La medicina tradicional en Catemaco constituye una alternativa asequible a los costosos servicios hospitalarios.
Jorge Romero y su hermano solían adentrarse en la por entonces densa selva de la Sierra de los Tuxtlas para cazar tepezcuintle, temazate y otras carnes silvestres. Hace 20 años se encontraron por primera vez con un jaguar. Su hermano disparó su carabina .22. La bala rozó un ojo del animal y este se esfumó. Lo rastrearon hasta el fondo de una cueva. Rugía de ira mientras avanzaba para emprender su venganza. Los hermanos abrieron fuego. Después vendieron su piel en unos cuantos pesos: apenas «para el refresco», me dijo Romero mientras avanzábamos por un sendero en la ahora sierra pelona.
Hoy día no hay registro de jaguares en los Tuxtlas y no lo ha habido desde hace siete años según datos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas de México (CONANP). Los brujos y curanderos, en cambio, se reproducen de manera exponencial en una región ya conocida como centro nacional e internacional de magia negra, blanca y de todo color, cuya «capital cultural» es la ciudad de Catemaco, situada en la ribera del lago homónimo, en el estado de Veracruz.
La deforestación de la zona ha contribuido bastante a tal estado místico de cosas: en las faldas del volcán Santa Marta, donde vive Romero, la vegetación se redujo tres cuartas partes entre 1967 y 1990 conforme la selva se fue transformando en pastizales para ganadería. Hacia finales de la década de los noventa la selva se había reducido a la mitad de su tamaño original y, para muchos, la brujería se convertía en otra forma relativamente honesta de ganarse la vida.
A las siete cumbres volcánicas de la Sierra de los Tuxtlas iban los olmecas a buscar las rocas gigantes donde esculpieron tanto las colosales cabezas como las estatuas del dios Jaguar, protector divino que gobernaba las montañas. Los españoles introdujeron el ganado y el cultivo de caña de azúcar mediante el trabajo de esclavos africanos. Chocaron así las concepciones católicas del demonio, magia negra y rituales prehispánicos. Por entonces era natural recurrir a tales remedios mágicos: no se conocían curas para las enfermedades europeas que diezmaban a la población indígena.
Como todos los años, el primer viernes de marzo María del Carmen Ixtepan visita a su sobrino, un curandero. Es el día de mayor poder para los brujos tuxtlas y está relacionado con la llegada de la primavera, época en que la naturaleza está «cargada de energía». María acude en busca de una contra: un brebaje de jerez, pericón y tres pizcas de corteza de árbol finamente molida por siete vírgenes quinceañeras. «¿Ahora qué tigre va a haber si ya entran los carros? Le digo a usted que eso ya se perdió. Los changos, todo eso, ya no hay», dice el curandero.
Él me explica que hace 30 años Catemaco todavía era un pueblo tranquilo donde se podía «respirar un aire puro que te daba vida».
Pero la historia moderna de Catemaco se divide en antes y después del ascenso a la fama del brujo Gonzalo Aguirre. Más que la evolución de la explotación agrícola, que la colonización o cualquier otro factor, fue Gonzalo quien popularizó Catemaco.
Gonzalo, hombre de mil y una habilidades, quedó fascinado por el brujo mayor de Catemaco y pasó varios años a su lado como aprendiz. Cuando el maestro falleció, las filas se fueron formando frente al consultorio de Gonzalo, conocido como «El Brinco de León». Rodeados de paredes decoradas con animales embalsamados, los pacientes se entregaban a la mirada intensa de sus ojos castaños que, según me dijeron varios clientes suyos, tenían el poder de imponer.
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A veces Gonzalo enviaba a sus pacientes a consultar a un médico o prescribía medicinas de patente, siempre y cuando las administrara él. Uno de sus hijos, Óscar, contó la historia de un doctor de Catemaco que llevó a su hija enferma a examinarse con el brujo. Cuando Gonzalo le prescribió medicamentos, el doctor le dijo que ya le había recetado ese mismo tratamiento. «Déselo, respondió Gonzalo, porque estas se las estoy dando yo». La muchacha se recuperó por completo.
En Catemaco, su legado persiste hasta hoy con el turismo de brujería, principalmente durante el primer viernes de marzo. Este año Catemaco patrocinó un encuentro de brujería de tres días con oradores y una misa negra. Peregrinos de todo México y el resto del mundo acudieron a la conferencia.
La línea que separa la brujería de la religión y la medicina se ha vuelto cuando menos difusa. Los brujos locales, por ejemplo, suelen echar mano de la iconografía y las oraciones católicas en sus rituales. Y fuera de la basílica de Catemaco hay mujeres que venden ramos de albahaca a los feligreses para que se los den en ofrenda a su santa patrona, la Virgen del Carmen.
La medicina tradicional constituye una alternativa asequible a los costosos servicios hospitalarios. Hay especialistas de todo tipo: los que tratan exclusivamente mordidas de serpiente, videntes, masajistas, hueseros o quienes chupan el pulso para remover hechizos. No obstante, así como la iglesia difunde su palabra, la medicina moderna ha alcanzado los lugares más recónditos de la sierra. Son cada vez menos los que recurren a la brujería en primera instancia.
Las prácticas místicas fluyen a manantiales en Los Tuxtlas, sobre todo en la sierra remota donde brotan los arroyos. Pero también irrigan la ciudad, donde algunos habitantes aún hablan de los nahuales, esos brujos capaces de transformarse en animales. También están los chaneques, espíritus de la selva que suelen aparecer cerca de ríos y lagos con el aspecto de niños desnudos. Hoy día los chaneques son vistos como «enanos traviesos que atraen a los niños a la selva».
Los olmecas y los grupos indígenas que los sucedieron creían que estos espíritus servían al dios Jaguar, a quien ayudaban a controlar el acceso a los recursos naturales, y que eran capaces de castigar a la gente con un embrujo o una enfermedad por usar más recursos de los que necesitaba, dejar un animal herido o cazar una hembra preñada. Eran una invención cultural, un mito social colectivo que garantizaba la sustentabilidad de la relación entre sociedad y naturaleza, explican la antropóloga Elena Lazos y la etnóloga Luisa Paré en su libro Miradas indígenas sobre una naturaleza entristecida.
Lazos y Paré mencionan una creencia difundida en la zona: cuando en la década de los sesenta se removió la estatua del Dios Jaguar de 1 200 kilos de su base en la cima del volcán San Martín Pajapán, la sierra quedó bajo control de los seres humanos. Sin la figura olmeca que sirviera de puente entre el hombre y la naturaleza para regular los recursos naturales, la vida silvestre desapareció y los niveles hídricos decayeron.
Ahora bien, estos no han disminuido solo en las faldas de San Martín Pajapán. La deforestación despiadada ha causado la erosión y sedimentación de los cauces en toda la región de los Tuxtlas. En los últimos 10 años, hubo días en Catemaco, una ciudad situada junto a un lago, en los que el agua dejó de salir de los grifos.
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La caza ilegal también es una amenaza constante. Antes del primer viernes de marzo, un comerciante del mercado de Catemaco vendió a un hombre una alternativa natural al viagra hecho con el pene de un tejón, y entregó a una mujer en busca de amor una mezcla de vino de jerez con siete corazones de colibrí. Para prepararse para el gran día, había encargado otros cien colibríes de la sierra para convertirlos en amuletos.
La carne silvestre también es codiciada. Los cazadores clandestinos todavía matan pecaríes, tepezcuintles, armadillos y otros animales, y luego se suben a un autobús para llevar su presa a la clientela urbana. Rosamond Coates es la directora de la reserva de la Universidad Nacional, de 644 hectáreas, localizada dentro del área protegida por la CONANP, cercada ahora por cuatro comunidades. Dice que los habitantes de los Tuxtlas no suelen preocuparse por temas de conservación, excepto en enclaves indígenas como los que pueblan el volcán Santa Marta, donde no se ha desvirtuado el papel de los chaneques. No extrañan la oscuridad de la selva, y esperan que sus hijos jamás la conozcan. «Tal vez podemos acudir con un brujo para salvar la selva. Todavía no hemos intentado eso», bromea la investigadora.
«Todo esto me lo dio dios, dijo el curandero don Hilario mientras mostraba su jardín. La farmacia más grande del mundo se llama naturaleza».
Casi todos sus conocimientos de herbolaria los heredó de curanderos del estado de Oaxaca que ni siquiera sabían leer. Hilario es el tipo de curandero que Larry Lawson hubiese querido conocer cuando vino a Catemaco el primer viernes de marzo. Larry es un fisioterapeuta y sanador holístico nacido en Washington que, con su barba y cabello grises que flotan libres al viento, podría ser un mago de la Edad Media. Vino a Catemaco en busca de curanderos que pudieran, en primer lugar, compartir sus conocimientos, y luego encontrar una cura al sarpullido que contrajo en la mano cuando estuvo en la India tropical. Según él, en Estados Unidos se han roto en forma irremediable los lazos con las prácticas indígenas, de las que no quedan más que rastros lejanos. «Por más brutales que fueran, los españoles no fueron tan empecinados como para exterminar a todos los indígenas».
Sin embargo, en vez de encontrar a alguien como Hilario, Larry siguió el camino turístico hasta la casa de un albañil que supuestamente sabía de plantas medicinales. Las hierbas no tuvieron efecto alguno en su mano.
Con el correr de los años, los turistas atraídos por la fama de Gonzalo Aguirre convirtieron la brujería en un factor de movilidad social muy atractivo, y los brujos urbanos proliferaron. Hasta ellos mismos lo reconocen: los «charlatanes» abundan. No obstante, los habitantes de Catemaco coinciden en que los verdaderos brujos no son ricos ni cobran honorarios exorbitantes, sino que ofrecen sus servicios a cambio de lo que uno pueda entregarles.
El primer viernes de marzo, una joven pareja a punto de parir a su primer hijo recurrió a una curandera de 74 años. La anciana le practicó al marido una limpia con dos huevos mientras mascullaba oraciones católicas y luego distribuyó tazas de plástico llenas de contra. Les cobró apenas el costo de los huevos.
En contraste, un brujo catabrebajes me dijo que le recomienda a la gente someterse a una limpia al menos una vez al mes, por un total de 3?600 pesos al año. Muchos, aunque no todos se espantan cuando les cobran 12?000 pesos por purificar un negocio.
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La gente ha comenzado a notar que los brujos de Catemaco cobran lo que se les da la gana. Según algunos hechiceros, en 2009 unos miembros del cartel de los zetas comenzaron a exigirles dinero. Los que no quisieron o no pudieron pagar (en ciertos casos hasta 10 000 pesos mensuales) fueron secuestrados, golpeados o simplemente despojados de sus pertenencias. Algunos brujos huyeron de la ciudad. Otros se quedaron y no pagaron, pero han tenido que mantenerse con bajo perfil.
«En vez de venirme a ver a mí, que realmente conozco, que sí los puedo ayudar, vienen a ver al otro, el charlatán. A ese narcobrujo, dijo un curandero que asegura usar más de 400 plantas en sus tratamientos. Ese es el problema que estamos viviendo en Catemaco ahorita».
Se acercaba la medianoche del jueves 4 de marzo, y los habitantes de Catemaco y los turistas se reunieron frente un escenario a orillas del lago de Catemaco. Tronaron los fuegos artificiales y la muchedumbre se dirigió alegremente hacia un terreno donde ardían algunas antorchas. El brujo mayor de Catemaco, envuelto en una capa negra, se arrodilló al interior de la estrella de seis puntas circunscrita en el suelo para prepararse para la ceremonia. Solo algunos de los espectadores se mantenían serios; los demás hacían bromas o hablaban por teléfono celular.
El brujo degolló dos gallinas con su machete y, sujetándolas por las patas mientras sus alas batían frenéticamente, esparció la sangre por el suelo. Los espectadores entraron al círculo y se pusieron en fila para someterse a una rápida limpia. Tras agradecer a los cuatro vientos, a Dios, a la Madre Tierra y a los espíritus presentes, el brujo dio por terminada la ceremonia. Un equipo de televisión se precipitó dentro del círculo para entrevistarlo.
Ese mismo fin de semana se celebró otra misa negra, esta más escalofriante, en la Cueva del Diablo. En está ocasión el brujo fue más allá de las gallinas. El Gato Negro, un brujo oriundo de la ciudad de Santiago Tuxtla, hizo una ceremonia para «quitarles los enemigos del camino» a dos políticos de Ciudad de México que pagaron 18 000 pesos cada uno.
Tras sacrificar tres gallinas, el Gato Negro presionó el lado plano de su cuchillo medialuna contra la boca de un gato negro que se puso a lamer el borde ensangrentado. Luego un aprendiz sujetó las patas del felino y el Gato Negro comenzó a cortarle la nuca con el lado desafilado del cuchillo. La cola del gato se sacudió violentamente y sus chillidos, asombrosamente parecidos a los de un ser humano, rebotaron contra las paredes de la cueva.
Con la boca abierta, la lengua suelta y sangre supurando en la garganta, el gato alternaba entre pesados jadeos y sollozos. Al cabo de cinco minutos dejó de hacer ruido. El Gato Negro, sudoroso por el esfuerzo, cortó hasta el último pedazo de piel y carne, y colocó la cabeza cercenada en una tinaja llena de sangre y fotografías de los políticos. Los ojos verdes del animal estaban llenos de lágrimas
Los antiguos clientes de Gonzalo Aguirre conmemoran el primer viernes de marzo de forma totalmente distinta, congregándose en el Brinco de León para ofrecer un brindis anual al gran brujo difunto. El Brinco de León ahora es administrado por Rafael, el hijo de Gonzalo.
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Mientras permanece sentado en su pequeña habitación morada, su guayabera blanca desabotonada parece una camisa de médico cualquiera, de no ser por los botones de oro. Rafael observa a sus clientes atentamente y deja que sus relatos y su comportamiento guíen sus respuestas. La primera vez que le preguntó a su padre cómo debía tratar a la gente, este le respondió: «la gente te va a enseñar».
Aunque es un médico formado, siente que puede lograr más cosas como curandero. No duda en enviar a un paciente al hospital de ser necesario, pero sostiene que la medicina moderna está demasiado alejada del ser humano o, en otras palabras, es estéril. De hecho, cree que perjudica la salud de la gente, tanto en el plano físico como anímico, al desdeñar la creencia popular en el poder de la brujería y de la herbolaria como herramientas para la sanación y no proporcionar alternativas igualmente eficaces.
Rafael fomenta explícitamente estas creencias entre sus clientes y no duda en utilizar el poder de la sugestión y la persuasión terapéuticas para desatar el poder curador de sus mentes. La meta final de todo doctor, aduce, debería ser siempre curar, y el tratamiento más natural de todos suele ser el placebo. «Si tú vienes a mí y tengo que engañarte para curarte, te voy a engañar. Te voy a salvar», explica.
«La magia es el lugar, dice «caco» Rodríguez, dueño del complejo ecoturístico Nanciyaga, a orillas del lago Catemaco. Sientes algo; enseguida te cambia».
Caco extraña la época en que la radio de onda corta era su única forma de contacto con la gente que vivía fuera de la selva. Solía caminar por las cercanías del volcán Santa Marta y ver tapires e incluso jaguares, todos extintos hoy en día en la zona. Solía nadar y pescar en ríos y arroyos que se están secando.
Nanciyaga es un homenaje a ese recuerdo de la selva inmaculada. Turistas acaudalados deambulan tranquilamente por los adoquines que salvan las distancias entre sus cabañas y los centros de spa, pasando por reproducciones de objetos precolombinos y algunos árboles de fibra de vidrio que sobraron del rodaje de la película El curandero de la selva (Medicine Man). El pequeño parque sirve de refugio, pero en realidad no es más que un atisbo de la selva.
Para vislumbrar la magia que tanto extraña Caco, hay que seguir el río Cuetzalapan desde el lago Catemaco hacia el volcán Santa Marta. Pasa por una cascada que forma una poza de aguas verde jade, rodeada por todos lados de imponentes árboles y lianas. Pero también es un oasis en medio de pastizales.
Subiendo el valle hasta el fin del camino se llega a Miguel Hidalgo, donde termina el municipio de Catemaco. Durante una excursión por el bosque, un niño del ejido me muestra, entre muchas otras cosas, que las hojas de una planta dejan un olor nauseabundo en las manos, que los armadillos cambian de madriguera y que los escondites de las ranas de la selva se encuentran de tal y tal manera. Dice también, con la misma confianza, que hay un lugar en las cercanías donde se pueden escuchar chaneques al menos dos veces al día.
Jorge Romero y su hermano aún viven en Miguel Hidalgo, pero su suerte ha cambiado desde que mataron el jaguar hace dos decenios. Los arroyos comenzaron a secarse y en 2005 fundaron una asociación para reforestar el ejido. Recientemente, Romero coordinó la plantación de 75 000 árboles montaña arriba en el marco de un proyecto de ecoturismo y reproducción animal llamado La Otra Opción. La tierra que reforestó es exactamente la misma que le pagaron por deforestar hace algunos años. «Se chingó por deforestar, dice Arturo Knopflmacher, dueño del proyecto. ¡Dios lo castigó!».
En las alturas de la sierra, donde las nubes se escurren como en un sueño, la idea no parece del todo descabellada. Quizá los chaneques, a servicio del dios Jaguar, efectivamente castigaron a Jorge por faltarle al respeto a la naturaleza. Al preguntarle si creía que debía pagar su deuda con la naturaleza, contestó: «Tal vez sea que estemos pagándola. Pero eso solamente lo sabe Dios».
Así como la brujería, son cosas que no se pueden ver ni conocer. Con la selva de Los Tuxtlas menguando, vale la pena recordar que la fe puede hacer milagros.
Aunque no siempre.