Miles de budas cautivan a estudiosos y turistas en un oasis de la Ruta de la Seda.
Para Xuanzang, monje budista que recorrió la Ruta de la Seda en 629 d.?C., los esqueletos humanos blanqueados y amontonados sobre la arena eran un recordatorio de los peligros que lo acechaban en la arteria principal de comercio, conquista e intercambio de ideas del mundo antiguo. Violentas tormentas de arena en el desierto, más allá del límite occidental del Imperio Chino, lo dejaron desorientado y al borde del colapso; el calor sofocante lo atormentaba con espejismos de ejércitos en las dunas lejanas. Pero aún más aterrador era pensar en los bandidos que, blandiendo espadas, atacaban caravanas que marchaban a Occidente y se hacían con los cargamentos de seda, té y cerámica destinados a las cortes de Persia y el Mediterráneo; o bien con el oro, las gemas y los caballos que se dirigían hacia el Este, hasta Changan, la capital de la dinastía Tang y una de las ciudades más grandes del orbe.
Sin embargo, como escribió Xuanzang en su famoso diario de viaje, su determinación para seguir adelante provenía de otro artículo de gran valor que también circulaba por la Ruta de la Seda: el budismo. Es verdad que otras religiones siguieron el mismo camino, incluidas el maniqueísmo, catolicismo, zoroastrismo y, en épocas posteriores, el islam. No obstante, ninguna dejó en China una huella tan profunda como el budismo, que migró desde India en algún momento de los tres primeros siglos de la era cristiana. Los textos budistas que Xuanzang llevaba consigo desde India y en los que invertiría dos décadas de estudio y traducción, se convertirían en los cimientos del budismo chino y el vehículo para su expansión.
Hacia el final de los 16 años de su peregrinación, el monje se detuvo en Dunhuang, próspero oasis de la Ruta de la Seda donde la confluencia de pueblos y culturas dio origen a una de las más grandes maravillas del mundo budista, las grutas de Mogao.
A 19 kilómetros al sureste de Dunhuang, como emergiendo de las dunas esculpidas por el viento, se extiende un arco de acantilados que cae más de 30 metros hacia un cauce bordeado de álamos. Ya a mediados del siglo vii, aquella muralla de kilómetro y medio de longitud estaba apolillada por centenares de grutas donde los peregrinos elevaban plegarias por un viaje seguro a través del temido desierto de Taklimakan o bien, como en el caso de Xuanzang, para dar gracias por una expedición exitosa.
En el interior de las cuevas, la inerte monocromía del desierto estallaba en una exuberancia de color y movimiento. Miles de budas, de todos los colores imaginables, decoraban las paredes de las cavernas ataviados con túnicas rutilantes de oro importado. Músicos celestiales y apsaras (ninfas celestiales) flotaban por el techo en ropajes vaporosos de lapislázuli. Junto a las etéreas representaciones del Nirvana había detalles más terrenales, conocidos por todos los viajeros de la Ruta de la Seda: mercaderes de narices largas y sombreros amplios procedentes de Asia central, monjes hindúes enjutos con mantos blancos, campesinos chinos arando la tierra. Y en la cueva más antigua, que data del año 538 d.?C., Xuanzang habría visto a los bandidos de nuevo, sólo que en esta redención habían sido capturados, cegados y finalmente convertidos al budismo.
A su paso por Dunhuang, Xuanzang no imaginaba que sus traducciones de los sutras budistas inspirarían a los artistas de Mogao en siglos venideros. Tampoco adivinaba que, más de 1?200 años después, su trabajo conduciría al redescubrimiento, saqueo y eventual protección de aquellas grutas. Lo único que el monje pudo ver en aquel sitio desértico, a orillas del Imperio, era que el budismo estaba transformándose con cada pincelada aplicada en la oscuridad de las cavernas.
Excavadas entre los siglos iv y xiv, las grutas han sobrevivido a los estragos de la guerra y el saqueo, la naturaleza y el abandono. Cubierto de arena durante siglos, el segmento aislado de roca ha sido finalmente reconocido como uno de los más grandes yacimientos mundiales de arte budista. Sus murales, esculturas y pergaminos ofrecen también una oportunidad única para dar un vistazo a una sociedad multicultural que prosperó durante un milenio en lo que fue el vínculo más importante entre Oriente y Occidente.
Los chinos las nombraron Mogaoku o «cuevas sin par». De las casi 800 cuevas talladas en el farallón, 492 están decoradas con exquisitas pinturas que abarcan más de 46?000 metros cuadrados de muro, casi 40 veces la superficie de la Capilla Sixtina. Asimismo, el interior de las cavernas está adornado con más de 2?000 estatuas, incluidas algunas de las más hermosas de la época.
Ya fuera por la larga ruta norte o el más arduo paso del sur, todos los viajeros convergían en Dunhuang. Las caravanas iban cargadas de productos exóticos que evocaban tierras lejanas, pero los bienes más importantes eran las ideas, tanto artísticas como religiosas. Por ello no debe sorprender que, en su esfuerzo por plasmar la mayor de todas las importaciones de la Ruta de la Seda, los pintores de Mogao introdujeran en sus murales infinidad de elementos extranjeros, desde pigmentos hasta conceptos metafísicos.
«Las cuevas son una ?cápsula del tiempo? de la Ruta de la Seda», afirma Fan Jinshi, directora de la Academia Dunhuang, institución encargada de la investigación, conservación y el turismo en el sitio. La vivaz septuagenaria ha trabajado en las grutas desde hace 47 años, cuando llegó a la zona como arqueóloga recién graduada de la Universidad de Pekín, en 1963. Fan explica que casi todos los sitios arqueológicos de la Ruta de la Seda fueron asimilados por el desierto o destruidos por imperios sucesivos. «Es imposible exagerar la importancia histórica de Mogao ?declara Fan?, pues su situación geográfica en una encrucijada de la Ruta de la Seda nos permite apreciar la combinación de elementos chinos y extranjeros en casi todas sus paredes».
Hoy día, Oriente y Occidente vuelven a converger en Dunhuang, pero esta vez para rescatar las grutas de lo que podría ser la peor amenaza en 1?600 años de historia. En años recientes han padecido el ataque combinado de las fuerzas naturales y el turismo creciente. Así, en un esfuerzo dirigido a preservar las obras maestras de la Ruta de la Seda y contener el efecto adverso de los visitantes, Fan ha solicitado la ayuda de equipos de expertos de toda Asia, Europa y Estados Unidos. Una colaboración cultural que hace eco a la gloriosa historia de las cavernas.
Estas surgieron como una visión de luz. Una tarde del año 366 d.?C., un monje errante llamado Yuezun vio 1?000 budas dorados en un acantilado e, inspirado, labró una pequeña celda de meditación en la roca, ejemplo que otros imitaron rápidamente. Al poco tiempo, las comunidades monásticas comenzaron a esculpir cavernas más grandes para celebrar actos religiosos públicos y adornaron los altares con imágenes del Buda. Fueron justamente esas primeras grutas las que dieron origen al sobrenombre de Cuevas de los mil budas.
Aunque sus lienzos no eran más que barro del río mezclado con paja, durante siglos los artistas de Dunhuang utilizaron esas superficies humildes para registrar la evolución del arte y la transformación del budismo en una religión intrínsecamente china.
Uno de los hitos creativos de Mogao ocurrió durante los siglos vii y viii, cuando China proyectó su apertura y poderío. La Ruta de la Seda estaba en su apogeo, el budismo florecía y Dunhuang rendía pleitesía a la capital china. Los artistas de la dinastía Tang cubrieron muros completos con relatos budistas minuciosamente detallados cuyo colorido, movimiento y naturalismo infundían vida al imaginativo paisaje. Sin embargo, con el surgimiento del Imperio Medio el país volvió a ensimismarse y terminó por aislarse completamente del mundo durante el siglo xiv, bajo la dinastía Ming.
«A diferencia de los budistas de India, los chinos querían conocer en detalle las diversas formas que adquiría la vida en el más allá ?dice Zhao Shengliang, historiador de arte de la Academia Dunhuang?. La finalidad de semejante colorido y movimiento era mostrar a los peregrinos la belleza de la Tierra Pura y convencerlos de que era real».
Dunhuang fue sacudida de manera periódica por convulsiones mucho más mundanas. Sin embargo, mientras la ciudad caía sucesivamente bajo el dominio de dinastías rivales, aristocracias locales y potencias extranjeras (Tíbet gobernó la región de 781 a 847 d.?C.), el esfuerzo creativo de Mogao continuó su marcha. En vez de borrar cualquier rastro de sus predecesores, los gobernantes posteriores financiaron nuevas cuevas, cada cual más suntuosa que la anterior, decorándolas con sus propias imágenes piadosas. Con el discurrir de los siglos, las filas de mecenas retratados en la base de la mayoría de los murales aumentaron de tamaño hasta volver insignificantes las figuras religiosas de las pinturas.
A fines del siglo x, la Ruta de la Seda comenzó a desa-
parecer. Aunque prosiguió la excavación y decoración de cuevas, las caravanas cayeron en la obsolescencia con la apertura de nuevas rutas marítimas y la construcción de navíos más rápidos. Entre tanto, China perdía el control de grandes segmentos de la Ruta de la Seda y el islam comenzaba su larga migración por las montañas de Asia central, de suerte que a principios del siglo xi varias de las denominadas «regiones occidentales» (parte de la actual Xinjiang, en el lejano oeste chino) se habían convertido al islamismo y los monjes budistas se vieron forzados a ocultar decenas de manuscritos y pinturas en una pequeña cámara lateral contigua a una amplia gruta de Mogao.
La cámara, hoy denominada Cueva 17 o Cueva de la Biblioteca, fue sellada, escayolada y disimulada con murales, por lo que aquellos tesoros quedaron enterrados durante 900 años.
La hendidura diagonal provocada por un antiguo desplazamiento de arena es aún visible en los murales exteriores de la Cueva 17. A principios del siglo xx, cuando un sacerdote taoísta llamado Wang Yuanlu se autoproclamó guardián de los santuarios, muchas de las grutas abandonadas yacían enterradas en la arena. En junio de 1900, mientras los obreros retiraban una duna, Wang halló una puerta oculta que conducía al pequeño escondrijo donde seguían ocultos los miles de pergaminos, así que decidió entregar algunos a los funcionarios locales con la esperanza de obtener algún donativo. Lo único que recibió fue la orden de volver a sellar la cripta con su contenido.
Fue necesario otro encuentro con Occidente para revelar finalmente los secretos que guardaban las cuevas. A comienzos de 1907, Aurel Stein, estudioso de origen húngaro que trabajaba en India para el Museo Británico y el gobierno de Gran Bretaña, llegó a Dunhuang siguiendo las anotaciones del diario de viaje de Xuanzang para cruzar el desierto de Taklimakan. Al principio, Wang se negó a mostrar al extranjero los legajos de la Cueva de la Biblioteca, pero luego se enteró de que Stein también era un ferviente admirador del monje del siglo vii y entonces descubrieron que muchos de los manuscritos eran las traducciones que Xuanzang había hecho de los sutras budistas que llevara consigo desde India.
Stein partió de Dunhuang con 24 cajas de manuscritos y cinco más repletas de pinturas y reliquias. Como recompensa por uno de los acarreos más ricos en la historia de la arqueología (a cambio de un donativo de escasas 130 libras esterlinas), Inglaterra lo armó caballero y China lo cubrió de oprobio eterno.
Con todo, el botín de Stein sacó a la luz un mundo multicultural mucho más lleno de vida de lo que nadie habría podido imaginar. Los textos estaban escritos en casi una docena de idiomas que, además de chino, incluían sánscrito, túrquico, tibetano e incluso judeo-persa. El papel donde copiaron muchos de los sutras ofrecía atisbos asombrosos de la vida cotidiana en la Ruta de la Seda: un contrato de compraventa de esclavos, un informe sobre secuestros infantiles y hasta una disculpa cuidada por la conducta inapropiada de un borracho. Pero uno de los objetos más preciados fue el Sutra del Diamante, pergamino de cinco metros de largo impreso con bloques de madera en el año 868, casi seis siglos antes que la Biblia de Gutenberg.
Otros exploradores (franceses, rusos, japoneses y chinos) se apresuraron a seguir los pasos de Stein y luego, en 1924, apareció el historiador de arte estadounidense Langdon Warner, un aventurero que bien pudo haber inspirado el personaje de ficción Indiana Jones. Aunque cautivado por la belleza de las cavernas, Warner, en buena medida, contribuyó a su destrucción al arrancar docenas de fragmentos de los murales y sustraer la escultura de un bodhisattva arrodillado, creada durante la dinastía Tang y albergada en la Cueva 328. Si bien las obras de arte se encuentran hoy bajo la cuidadosa custodia del Museo de Arte de Harvard, no por ello son menos conmovedores los murales mutilados y el espacio vacío que ocupó la escultura.
Algunos funcionarios chinos exigen la devolución de los artefactos de Mogao y hasta en su desapasionado libro sobre las grutas, la Academia Dunhuang incluye un capítulo titulado «Los despreciables cazadores de tesoros». Mientras, los curadores extranjeros hacen notar que sus museos han protegido tesoros que podrían haberse perdido para siempre en las guerras y revoluciones que asolaron China durante el siglo xx.
La dispersión de los artefactos de Mogao en museos de tres continentes ha conducido a la apertura de un nuevo campo de investigación conocido como «dunhuangología» y, gracias a ello, estudiosos de todo el mundo trabajan para preservar los tesoros de la Ruta de la Seda.
Fan Jinshi nunca tuvo la intención de convertirse en guardiana de las cavernas. De hecho, cuando rendía informes a la Academia Dunhuang en 1963, la entonces joven arqueóloga de 23 años, de Shanghái, jamás imaginó que permanecería más de un año en aquel apartado rincón de China, mucho menos toda una vida.
Luego estalló la Revolución Cultural de 1966 y el régimen del presidente Mao arrasó con los templos budistas, artefactos culturales y símbolos extranjeros de todo el país. Por supuesto, las cuevas de Mogao eran un blanco natural y el equipo de Fan no escapó a la agitación; peor aún, los 48 miembros del personal se dividieron en una docena de facciones revolucionarias que pasaban días condenándose e interrogándose mutuamente. A pesar de las amargas disputas todos compartían un principio: nadie debía tocar las cuevas de Mogao. «Cerramos todas las entradas», recuerda Fan.
A casi 50 años de distancia, Fan se encuentra al frente de una revolución cultural muy distinta. Con el sol vespertino inundando su despacho en la Academia Dunhuang, la directora gesticula hacia las ventanas que dominan el farallón pardo. «Las grutas padecen casi todos los problemas concebibles», informa, recitando los daños causados por la arena, el agua, el hollín de las hogueras, la sal, los insectos, la luz solar y los turistas. Fan cuenta con un personal de 500 individuos, pero ya en los años ochenta se había percatado de que la academia necesitaba ayuda de conservacionistas de otros países. Y aunque, en teoría, semejante solución pudiera parecer por demás simple, la colaboración con extranjeros es un asunto extremadamente delicado en los sitios del patrimonio cultural chino.
A través de la ventana de Fan, el cielo se oscurece de pronto. Se ha desatado una tormenta de arena y, al notarlo, la directora recuerda el primer proyecto que emprendió con uno de los socios más antiguos de la academia, el Instituto de Conservación Getty (ICG). A fin de evitar las invasiones de arena que enterraron algunas cuevas (y dañaron las pinturas), ICG levantó cercas angulares en las dunas situadas sobre el farallón para reducir a la mitad la velocidad del viento y disminuir hasta en 60?% el avance de la arena. Ahora, la academia ha enviado excavadoras y obreros para sembrar amplias zonas con hierbas desérticas que cumplirán la misma función.
No obstante, los esfuerzos más meticulosos se llevan a cabo dentro de las grutas, donde ICG instaló monitores de humedad y temperatura, y ahora también detecta el tráfico de turistas. El proyecto más importante se llevó a cabo en la Cueva 85, una gruta de la dinastía Tang en la que ICG y los conservacionistas de la academia trabajaron durante ocho años para desarrollar una lechada especial que les permite volver a fijar los fragmentos de mural que se han desprendido de la superficie rocosa.
Las ambigüedades éticas son comunes en el antiguo sitio arqueológico. En la Cueva 260, gruta del siglo vi que el Instituto de Arte Courtauld de la Universidad de Londres ha adoptado como «cueva de estudio», aprendices chinos están utilizando escobillas microscópicas para limpiar las superficies de tres pequeños budas. Antes casi invisible, el manto rojo de una figura comienza a relucir repentinamente. «Es maravilloso ver la pintura», comenta Stephen Rickerby, conservador que coordina el proyecto. «Sin embargo, aún no estamos seguros. El polvo contiene sales que dañan el pigmento, pero al retirar el polvo exponemos la pintura a la luz y esta, eventualmente, causará su decoloración».
Tal es el dilema que encara Fan Jinshi: cómo preservar las cuevas y seguir exhibiéndolas a un público cada vez más numeroso. En 2006, la cantidad de turistas que visitaron Mogao se elevó a más de medio millón y, aunque el ingreso ha mantenido a la Academia Dunhuang, la humedad que ocasiona la respiración podría dañar los murales más que cualquier otra cosa. Por ello, se ha limitado el turismo a un grupo rotatorio de 40 cuevas, de las cuales sólo 10 están abiertas en todo momento.
La tecnología digital podría ser una respuesta al problema. Como consecuencia de la digitalización fotográfica de 23 cuevas, parte de un proyecto para el Archivo Dunhuang de la organización Mellon International, la academia se ha dado a la colosal tarea de llevar a cabo el registro digital de las 492 cavernas decoradas (hasta ahora, sólo ha terminado el procedimiento en 20 grutas). Asimismo, este esfuerzo es reflejo de una iniciativa internacional para digitalizar los pergaminos dispersos que fueron sustraídos de la Cueva 17.
Fan sueña con reunir los archivos digitales de Oriente y Occidente para recrear la experiencia tridimensional de las grutas, mas no directamente en el sitio arqueológico, sino en un nuevo y moderno centro para visitantes que será construido a 24 kilómetros de allí. La directora de la Academia Dunhuang confía en que al concentrar los tesoros de Mogao en un mismo lugar, aunque sea virtualmente, la arena nunca volverá a cubrir la magnificencia de las grutas. «Esta es la mejor manera de preservarlas para siempre», concluye la arqueóloga.
Este reportaje corresponde a la edición de National Geographic de Junio 2010.