Desde las alturas, era difícil ver las líneas que marcan el suelo desértico.
«¡Orca!», gritó el arqueólogo peruano Johny Isla, tratando de hacerse oír sobre el estruendo del motor y señalando la silueta de una ballena asesina bajo nosotros. «¡Mono!», anunció momentos después, cuando el famoso mono
de Nasca se reveló ante nuestra mirada. «¡Colibrí!».Desde que alcanzaron enorme reconocimiento a finales de los años veinte, cuando comenzó la aviación comercial entre Lima y la austral ciudad peruana de Arequipa, los misteriosos dibujos del desierto, conocidos como líneas de Nasca, han intrigado a arqueólogos, antropólogos y cualquier interesado en las culturas antiguas del continente americano; y casi durante ese mismo lapso, infinidad de científicos y aficionados han hecho interpretaciones personales de las líneas. Así, en distintos momentos las han caracterizado como caminos incas, proyectos de irrigación, imágenes que podían apreciarse sólo desde primitivos globos de aire caliente y, la más risible de todas, pistas de aterrizaje para naves extraterrestres.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, una maestra alemana de nombre Maria Reiche realizó los primeros estudios formales de las líneas y figuras, llamadas geoglifos, que yacen en las afueras de Nasca y la cercana población de Palpa. Durante medio siglo y hasta su muerte, en 1998, Reiche desempeñó un papel determinante en la conservación de esos trazos. La ferocidad con que protegió aquellas líneas de la intervención extranjera ha sido adoptada por los cuidadores de la actualidad, de suerte que hasta los científicos más serios tienen dificultades para acceder a las figuras zoomorfas más famosas de la pampa que se extiende inmediatamente al noroeste de Nasca. Sin embargo, desde 1997 una importante investigación peruano-alemana ha trabajado cerca de la ciudad de Palpa, un poco más al norte. Bajo la dirección de Isla y Markus Reindel, miembro del Instituto Arqueológico de Alemania, el Proyecto Nasca-Palpa ha realizado un estudio sistemático y multidisciplinario de los antiguos pueblos de la región.
Cuando nuestro avión comenzaba otro sobrevuelo, Isla, oriundo de las tierras altas, pegó su rostro ancho y de pómulos prominentes contra la ventana. «¡Trapezoide!», gritó, indicando un amplio claro con forma geométrica que se extendía abajo. «¡Plataforma!», agregó, apuntando con un dedo. «¡Plataforma!».
¿Plataforma? Lo que señalaba era un pequeño montículo de rocas en un extremo del trapezoide, aunque si Isla y sus colegas estaban en lo cierto, esas estructuras de aspecto insignificante podrían encerrar el secreto de la verdadera función de las líneas de Nasca, cuya historia comienza y termina con el agua.
La región costera del sur de Perú y norte de Chile es uno de los lugares más áridos del planeta. Al oriente, 10 ríos fluyen desde los Andes hasta la pequeña y aislada cuenca donde surgió la cultura nasca, aunque casi todos permanecen secos la mayor parte del año. Esas 10 frágiles cintas de verdor, enmarcadas por incontables tonalidades pardas, formaban el único sitio fértil donde podía surgir una antigua civilización. «El sitio era idóneo para los asentamientos humanos porque tenía agua ?explica el geógrafo Bernhard Eitel, miembro del Proyecto Nasca-Palpa?. Sin embargo, también era un ambiente de muy alto riesgo».
Según Eitel y su colega de la Universidad de Heidelberg, Bertil Mächtle, el microclima de la región de Nasca ha oscilado de manera muy marcada en los últimos cinco milenios a causa de un sistema de alta presión que impera en la región central sudamericana, conocido como «alta boliviana». Cuando el sistema de alta presión se desplaza hacia el norte, aumenta la precipitación en las laderas occidentales de los Andes, pero cuando la alta se desplaza hacia el sur, se secan los ríos del valle de Nasca. A pesar de las riesgosas condiciones, los nasca prosperaron allí durante ocho siglos y hacia el año 200 d.C. se separaron de una cultura anterior, conocida como paracas, para asentarse junto a los valles ribereños y cultivar algodón, frijol, tubérculos y lúcuma, así como una variedad de maíz de mazorca pequeña. La placa Tello, famosa escena en cerámica que muestra a varios personajes desfilando con flautas rodeados de perros danzantes, es considerada como retrato icónico de un pueblo pacífico cuyos rituales consistían en música, danzas y procesiones sagradas.
La capital teocrática durante el periodo nasca más antiguo era una arenosa ciudad sagrada llamada Cahuachi, sitio excavado inicialmente en los años cincuenta del siglo xx por el arqueólogo William Duncan Strong, de la Universidad de Columbia. El enorme complejo de 150 hectáreas incluye una pirámide de adobe imponente, varios templos de gran tamaño, extensas plazas y plataformas, así como una red compleja de escalinatas y corredores interconectados. En su libro sobre los sistemas de irrigación nasca, publicado en 2003, la arqueóloga Katharina Schreiber y el historiador Josué Lancho Rojas, señalan que el río Nasca, el cual corre bajo tierra unos 15 kilómetros hacia el oriente, reaparece como un manantial justo en las inmediaciones de Cahuachi. «En la época prehistórica ?escriben?, la aparición del agua en ese punto seguramente habría sido considerada como algo sagrado».
«Cahuachi era un centro ceremonial ?enfatiza Giuseppe Orefici, arqueólogo italiano que ha dirigido la excavación del sitio desde hace varios años?. Los pueblos de las montañas y la costa iban allí a dejar ofrendas». Entre los artefactos desenterrados se encuentran docenas de cráneos cercenados, casi todos con una cuerda trenzada y ensartada por un orificio en la frente, tal vez para llevarlos amarrados a la cintura. En otras partes del reino nasca, el patrón de precipitación hacía que los habitantes migraran a oriente u occidente por los valles fluviales. Desde la costa del Pacífico hasta altitudes de 4600 metros en las cumbres andinas, y casi en todas partes se han encontrado rastros de aldeas nasca, «como perlas en las márgenes de los valles» comenta Reindel. Y hay geoglifos en la mayoría de los asentamientos».
Con sólo retirar una capa de las rocas oscuras que cubrían el suelo para dejar expuesta la arena clara, los nasca dejaron marcas que han perdurado a lo largo de los siglos en el árido ambiente. Los arqueólogos creen que tanto el trazo como el mantenimiento de las líneas eran actividades comunitarias, «como la construcción de catedrales», puntualiza Reindel. Es muy probable que los antiguos ingenieros nasca hallaran un método más práctico para resolver el problema de la escasez de agua en los hiperáridos valles del sur. Un ingenioso sistema de pozos horizontales, que conectan con las empinadas napas freáticas en su descenso desde las laderas andinas, permitió que los asentamientos llevaran agua subterránea a la superficie. Llamados puquios, estos sistemas aún riegan los valles del sur.
Los nasca parecen haber sido un pueblo notablemente «verde». La construcción de los puquios pone al descubierto un sofisticado sentido de la conservación del agua, dado que los acueductos subterráneos minimizan la evaporación; asimismo, al sembrar semillas en orificios en vez de arar la tierra, los agricultores contribuyeron a preservar la subestructura del suelo. Los nasca reciclaban su basura como material de construcción. «Era una sociedad que administraba muy bien sus recursos ?aseguró?. Esa era la esencia nasca».
Para la mayoría, en la actualidad, la esencia de Nasca se concentra en sus líneas. Sin embargo, aunque los nasca ciertamente fueron los productores de geoglifos más prolíficos, no fueron los primeros. En una ladera que se eleva en los límites de una meseta al sur de la llanura de Palpa hay tres estilizadas figuras humanas, de ojos saltones y extraños rayos a modo de cabello, las cuales fueron creadas hace por lo menos 2?400 años, en una época muy anterior a la que suele citarse como el nacimiento de la civilización nasca. El grupo de Reindel ha atribuido no menos de 75 grupos de geoglifos del área de Palpa a la anterior cultura paracas. Los geoglifos paracas suelen representar estilizadas figuras antropomorfas que, a su vez, comparten características visuales muy específicas con imágenes aun anteriores, talladas en piedra y conocidas como petroglifos.
Estos hallazgos dejan en claro algo muy importante sobre las líneas de Nasca: no fueron creadas en un momento específico, en un sitio determinado y con un propósito único. Muchas de ellas están sobrepuestas a líneas más antiguas, cuya interpretación se complica debido a la obliteración y la sobreescritura. La idea generalizada de que sólo pueden percibirse desde el aire no es más que un mito moderno, pues los antiguos geoglifos de la era paracas fueron hechos sobre laderas para que pudieran verse desde la pampa. Sin embargo, al iniciarse la era nasca, las imágenes se volvieron menos antropomórficas y más naturalistas; emigraron al suelo de la pampa y casi todas las famosas siluetas animales, como la araña y el colibrí, evolucionaron en dibujos de una sola línea que puede seguirse de principio a fin sin jamás cruzar otro trazo. Esto sugiere que, en algún momento del periodo nasca antiguo, las líneas dejaron de ser simples imágenes para convertirse en rutas de procesiones ceremoniales. Más adelante, tal vez en respuesta al crecimiento poblacional explosivo, más personas comenzaron a participar en los rituales y los geoglifos entonces siguieron patrones abiertos y geométricos, con trapezoides que en ocasiones se extienden más de 600 metros. «Creemos que dejaron de ser imágenes que debían ser vistas para trasformarse en etapas que habían de recorrerse a pie en las ceremonias religiosas», explica Reindel.
Aquellos antiguos actos de adoración han dejado rastros en el suelo mismo. Entre los años 2003 y 2007, los geólogos Tomasz Gorka y Jörg Fassbinder hicieron mediciones del campo magnético terrestre en un trapezoide y en otras líneas, y detectaron sutiles alteraciones en la señal magnética, lo que sugiere que la tierra fue apisonada por la actividad humana, sobre todo en las inmediaciones de las plataformas. Entre tanto, Karsten Lambers, otro integrante del Proyecto Nasca-Palpa, recogió datos posicionales y realizó mediciones precisas de las líneas de visión de centenares de geoglifos. Sus resultados demuestran que los trapezoides y demás formas geométricas fueron construidos de manera que resultaban visibles desde diversos puntos. Por lo anterior, el equipo llegó a la conclusión de que eran lugares donde «los grupos sociales actuaban e interactuaban, mientras que los espectadores de los valles y otros sitios de geoglifos podían mirar y observar».
Cerro Blanco, una de las dunas de arena más altas del mundo, se eleva como una pálida y descarnada silueta de las faldas andinas, dominando el paisaje físico y espiritual de los valles meridionales de Nasca. Durante siglos, los pueblos andinos han adorado deidades representadas por montañas como Cerro Blanco y, según Johan Reinhard, explorador residente de National Geographic, las montañas siempre han sido relacionadas (si no geológica, al menos mitológicamente) con fuentes de agua. Por ello, los restos de cerámica nasca dispersos en el sendero que lleva a la cumbre de la duna podrían apuntar a una vinculación arraigada en el pasado remoto.
En 1986, Reinhard anunció el hallazgo de las ruinas de un círculo de piedra ceremonial en la cumbre del Illakata que, con más de 4?200 metros, es uno de los tributarios de montaña más altos que aporta sus deshielos al sistema de drenaje de Nasca. Aquel descubrimiento, aunado a otros vestigios de actividad ritual en lo alto de las cuencas, lo llevó a proponer que una de las principales funciones de las líneas de Nasca tenía que ver con el culto a las montañas sagradas, incluido Cerro Blanco, debido a su relación con el agua.
Investigaciones recientes han apoyado esta hipótesis. En las tierras altas del norte, donde las vicuñas salvajes deambulan cerca de los manantiales del río Palpa, me encuentro con Reindel y su equipo para escalar hasta la cúspide de una montaña sagrada conocida por los lugareños como Apu Llamoca (en lengua indígena, el vocablo apu significa «deidad»). En lo alto de este oscuro dique volcánico, Reindel me muestra un círculo de adoración con restos de cerámica, hallado por su equipo en 2008, y cerca de allí, una estructura semicircular casi idéntica a la que Reinhard descubrió en el Illakata.
Sin embargo, para los investigadores del Proyecto Nasca-Palpa, la verdadera epifanía que vinculaba los ritos sagrados nasca con el culto al agua surgió en 2000, en el trapezoide que domina la desolada meseta próxima a la aldea de Yunama. Con frecuencia, los arqueólogos habían reparado en montículos de piedra en el extremo de los trapezoides y sospechaban que se trataba de altares ceremoniales. Sin embargo, mientras Reindel excavaba uno de ellos, desenterrando restos de vasijas, caparazones de cangrejos de río, residuos vegetales y otras reliquias que, a todas luces, habían sido ofrendas rituales, encontró fragmentos de una gran concha marina del género Spondylus, fácilmente identificable por sus cremosas tonalidades coralinas y su erizada superficie exterior. Estos moluscos aparecen en las aguas costeras del norte de Perú sólo durante el fenómeno meteorológico de El Niño y, en consecuencia, suelen relacionarse con la llegada de las lluvias y la fecundidad agrícola.
«La concha de Spondylus ?señala Reindel? es un símbolo religioso muy importante que representa el agua y la fertilidad. Igual que el incienso en el Viejo Mundo, proviene de tierras muy lejanas y se encuentra sólo dentro de contextos muy específicos, como objetos funerarios y plataformas como esta. La concha se utilizaba en ciertas actividades rogatorias de agua y es evidente que, en esta región, el agua era el asunto clave», concluye.
Al final, todas aquellas ofrendas y plegarias quedaron sin respuesta. En el sitio de La Tiza, en la región sur de Nasca y dominando el desecado río Aja, la arqueóloga Christina Conlee realizó un descubrimiento macabro mientras excavaba una tumba nasca en 2004. La primera parte del esqueleto que apareció entre la tierra no fue el cráneo, sino los huesos del cuello. «Podíamos ver las vértebras desde arriba ?me contó Conlee?. El cuerpo estaba sentado, con brazos y piernas cruzados, pero sin cabeza».
Las marcas de corte en las vértebras sugerían que se había utilizado un afilado cuchillo de obsidiana para cercenar la cabeza. Confirmando esta impresión, una vasija de cerámica, conocida como jarro de cabeza, yacía junto a un codo del esqueleto: representaba la típica «cabeza trofeo» decapitada, de la cual crecía el tronco de un espectral árbol con ojos. El estilo de la vasija apunta hacia la fecha tentativa de 325 a 450 d.C.
Todo lo pertinente al enterramiento (la postura del esqueleto, el jarro de cabeza y la disposición del cuerpo) indicaba que había sido un sepelio deliberado y respetuoso. «Nadie habría hecho eso con un enemigo», informa Conlee, investigadora de la Universidad Estatal de Texas. El análisis con isótopos de la osamenta masculina reveló que el joven había vivido en las inmediaciones del sitio, era un lugareño más que un enemigo extranjero capturado en combate, así que Conlee sospecha que se trató de un sacrificio ritual. «Aunque podemos encontrar cabezas trofeo durante toda la era nasca ?informa?, hay indicios que sugieren que se volvieron más frecuentes en los periodos intermedio y tardío, así como en épocas de grandes dificultades ambientales, posiblemente sequías. Si este fue un sacrificio, lo hicieron para apaciguar a los dioses, tal vez a causa de una sequía o una cosecha fallida».
No hay duda que el agua, o mejor dicho su escasez, adquirió tremenda relevancia hacia el final de la cultura nasca, alrededor de 500 y 600 d.C. En sus investigaciones de la zona de Palpa, los geofísicos han podido determinar que, entre 200 a.C. y 600 d.C., la margen oriental del desierto avanzó paulatinamente hasta 20 kilómetros dentro de los valles, extendiéndose a una altitud de hasta 2?000 metros. Al mismo tiempo, los asentamientos poblacionales de los oasis fluviales de Palpa se adentraron en los valles, como adelantándose a las condiciones cada vez más áridas. «A finales del siglo vi de nuestra era, la aridez culminó y la sociedad nasca colapsó», concluyen Eitel y Mächtle en un artículo reciente. Para 650 d.C., el militarista imperio wari había expandido su territorio desde las montañas centrales, desplazando a los nasca en la desértica región del sur.
«El colapso de la cultura nasca temprana en Cahuachi no se debió exclusivamente a las condiciones climáticas, y podríamos afirmar lo mismo sobre el final de la cultura nasca en general ?comenta Johny Isla?. Hubo un estado de crisis debido a que el agua era más abundante en unos valles que en otros, y es muy posible que surgieran conflictos entre los líderes de los distintos lugares».
Por supuesto, la herencia de los nasca perdura en sus famosas líneas y, aunque la mayoría de los visitantes puede admirarlas desde las alturas, lo que he visto y oído me convence de que es imposible entender esos geoglifos si no se experimentan a nivel del suelo. Isla me describió la sensación de caminar por aquellas rutas sagradas. «Es algo que uno puede sentir», declaró, e intrigado por esa afirmación le pregunté si podríamos recorrer varias líneas de la pequeña Cresta de Sacramento, al norte de la población de Palpa.Nos reunimos al amanecer de una mañana invernal de agosto, con la bruma reptando por el valle que se extiende a nuestros pies y el sol aún cautivo en el oriente, detrás de las faldas andinas. Mientras cruzamos el amplio trapezoide de la meseta desértica, Islas me advierte que camine con cuidado mientras él restaura el paisaje sagrado cual amoroso jardinero, devolviendo y apisonando en su sitio las piedras que han sido movidas, como si fueran trozos de pasto arrancados de un campo de golf. Luego de caminar casi de puntillas durante varios minutos, llegamos a los senderos de una antigua espiral, otro diseño comúnmente observado en los geoglifos de Nasca.
Mientras seguía la ruta concéntrica, mis pies me situaban cara a cara con cada rincón de los alrededores: el valle de Palpa al sur, las montañas costeras al oeste, la «montaña sagrada» local (Cerro Pinchango) al norte, y al oriente, las faldas de los Andes, con su poder casi divino para nutrir los ensortijados ríos del sistema de drenaje nasca, cuyas aguas regaron las semillas de la civilización que alguna vez floreció en este entorno por demás estéril. Si hubiera entrado en el vórtice de este sendero sinuoso en la antigüedad, habría estado frente a frente con los otros fieles en procesión. Fue en ese momento cuando comprendí que la caminata rogatoria de los nasca reforzaba tanto las relaciones sagradas como las sociales.
«¡Mire!», exclama Isla, repentinamente. El sol asomaba al fin sobre las laderas y la luz matinal oblicua proyectaba nuestras sombras alargadas sobre el geoglifo. La espiral casi parecía flotar sobre el paisaje, con sus bordes de piedras amontonadas en marcado relieve.
Mientras mis pasos proseguían por el circuito, se me ocurrió que una de las funciones más importantes de las «misteriosas» líneas de Nasca no era, después de todo, un misterio. Sin duda, para los nasca, aquellos geoglifos eran el recordatorio cinético y ritual de que su destino estaba ligado estrechamente al ambiente. Es cierto que cada línea y curva despejadas en el suelo desértico nos permiten leer el profundo respeto de aquella cultura por la naturaleza. Pero cuando nuestros pies tocan ese lugar sagrado, aunque sea durante un breve y humilde instante, podemos sentirlo.
Este artículo corresponde a la edición de Marzo de 2010 de National Geographic.