En Palermo, los cuerpos de hombres del siglo XIX cuelgan en macabras hileras. En 1599, los cuerpos secados al natural inspiraron a los frailes para momificar al clero.
El aeropuerto de palermo se llama Falcone-Borsellino. Suena a serie de televisión de la década de los setenta, y por eso se te perdona que no sepas de quién son los nombres. Fueron un par de jueces valientes que trataron de romper de una vez por todas el antiguo control del crimen organizado en Sicilia.
Ambos fueron asesinados. Aquí no les gusta hablar con extraños sobre la mafia; es un problema familiar vergonzoso que no nos concierne, es una tragedia privada. Sicilia es un lugar reservado. Puedes sentirlo en las ennegrecidas y barrocas calles de Palermo, la capital, donde aún no se ha reparado del todo el daño ocasionado por las bombas durante los desembarcos de los aliados en 1943 y donde los palacios convertidos en vecindades son habitados por refugiados del norte de África.
Es un lugar receloso y masculino, bello y desbaratado. La historia de Sicilia es un idilio, como cualquiera en Europa, mordaz y miserable: en la década de los cincuenta, eran de los campesinos más pobres de Occidente. Durante siglos, se ganaron la vida precariamente, sufriendo constantes vendettas y disputas, injusticia, explotación, asesinatos por honor y códigos de asesinos, rodeados por el aroma de las flores de mandarina y el incienso.
En Sicilia, la sangre ha cobrado sangre durante generaciones. El monasterio capuchino en Palermo es un discreto edificio blanco. Se ubica en una tranquila plaza junto a un cementerio, del otro lado de la ciudad en donde la mafia saldó cuentas con el juez Borsellino en 1992.
Afuera de la puerta, metidos en una esquina, un par de vendedores ambulantes ofrecen tarjetas postales y guías; adentro, un fraile está sentado en una mesa vendiendo boletos y más tarjetas postales y recuerdos votivos. Es un día tranquilo y lee el periódico. Al bajar un tramo de escaleras, después de una estatua de madera de Nuestra Señora de los Dolores, está la puerta de la catacumba, la sala de espera de los muertos.
Es sorprendentemente grande, con techos abovedados altos y corredores largos que se abren en ángulos rectos. Es fría y húmeda, huele a polvo ácido y picante, y a ropas podridas. Las ventanas están en lo alto y difuminan la luz del sol hasta convertirla en un pálido resplandor. Hay unos focos fluorescentes que le añaden un brillo anémico, como de morgue.
Colgando de las paredes, apoyados en bancas, descansando en sus decrépitas cajas, hay casi 2?000 muertos. Están vestidos con sus mejores ropas, con los uniformes de su vocación terrena. Nadie más aquí abajo. En Europa, la desecación y conservación de cadáveres es un asunto particularmente siciliano.
Hay otros ejemplos en Italia, pero la gran mayoría son de Sicilia, donde la relación entre los vivos y los muertos es muy fuerte. Nadie sabe bien a bien cuántos hay, o a cuántos sacaron los sacerdotes de las catacumbas y los enterraron en cementerios, preocupados por la teología de mantener cadáveres votivos.
El fenómeno provoca de inmediato una pregunta: ¿por qué hacerlo? ¿Por qué exhibir cadáveres en descomposición? Camino por los pasillos con la extraña sensación de que en realidad no sé lo que siento. En Occidente, no solemos ver cuerpos muertos: la ausencia de vida se envuelve y se esconde.
Estos muertos tienen una mística, una actitud y convicciones previas. Al examinar los cadáveres con un interés mórbido ?con que así es como se ve la muerte?, me doy cuenta de que la gran diferencia entre los vivos y los muertos es que a estos se les puede mirar fijamente con una curiosidad que los vivos jamás tolerarían.
Las quijadas cuelgan en un silencioso grito, los dientes podridos sonríen amenazadoramente, las cuencas de los ojos miran sin esperanza, tiras de piel dura se adhieren a las enjutas mejillas y los nudillos artríticos. Casi todas estas personas son pequeñas y tienen los brazos cruzados.
Las mantienen derechas mediante alambres y clavos, pues con la cabeza de lado se hunden, y los cuerpos colapsan lentamente bajo el esfuerzo de imitar una vida pasada. Los corredores están divididos en religiosos y profesionales, o sea, médicos y abogados y un par de soldados de vodevil con sus uniformes de carabinieri.
Hay un corredor de mujeres donde el guía indica que podemos admirar las modas del pasado. Los esqueletos están vestidos con ropas raídas y sucias, deslavadas hasta alcanzar un gris turbio. No hay mucho que admirar. Una capilla adjunta está dedicada a los que murieron vírgenes, algo especialmente duro, que la costumbre contemporánea considera un estigma cruel y patético como para ser llevado toda la eternidad.
Cuando fueron enterrados aquí, deben haber parecido símbolos de pureza entre la podredumbre. Y luego está una capilla pequeña para los infantes. Los niños están vestidos con ropas de fiesta, arreglados como muñecos de muertos vivientes. Una niña está sentada en una sillita con un pequeño esqueleto en el regazo, tal vez un hermano menor, imagen risible y a la vez insoportablemente lamentable.@@x@@No se parece a las catacumbas de Roma, una excavación arqueológica de tumbas.
Aquí siempre se pretendió exhibir los cuerpos, y además cobran una pequeña cuota por el placer. Hay letreros que recuerdan que uno debe ser respetuoso y no tomar fotografías, pero ellos las venden.
No queda claro si es una experiencia religiosa o cultural, pero es un atractivo turístico. La primera momia, y la más antigua, es un fraile: Silvestro da Gubbio, parado en su nicho desde 1599. La mayoría de los cuerpos son del siglo xix. En un inicio, eran exclusivamente frailes y sacerdotes adscritos al monasterio.
A medida que transcurrió el tiempo, a los religiosos se les unieron benefactores, dignatarios y notables. Nadie sabe a ciencia cierta qué dio lugar a la momificación; probablemente se descubrió por casualidad que un cuerpo dejado en una cripta con una atmósfera particular de frío y piedra caliza porosa en realidad se secaría en lugar de pudrirse.
Luego se ideó un sistema. Los muertos eran colocados en recámaras, llamadas coladores, sobre placas de terracota encima de resumideros donde se drenaban los fluidos corporales y los cadáveres se desecaban lentamente, como el prosciutto. De ocho meses a un año después, los lavaban con vinagre, les volvían a poner sus mejores ropas y los colocaban en féretros o los colgaban de los muros.
La conservación de cuerpos se realiza en muchos lugares, pero rara vez son exhibidos como aquí. Sicilia tiene tantas culturas, tantos pueblos vinieron aquí con sus prácticas y creencias y fueron asimilados, que de vez en cuando surgen fragmentos cuyos orígenes han sido olvidados.
Se ha sugerido que la práctica sea el eco de una creencia?rito mucho más antiguo, precristiano, del poder chamánico de los cadáveres. No todos los cuerpos se secaban; algunos deben haberse podrido, por lo que la conservación de otros debió ser un indicio de la voluntad de Dios, un toque divino que hacía que algunos individuos permanecieran como eran en vida, en señal de una bondad mundana particular.
Así como las reliquias de los santos se usan para ayudar a las oraciones y las creencias, tal vez se pensaba que estos cuerpos habían sido conservados por Dios para reforzar la fe. O tal vez las catacumbas se construyeron como un memento mori, ejemplo de que todas las ambiciones mundanas son pasajeras, de que la muerte es inevitable y de lo vanidoso y tonto que es acumular riqueza en la Tierra.
En años posteriores, algunos cuerpos se conservaban de una manera más elaborada, inyectándoles productos químicos, lo que le quitaba la responsabilidad a Dios de las manos y la ponía en los enterradores y la ciencia. En una de las capillas, una niña, Rosalia Lombardo, yace en su ataúd. Parece estar durmiendo debajo de una sucia sábana café.
A diferencia de muchas de las otras momias enjutas y secas, ella tiene su propio cabello, que cae formando rizos de muñeca sobre la frente amarilla, atado como un gran moño de seda amarillo. Tiene los ojos cerrados y las pestañas perfectamente conservadas. De no estar rodeada por las calaveras sonrientes y la podredumbre de este lugar, podría ser tan sólo una niña que dormita camino a su casa después de asistir a una fiesta.
El naturalismo y la belleza son cautivadores; la implicación de que la vida está sólo a un aliento de distancia es perturbadora y espeluznante. Rosalia tenía dos años cuando contrajo neumonía y murió. Loco de dolor, su padre le pidió a Alfredo Salafia, un renombrado embalsamador, que la conservara.
El efecto es terrible, trágicamente vital, y la pena parece pender sobre su cabecita rubia. En Palermo, se menciona a Rosalia como una especie de semideidad, un pequeño ángel mágico. Los taxistas dicen: «¿Vio a Rosalia? Bella.» @@x@@Savoca es un pueblo tranquilo que asciende por una colina hasta que se alcanza a ver el mar en el oriente de la isla.
Un lugar dolido y cerrado sobre sí mismo. Aquí es donde Francis Ford Coppola filmó El padrino. La cantina donde Michael y su trágica esposa festejaron su boda se ubica en una pequeña plaza y se ve exactamente igual a como lucía en la pantalla hace 37 años.
No hay un letrero que mencione la película. No les gusta esa asociación; la mayoría de sicilianos a los que les pregunté dicen no haberla visto. En la cima de la colina hay un convento, que más parece un albergue que una institución medieval gótica. Aquí sólo hay dos monjas, ambas indias de Jharkhand. Llevan ropa de lana arriba de sus saris.
En una habitación lateral, colocados sobre cajas de triplay temporales, hay un par de docenas de cadáveres que son estudiados por un trío de científicos. Son un equipo insólito: Arthur Aufderheide, un estadounidense octogenario de Minnesota que comenzó como patólogo y más tarde se convirtió en uno de los principales expertos en momias del mundo; Albert Zink, un enorme alemán que es el director del Instituto de Momias y el Hombre de Hielo en el norte de Italia, y un joven siciliano, Dario Piombino-Mascali ?emocional y nervioso, constantemente preocupado, entusiasta y centrado, tal vez brillante?, con un piercing en la ceja y una chaqueta que tiene escrito «Boxfresh» («recién salido de la caja») en la espalda, aparentemente sin ironía.
Lo encuentro inclinado sobre una caja no tan reciente y levantando delicadamente el sobrepelliz de un sacerdote del siglo XIX. Está buscando un discreto pedazo de materia orgánica para que el profesor Zink le haga unas pruebas. «Oh, ¿es esto lo que creo?» Todos asomamos la cabeza por la ropa del vicario y coincidimos en que probablemente así es.
Extrae con la mano un delgado saco de piel seca y polvorienta. Una muestra de medio centímetro es meticulosamente etiquetada y empacada. No va a extrañar su escroto. Mucho puede recopilarse de los cadáveres acerca de las vidas cotidianas del pasado: dieta, enfermedad y esperanza de vida.
Saber más sobre padecimientos como sífilis, malaria, cólera y tuberculosis en siglos anteriores puede ayudarnos a estar mejor ahora. Los científicos se mueven metódicamente, revisando la altura y la edad de los cadáveres, examinando las calaveras y los dientes, buscando el esmalte acanalado que puede significar años de desnutrición.
Dos momias padecían de gota. Cinco muestran señales de artritis degenerativa. Casi todas estas personas tenían los dientes en pésimas condiciones: sarro acumulado, encías disminuidas, caries y abscesos. Se revisan los abdómenes buscando omisiones.
A uno de los cuerpos le quitaron el tejido blando y otros fueron rellenados con trapos y hojas, como las de laurel, tal vez para mitigar el olor, o quizá porque se suponía que tenían valor como conservadores. Al rellenar las formas enjutas se parecían más a cómo eran en vida.
La piel tiene la calidad cerosa del pergamino, las ropas se sienten pegajosas y húmedas, los rostros están hinchados, las bocas permiten examinar marchitas laringes y lenguas secas. Los científicos son respetuosos de los cuerpos, y nunca se olvidan del hecho de que fueron humanos ?como nosotros?, aunque se refieran a ellos como cosas, tal vez como una manera de mantener su distancia, de desapegarse, mientras extraen un molar.
Por el momento, los espacios albergan únicamente cientos de ciempiés muertos y secos. Varios cuerpos aún se conservan en sus elaborados féretros. Con cautela, levanto una pesada tapa que tal vez no se ha movido de allí en más de un siglo y miro hacia dentro.
El aire parece escapar con un grueso suspiro, y el olor se me pega a la garganta; no huele a podrido, sino a caldo de res y al aroma del moho seco y finas capas de polvo humano. Es un olor dramáticamente inolvidable, la tintura del silencio y la tristeza, el aroma de oraciones que se repiten a lo lejos, o del remordimiento y el arrepentimiento, un olor que es repelente y a la vez resulta íntimamente familiar. Algo que se percibe por primera vez, pero que también tiene la extraña y convincente sensación de un déjà vu.@@x@@Nunca sabremos con certeza qué significaban estos cuerpos para las congregaciones que los colocaron y vistieron.
Siguen siendo uno de los misterios de Sicilia. Nos quedamos con nuestras propias preocupaciones, pensamientos y dudas al confrontarnos con estas cómicas y trágicas visiones de la muerte. Es difícil desentrañar los sentimientos que provocan los cuerpos, congelados en el viaje entre nada y nada: los misterios, temores y esperanzas, las contradicciones de la vida y la pérdida, que son eternos y universales.
El hermoso pueblo de Novara di Sicilia tiene una enorme iglesia piadosamente decorada. Frente al altar hay una puerta secreta hacia la cripta y, con sólo apretar un botón oculto, el piso se abre electrónicamente, como en una película de James Bond.
Al bajar un tramo de escaleras hay una serie de nichos que contienen los variados y ahora familiares cuerpos de más prelados. Colocados en pequeños asientos de piedra con hoyos ?sus coladeras?, le otorgan a la habitación un aire muy serio, como la sensación de alivio colectivo en un mingitorio.
En una repisa alta repleta de calaveras hay una caja con dos gatos, momificados naturalmente, una débil sombra del antiguo Egipto. Quedaron atrapados en la cripta, como un recordatorio de que a pesar de tener nueve vidas, sólo hay un final.