Un día del año 800, la pacífica ciudad maya de Cancuén se volvió un torbellino.
Rivalidades funestas
Un día del año 800, la pacífica ciudad maya de Cancuén se volvió un torbellino. El rey Kan Maax debió haber sabido que se avecinaban problemas, pues trató de construir parapetos improvisados en los accesos de su palacio de 200 habitaciones. Pero no terminó a tiempo. Los atacantes invadieron rápidamente las afueras de la ciudad e irrumpieron a raudales al centro ritual de Cancuén.
La velocidad del ataque sigue siendo obvia hoy en día: construcciones inconclusas derrumbadas en el suelo, monumentos de piedra a medio tallar que enmarcan los senderos y platos y vasijas esparcidos por la cocina del palacio. Los invasores tomaron 31 rehenes.
Las joyas y los ornamentos encontrados con sus restos indican que eran nobles, tal vez miembros de la familia extendida de Kan Maax o huéspedes reales de ciudades conquistadas. Entre los cautivos había niños y mujeres; dos estaban embarazadas. Llevaron a todos al atrio ceremonial del palacio y los ejecutaron sistemáticamente.
Los asesinos utilizaron lanzas y hachas, con las que empalaron o decapitaron a sus víctimas. Colocaron los cuerpos en el chultún (aljibe) del palacio. De apenas nueve metros de largo y tres de profundidad, estaba forrado de estuco rojo y era alimentado por un manantial subterráneo.
Los cuerpos, acompañados de prendas ceremoniales y adornos preciosos, cupieron fácilmente. Kan Maax y su reina corrieron la misma suerte. Fueron enterrados a 90 metros de distancia en 60 centímetros de relleno de construcción que serviría para remodelar el palacio.
El rey aún portaba su elaborado tocado ceremonial y un collar de madreperla que lo identificaba como el Sagrado Señor de Cancuén. Nadie sabe quiénes fueron los asesinos o qué buscaban. Aparentemente, no les interesaba el botín: unas 3 600 piezas de jade y artículos domésticos en el palacio y objetos de cerámica de la gigantesca cocina de Cancuén quedaron intactos.
Pero, para los arqueólogos que durante los últimos años han excavado buscando evidencias, el mensaje es claro. Al depositar los cadáveres en el chultún, «envenenaron el pozo», dice el arqueólogo Arthur Demarest. También mellaron los rostros tallados en los monumentos de piedra y los colocaron bocabajo.
«El sitio -dice Demarest- fue asesinado ritualmente». Cancuén fue una de las últimas piezas del dominó que cayó en el valle del río La Pasión, una zona del antiguo centro maya en lo que hoy es Guatemala. Muchas ciudades ya habían tenido un final semejante y, a lo largo de toda la tierra caliente del sur de Mesoamérica, lo que llegó a conocerse como el periodo maya Clásico ya estaba en progreso.
La civilización que había dominado la región durante 500 años entraba entonces en una prolongada e irrevocable decadencia. Algunas efervescentes ciudades-Estado fueron destruidas por las guerras, pero otras simplemente decayeron. Los kuhul ajaw, o señores sagrados, que conmemoraban sus hazañas en murales, esculturas y arquitectura, ya no mandaban edificar obras nuevas.
Las exposiciones públicas de escritura con glifos escasearon y las fechas en el sistema calendárico de la Cuenta Larga casi desaparecieron de los monumentos. La población disminuyó drásticamente. Los nobles abandonaron sus palacios, que fueron invadidos. Después, los habitantes emigraron y la jungla reclamó lo que quedaba.