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Tres días perfectos en la Riviera Maya

Una historia en un lugar alucinante.

Paradas al borde del cenote, con ganas de aventarnos a nadar y, al mismo tiempo esperando a que la otra lo haga, finalmente -sin querer- nos lanzamos las dos al mismo tiempo.

«Hey, casi caes sobre mi cabeza». El cenote de Dos ojos es un lugar alucinante. Una tierra ejidal que se ha convertido en uno de los sitios favoritos para inversiones y tours de buceo en cenote de la Riviera Maya. Cavernas, ríos subterráneos y una serie de cinco cenotes que puedes visitar. Cada uno tiene una particularidad, Silvestre -el encargado maya del parque, hijo de uno de los ejidatarios dueños del lugar- nos recomienda visitar el de los Lirios: «Ahí la vegetación es más generosa, el agua está llena de lirios acuáticos y, aunque es más pequeño que otros, la atmósfera es muy especial».

Pero mi hija tiene otro itinerario: «Dicen que el mejor es el ojo de agua. Es el famoso, mamá. Quiero ir a ese», dice con su voz adolescente. Me alivia saber que es contestataria hasta con el desconocido. «¡Pues empecemos por ese!», responde Silvestre. Concicliación es el nombre  del juego durante estos días que hemos decidido pasar en tierras mayas.

Ojo de agua es un cenote, como si la boca de la tierra se abriera para comerte. Es grande pero el agua es tan transparente que con el reflejo del sol se torna en diferentes tonos de azul. El salto -hacia adentro- te deja la piel electrizada. Se siente frío al principio, pero te recuperas de inmediato. Nadamos de un lado al otro, sin visores, nuestro ojos son suficientes para ver la variedad de peces, las formaciones rocosas y todo el mundo marino que vive en estos sótanos de agua. Junto a nosotros observamos una familia francesa prepararse emocionada con su equipo de buceo; su guía los llevará a recorrer el sistema de cuevas subterráneas que une a este cenote con otro llamado Un ojo.

«Tenemos que sacar la certificación Padi, má. Se me antoja muchísimo nadar este laberinto», mi hija cambia su discurso. Ahora soy su cómplica, así que decidimos pasar la mañana desde muy temprano recorriendo los cenotes de este lugar. Al final nadamos en dos o más y aprovechamos para platicar más con Silvestre quien nos cuenta un sinfin de anécdotas, pero sobre todo nos habla de las maravillas de este lugar: que si el arbol de Chenchen es típico de la región… «Hay que tener mucho cuidado porque su jugo es pegajoso y quema la piel. Te puede dejar un hoyo», nos advierte. Pero la naturaleza es sabia. «Siempre que te encuentras con este árbol, al lado está otro, el chacá, que es el antídoto». Nunca crecen el uno sin el otro.

Nuestra siguiente parada es un cenote más pequeño. La luz del sol proyecta pequeños arcoiris en el agua. Se antoja meterse, pero también se antoja sólo sentarse a observar los juegos de la luz en el agua. Silvestre nos sigue envolviendo con sus historias. Le preguntamos si alguna vez alguien se ha perdido en estas cuevas. «No sería difícil», responde «en realidad sólo los hijos de los ejidatarios pueden ser guías de este sistema de cenotes. Sólo ellos han crecido aquí».

Día uno

Llegamos ayer de la Ciudad de México. En el aeropuerto nos recogió un transporte del hotel para llevarnos a la propiedad, a 45 minutos de Cancún. Meses atrás había planeado este viaje para reconectarme con mi hija. En la ciudad, la vida atropella, los pendientes, las tareas, el ajetreo no nos deja momentos para conversar. Sentía que estaba a punto de perder la oportunidad de tocar base con ella antes de que emprendiera vuelo rumbo a una universidad en el extranjero.

La adolescencia había traído un ensimismamiento natural; había dejado de ser su amiga de juegos que fui en la infancia, mucho menos podía considerarme ya su cómplice de planes. Por ello, planeé este viaje al Viceroy Riviera Maya.

Quería un lugar donde nos consintieran al máximo. Y así fue. Desde el principio hice peticiones. Quería muchas actividades de modo que tuviera experiencias con ella, tratar de reencontrar esa complicidad perdida.

Una vez en el hotel, dejamos las maletas en nuestra villa privada: un cuarto casita en el manglar. Al llegar te hacen una limpia maya. Un chamán entona palabras de bienvenida mientras limpia a los huéspedes con copal. «¡Qué buena idea!», dije entusiasmada; en cambio mi hija tenía cara de ¿qué demonios es eso? Pero su actitud se transformó al entrar a la habitación y ver la hamaca, la piscina privada y la ducha al aire libre, que fue -por supuesto- lo primero que se lanzó a usar. Yo decidí quedarme sentada en mi terracita para disfrutar una limonada y escuchar los sonidos del manglar. Pájaros y mar a la distancia mientras que una brisa ligera pasaba a refrescarnos.

Encuentra la historia completa en la edición julio-agosto de la revista National Geographic Traveler.

National Geographic

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