Se auguran tormentas solares que podrían afectar la economía del globo de la misma forma que lo hizo el huracán Katrina
El jueves 1 de septiembre de 1859, Richard Carrington, productor de cerveza y astrónomo aficionado de 33 años, subió las escaleras de su observatorio privado, abrió la cúpula y ajustó su telescopio para proyectar una imagen de 28 centímetros del Sol en una pantalla. Estaba calcando manchas solares en un papel cuando de pronto aparecieron «dos manchas de luz blanca muy brillante» entre un grupo grande.
Al mismo tiempo, la aguja del magnetómetro que colgaba de un hilo de seda en el Observatorio Kew de Londres empezó a oscilar en una danza enloquecida. Al día siguiente, antes del amanecer, enormes despliegues aurorales rojos, verdes y morados iluminaron los cielos de lugares tan al sur como Hawái y Panamá. En las montañas Rocosas los campistas confundieron la aurora con el amanecer y se levantaron a preparar el desayuno.
La ráfaga que Carrington observó anunciaba una supertormenta solar: una erupción electromagnética que lanzó miles de millones de toneladas de partículas cargadas que se precipitaron hacia la Tierra. Cuando la onda invisible chocó con el campo magnético del planeta, provocó un aumento repentino de las corrientes eléctricas en las líneas de telégrafo que interrumpió el servicio en varias estaciones, pero los telegrafistas de otros lugares descubrieron que podían desconectar las baterías. «Estamos trabajando únicamente con la corriente de la aurora boreal», decía un mensaje que un telegrafista de Boston envió a Portland, Maine. «¿Cómo están recibiendo mi mensaje?», preguntó. «Mucho mejor que cuando funcionan las baterías», contestó Portland.
Ninguna supertormenta solar tan poderosa como la de 1859 ha ocurrido desde entonces, y por eso es difícil calcular cuál sería el alcance de una tormenta comparable en el mundo de hoy, aún más dependiente de la energía eléctrica. Tuvimos una muestra con el apagón de Quebec, el 13 de marzo de 1989, cuando una tormenta solar, de unos dos tercios de la intensidad que tuvo el evento de Carrington, paralizó la red eléctrica que abastece a más de seis millones de usuarios. Una tormenta como la de Carrington puede freír más transformadores de los que las compañías de electricidad tienen de reserva, dejando a millones de personas sin luz, agua potable, tratamiento de aguas residuales, calefacción, aire acondicionado, combustible, servicio telefónico o alimentos perecederos y medicinas durante los meses que tomaría fabricar e instalar transformadores nuevos. En un informe de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos se estima que una tormenta así podría tener un impacto económico equivalente al de 20 huracanes como Katrina; tan solo el primer año los costos serían de uno a dos billones de dólares y la recuperación tomaría una década.
«No podemos predecir lo que hará el Sol más allá de unos cuantos días», se lamenta Karel Schrijver, del Laboratorio Solar y de Astrofísica Lockheed Martin en Palo Alto, California. Como se prevé que este año se inicie un periodo de máxima activad solar, los centros de meteorología espacial están aumentando su personal con la esperanza de que las cosas no pasen a mayores. «Intentamos entender cómo afecta el estado del tiempo espacial a la sociedad y qué tan malo podría ser» señala Schrijver. «Una vez que identificas una amenaza de esta magnitud, lo moralmente correcto es estar preparado. No hacerlo tiene consecuencias intolerables».
Pocos objetos son tan familiares como el Sol y, no obstante, pocos son tan extraños. Al observarlo a través de un telescopio solar, ese disco amarillo se transforma en un dinámico país de las maravillas, donde protuberancias del tamaño de un planeta se elevan en la negrura del espacio como medusas resplandecientes, y tan solo horas o días después forman un rizo y reptan de regreso, como atraídas por un fuerza invisible.
El Sol no es líquido, ni sólido ni gaseoso: está hecho de plasma, el «cuarto estado de la materia», que se forma cuando los átomos se «desvisten» hasta que solo quedan protones y electrons desnudos. Todas estas partículas cargadas hacen del plasma solar un magnífico conductor de electricidad. Además, el Sol rebosa de campos magnéticos, la mayoría permanecen dentro de él, pero algunos conductos de flujo magnético, tan gruesos como la Tierra, emergen a la superficie como manchas solares. Este magnetismo dirige la coreografía de esa danza sinuosa en la atmósfera del Sol y produce el viento solar, arrojando al exterior un millón de toneladas de plasma por segundo, que viajan a una velocidad de 700 kilómetros por segundo.
Detrás de toda esta actividad está la intrincada y fascinante maquinaria de una estrella excepcional. El núcleo solar es una esfera de plasma hirviente seis veces más densa que el oro y se encuentra a una temperatura de 15 millones de grados Celsius. Aquí se fusionan 700 millones de toneladas de protones cada segundo, convirtiéndose en núcleos de helio y liberando la energía de 10 000 millones de bombas de hidrógeno en el proceso. El núcleo solar se expande cuando la tasa de fusión aumenta y se contrae cuando esta decrece. Sobrepuestos a este latido lento y profundo hay otros miles de ritmos que van desde el ciclo de 11 años de las manchas solares hasta los que abarcan siglos.
La energía producida por la fusión en el núcleo solar viaja hacia afuera por medio de protones de alta energía. La materia es tan compacta en esta zona de radiación que a los fotones les toma más de 100 000 años llegar a la zona convectiva del Sol, que se encuentra a 70 % del camino entre el centro solar y la superficie. Más o menos un mes después los fotones emergen a la fotósfera, la parte del Sol que nosotros vemos. Desde aquí, les toma tan solo ocho minutos llegar a la Tierra en forma de luz solar.
Esta titánica caldera termonuclear hace mucho ruido. «El Sol suena cual campana en millones de tonos distintos», dice Mark Miesch, del Centro Nacional de Investigación Atmosférica. Estos tonos generan ondulaciones en la superficie solar que los científicos estudian para hacer mapas de las corrientes profundas de la zona convectiva. Los sensores heliosísmicos del Observatorio de Dinámica Solar, un satélite de la NASA, permitió recientemente a unos investigadores detectar nudos magnéticos 65 000 kilómetros debajo de la superficie solar y predecir que días después emergerían como manchas solares.
Esto es crucial para entender cómo se forman las tormentas solares. El Sol tiene líneas globales de campo magnético que lo rodean de polo a polo, como una jaula de pájaros. Las líneas de campo locales, enredadas con el plasma en la zona convectiva, se doblan, retuercen y asoman a través de la superficie, formando rizos que se hacen visibles por el plasma caliente y brillante. Cuando los rizos se cruzan causan las tremendas explosiones de plasma conocidas como ráfagas solares. Estas explosions liberan una cantidad de energía equivalente a centenas de millones de megatones de TNT, escupiendo al espacio rayos X y rayos gama, y acelerando las partículas cargadas casi hasta la velocidad de la luz.
El evento de Carrington fue ocasionado por una poderosa ráfaga solar que produjo, por segunda ocasión, un inusual par de eyecciones de masa coronal (erupciones magnéticas de plasma caliente gigantescas que son arrojadas al espacio, o CME por sus siglas en inglés). Su efecto combinado aplastó la magnetósfera terrestre (donde, el campo magnético del planeta interactúa con el viento solar) de su altitud habitual de 60 000 a 7 000 kilómetros. Las partículas cargadas que entraban en la atmósfera superior ocasionaron auroras intensas en gran parte de la Tierra. Algunas personas pensaron que sus ciudades se estaban incendiando.
Una supertormenta como la de Carrington ocurre probablemente solo una vez en varios siglos, pero incluso tormentas mucho más pequeñas pueden causar daños considerables, tomando en cuenta que los humanos dependemos cada vez más de tecnología desplegada en el espacio. Las tormentas solares perturban la ionósfera, a más de 100 kilómetros sobre la superficie del planeta. Los pilotos de los casi 11 000 vuelos comerciales que pasan por la región polar norte cada año dependen de que las señales de radio de onda corta reboten en la ionósfera para comunicarse más allá de los 80 grados de latitud. Cuando el estado del tiempo espacial perturba la ionósfera e interrumpe las comunicaciones de onda corta, los pilotos se ven obligados a cambiar su ruta, lo cual puede costar hasta 100 000 dólares por vuelo. Una ionósfera agitada también trastorna las señales del Sistema de Localización Global (GPS, por sus siglas en inglés), lo que resulta en errores de ubicación de hasta 50 metros. Esto implica que los topógrafos no pueden trabajar, las plataformas petroleras flotantes enfrentan problemas para operar y los pilotos no pueden confiar en los sistemas de aterrizaje que utilizan el GPS en muchos campos de aviación.
La luz ultravioleta emitida durante las ráfagas solares también puede perturbar las órbitas satelitales al calentar la atmósfera, ya que esto frena sus trayectorias. La Estación Espacial Internacional desciende más de 300 metros al día cuando el Sol hace de las suyas. Las tormentas solares además podrían afectar los satélites de comunicación, volviéndolos ?zombis?: a la deriva en su órbita y muertos para el mundo.
A diferencia de los satélites, la mayoría de las redes carece de una protección integrada contra una tormenta geomagnética poderosa. Como los transformadores grandes están en contacto directo con el suelo, las tormentas geomagnéticas pueden inducir corrientes que los sobrecalienten, los incendien o los hagan explotar. El daño podría ser catastrófico. Según John Kappenman, de Consultores de Análisis de Tormentas (SAC, por sus siglas en inglés), una tormenta solar como la que ocurrió en mayo de 1921 podría hoy día apagar las luces en más de la mitad de Norteamérica. Una tormenta como la de 1859 podría colapsar la red entera, haciendo que millones de personas regresen a un modo de vida preeléctrico durante semanas o quizá meses.
En 1859, el mundo tenía pocos instrumentos para estudiar el Sol. En la actualidad, los científicos vigilan constantemente nuestra estrella con una imponente flota de satélites que pueden tomar imágenes en longitudes de onda de rayos X y ultravioleta, que la atmósfera terrestre bloquea. El venerable Explorador de Composición Avanzada (ACE, por sus siglas en inglés), vigila el viento solar desde una órbita alrededor del punto de Lagrange L1, una posición gravitacional estable que se encuentra a 1.5 millones de kilómetros de la Tierra de camino al Sol. El Observatorio Solar y Helioesférico (SOHO, por sus siglas en inglés) lleva una docena de detectores que registran todo, desde los protones de alta velocidad de los vientos solares hasta las oscilaciones de baja velocidad. STEREO consta de un par de satélites: juntos toman imágenes solares 3-D que revelan cómo las eyecciones de masa coronal despegan de la superficie solar y se aceleran por el espacio. Mientras tanto, el Observatorio de Dinámica Solar, que fue puesto en órbita geosincrónica en febrero de 2010, descarga 1.5 terabytes de información cada día sobre la atmósfera solar, sus oscilaciones y su campo magnético.
Pero todavía hay mucho por hacer. «El tiempo espacial está tan avanzado como el tiempo terrestre lo estaba hace 50 años», dice el físico Douglas Biesecker, del Centro de Pronóstico del Estado del Tiempo Espacial de la Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA, por sus siglas en inglés), en Boulder, Colorado. Debido a que el efecto de una tormenta depende en parte de cómo se alinea su campo magnético con el de la Tierra, los científicos no pueden asegurar cuál será su intensidad hasta que llega al satélite ACE (en algunos casos, no más de 20 minutos antes de que la tormenta choque con la Tierra).
Así que los investigadores se concentran en pronosticar la fuerza potencial y el tiempo estimado de llegada de las tormentas, dando a los sistemas vulnerables tiempo para prepararse. En octubre pasado, el grupo de NOAA inauguró un modelo por computadora, llamado Enlil por el dios sumerio de los vientos, que puede predecir cuándo una CME llegará a la Tierra con una precisión de más o menos seis horas (el doble que los pronósticos anteriores). La predicción de Enlil sobre la llegada de una tormenta potencialmente riesgosa el pasado 8 de marzo falló por solo 45 minutos. Al final, esa tormenta no fue gran cosa. La próxima vez quizá no tengamos tanta suerte.
«Aún no hemos visto nada muy grande en este ciclo solar» dice Biesecker. «Pero ahora sabemos que, cuando llegue, estaremos listos».