siguiente paso parece inevitable: vender el ganado que les resta y mudarse a un campamento estatal de reasentamiento. En toda Asia la respuesta a amenazas inducidas por el clima ha sido preponderantemente lenta y poco sistemática, como si los gobiernos prefiriesen dejarla en manos de los países industrializados que primero bombearon los gases de efecto invernadero en la atmósfera.
Hay algunas excepciones. En Ladakh, región reseca del norte de India y Pakistán que depende por completo del hielo y la nieve derretidos, un ingeniero civil jubilado de nombre Chewang Norphel ha construido «glaciares artificiales»: sencillos diques de piedra que atrapan y congelan el derretimiento de los glaciares en el otoño para utilizarlo en la temporada de cultivo.
Nepal está desarrollando un sistema de vigilancia a distancia para determinar cuándo los lagos glaciares estén en peligro de estallar, así como la técnica para drenarlos. Incluso en lugares que afrontan inundaciones monzónicas destructivas, como Bangladesh, «escuelas flotantes» permiten a los niños continuar con su formación, en botes.
Pero nada se compara con la campaña que se lleva a cabo en China, que tiene menos agua que Canadá, pero una población 40 veces mayor. En el vasto desierto de la región de Xinjiang, justo al norte de la Meseta Tibetana, China busca construir 59 embalses para captar y conservar la escorrentía glaciar. Por todo el Tíbet se han instalado baterías de artillería para lanzar a las nubes yoduro de plata que inducirá la lluvia.
En Qinghai, el gobierno está cerrando los pastizales degradados con la esperanza de que se restablezcan con cuidados. En zonas donde los pastizales ya se han convertido en desiertos de matorrales espinosos, fardos de malla metálica se extienden sobre los últimos restos de vida vegetal para evitar que desaparezcan.
A lo largo del camino, cerca de la ciudad de Madoi, hay dos hileras de casas recién construidas. Es una aldea de reasentamiento para nómadas tibetanos, parte de un enorme y polémico programa que busca aliviar la presión sobre los pastizales cercanos a las fuentes de los tres ríos principales de China (Yangtsé, Amarillo y Mekong) donde tradicionalmente ha vivido casi la mitad de los 530,000 nómadas de la provincia de Qinghai. Decenas de miles de nómadas han tenido que abandonar sus costumbres, y muchos más -incluso, quizá, Ba O- podrían seguirlos.
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Aún no es mediodía en Dehli, a sólo 290 kilómetros al sur de los glaciares del Himalaya. Sin embargo, en los angostos corredores del Campamento Nehru, una barriada de esta ciudad de 16 millones de habitantes, el verano en la región norte de India ha encendido sus altos hornos y disparado las temperaturas a más de 40ºC. Chaya, de 25 años y esposa de un adivino, ha pasado siete horas en la dura rebatiña para conseguir el agua que, incluso hoy día, define la vida en esta agitada metrópolis, y ofrece una probada de lo que presagia el agotamiento del agua y el hielo del Tíbet.
El día de Chaya comenzó mucho antes de la salida del sol, cuando ella y sus cinco hijos se desplegaron en la oscuridad, armados de jarras de plástico de todos tamaños. Al amanecer, el rumor de un grifo con agua corriente provocó que corriera trastabillando, presa del pánico, por los angostos corredores de la barriada. Ahora, con los recipientes aún vacíos y el sol abrasador encima, ha regresado a casa para descansar un momento. Cuando le pregunto si ha comido algo hoy, ríe: «Ni siquiera hemos tomado té».
La demanda de agua en Delhi ya excede la oferta en más de 1000 millones de litros al día, escasez agravada por la inequitativa distribución y una infraestructura con fugas que pierde alrededor de 40% del líquido. Más de dos tercios del agua de la ciudad se extraen del Yamuna y del Ganges, ríos alimentados por el hielo del Himalaya. Si ese hielo desaparece, el futuro será casi con certeza peor. «Afrontamos una situación insostenible -menciona Diwan Singh, ecologista de Delhi-. Pronto habrá un éxodo debido a la falta de agua».
La tensión aflora. En el atestado callejón cercano a uno de los últimos grifos que funcionan en el Campamento Nehru, abierto durante una hora al día, un hombre golpea con los puños a una mujer que se metió en la fila, dejándole un moretón en el rostro. «Nos levantamos todas las mañanas para luchar por el agua», dice Kamal Bhate, astrólogo de la localidad que observa la refriega. Esta se disuelve en gritos y señales con los dedos, pero las peleas pueden ser mortales. En una barriada cercana un adolescente fue muerto a golpes por meterse en la fila.
A medida que los ríos mengüen, los conflictos podrían propagarse. India, China y Pakistán afrontarán la presión por elevar la producción de alimentos a fin de mantenerse al ritmo de sus enormes y crecientes poblaciones. Sin embargo, el cambio climático y el menguante abastecimiento de agua podrían reducir 5% los rendimientos de los cereales en el sur de Asia en de tres decenios.
«Veremos crecientes tensiones alrededor de los recursos hídricos compartidos, incluso disputas políticas entre agricultores, entre agricultores y ciudades, y entre las demandas humanas y ecológicas por el agua -afirma Peter Gleick, especialista en agua y presidente de Pacific Institute de Oakland, California-. Creo que más de estas tensiones conducirán a la violencia».
El desafío será prevenir que los conflictos por el agua se filtren por las fronteras. Existe ya una creciente sensación de alarma en Asia central en relación con la posibilidad de que países pobres pero dotados de muchos glaciares (Tayikistán, Kirguistán) puedan algún día restringir el caudal de agua a sus resecos, pero abundantes en petróleo, vecinos ricos (Uzbekistán, Kazajistán, Turkmenistán). En el futuro, la paz entre Pakistán e India podría depender tanto del agua como de las armas nucleares, puesto que ambos países comparten el Indo, río que depende de los glaciares.
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La mayor interrogante pende sobre China, que controla las fuentes de los mayores ríos de la región. La construcción china de una presa en el Mekong ha provocado ira río abajo, en Indochina. De proseguir Pekín con los planes tentativos de desviar el Brahmaputra, podría provocar a su rival, India, en la misma región donde ambos países sostuvieron una guerra en 1962.
Para la gente en el Campamento Nehru, los intereses geopolíticos se pierden en la frenética búsqueda de agua. Por la tarde, un grifo ubicado fuera de la barriada es abierto de pronto y Chaya, sonriendo triunfalmente, acarrea sobre la cabeza una jarra de 40 litros llena de regreso a casa. El agua está sucia y es amarga, además no hay con qué hervirla.
Pero ahora, por fin, puede darle a sus hijos el primer alimento del día: un trozo de pan y unas cuantas cucharadas de guiso de lentejas. «Deberían estar estudiando, pero los mandamos a buscar agua -dice Chaya-. No tenemos otra opción, porque quién sabe si mañana hallaremos agua suficiente».
El fatalismo puede ser una respuesta natural a fuerzas que parecen estar más allá de nuestro dominio. Sin embargo, Jia Son, el agricultor tibetano que observa el encogimiento del glaciar Mingyong, piensa que todas las acciones cuentan, sean buenas o malas, grandes o pequeñas. Al hacer una pausa en el sendero de la montaña, confiesa algo que lo hace sentir culpable. El derretimiento, declara, podría ser culpa suya.
Cuando Jia Son advirtió el aumento en las temperaturas -la novedosa sensación de que gotas de sudor le recorrían la espalda- dedujo que era un regalo de los dioses. En poco tiempo el invierno perdió parte de su brutal azote. El glaciar comenzó a soltar su agua a comienzos del verano y, por primera vez, los aldeanos contaron con el lujo de dos cosechas al año.
Luego llegaron los turistas chinos, una inundación de citadinos dispuestos a pagar a los lugareños para que los subieran a ver el glaciar. Los turistas han no siempre respetan las tradiciones budistas; en sus jubilosos gritos para provocar un derrumbe de hielo, parecían inconscientes de la calamidad que le ha acontecido al glaciar. Con todo, han convertido una aldea pobre en una de las más ricas de la región. «La vida es mucho más fácil ahora -menciona Jia Son-. Pero tal vez nuestra codicia ha airado a Kawagebo».
Se refiere a la temperamental deidad que se halla en lo alto de su aldea. Una de las montañas más sagradas del budismo tibetano, el monte Kawagebo nunca ha sido conquistado y los lugareños creen que la cumbre (y su glaciar) deben permanecer intactos. Cuando una expedición sino-japonesa intentó escalar el pico en 1991, una avalancha cerca de la cumbre del glaciar mató a los 17 escaladores. Jia Son sigue convencido de que las muertes no fueron accidentales, sino un castigo divino. ¿Podría el retroceso del Mingyong ser otro signo de desagrado del Kawagebo?
Jia Son no se arriesga. Todos los años emprende una peregrinación de 15 días alrededor del Kawagebo para mostrar su cada vez más profunda devoción budista. Ya no caza animales ni tala árboles. Como parte de un programa gubernamental, también ha cedido una parcela de terreno para que sea reforestada. Su familia sigue participando en la cooperativa turística de la aldea, pero se empeña en informar a los visitantes sobre la importancia espiritual del glaciar. «Nada mejorará ?señala? hasta que no nos libremos de nuestro pensamiento materialista».