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Así es el Cañón del Colca: la mística región de los Andes para conectar con la Pachamama

En el Cañón del Colca, los chamanes collaguas y cabanasle regresan a la Tierra su bonanza con hojas de coca, dulces, flores, maíz y azúcar.

Puedes leer la entrega anterior de este texto sobre el Cañón del Colca, en Perú, aquí.

Conforme la carretera deja atrás las zonas urbanas y comienzan a surgir pastizales salpicados de alpacas y pastores, la palabra «serpenteante» cobra otro sentido al rodear las escarpadas faldas del volcán Chachani hasta alcanzar 3 mil 600 metros sobre el nivel del mar. En el camino tapizado por apachetas –montículos de piedras que los viajeros colocan como ofrenda–, una parada en el Mirador de los Volcanes exhibe los siete colosos que dominan el valle: Ubinas, Misti, Chachani, Ampato, Sabancaya, Hualca Hualca y Mismi.

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Una danza de amor o guerra

La danza del wititi es una tradición del Colca que se mantiene desde la época inca; puede representar tanto la guerra como el cortejo. / Fotografía: Mauricio Ramos (@mauricioramosvm)

Poco más de tres horas y un ligero dolor de cabeza después (recuerda mascar hojas de coca e hidratarte para evitar el mal de altura), un arco de piedra da la bienvenida a Chivay, el primer pueblo originario en la ruta por el cañón. Aquí residen las dos etnias nativas que dan nombre a la región: collaguas y cabanas.

En la antigüedad, ambos grupos se deformaban el cráneo de manera distinta desde la infancia para diferenciarse y, según estudios, asemejarse a su apu (su divinidad tutora encarnada en montaña y sitio mítico de origen), el volcán Collaguata para los collaguas y el Hualca Hualca para los cabanas. Hoy, tras los cambios que trajo la colonización de América, esta distinción se hace mediante el uso de sombreros: blanco para los collaguas y con la estrella huari de ocho puntas para los cabanas, además de los colores y motivos característicos en la vestimenta de cada pueblo.

Pero entre tantos distintivos, hay algo que los une: la danza de los wititis, una festividad que marca el inicio del ciclo agrícola (febrero) y que desde 2015 es Patrimonio Cultural Intangible de la Unesco. Traducido como “guerrero resplandeciente que vence a la oscuridad”, la danza del wititi es un baile de amor o guerra, según las peculiaridades de cada grupo, en el que se representa la alianza entre los incas de Cuzco y los collaguas del Colca.

Durante la celebración, entre faldas largas con bordados vistosos y sombreros polícromos llamados monteras, los hombres (que representan soldados incas) y las mujeres (cortesanas collaguas) se dividen en la plaza mientras los músicos interpretan canciones típicas. Luego, el espíritu combativo sale a flote y se inicia una competencia por dominar la explanada mediante la danza durante horas y hasta días (a veces, incluso lanzan frutas como proyectiles con una honda llamada huaraca).

La Plaza de Armas de Chivay y su parroquia han visto muchas de estas representaciones bélicas y de cortejo, pero también resguardan las oficinas de la Autoridad Autónoma del Colca (Autocolca), que promueve el turismo rural comunitario para el desarrollo económico de la región. Por medio de la venta de un boleto para los visitantes y la posibilidad de contratar un guía certificado, la organización trabaja para mantener el respeto a las tradiciones y costumbres (como pedir permiso antes de tomar fotos a las personas) y la conservación del patrimonio natural y arqueológico del Colca.

Por el margen izquierdo del Cañón del Colca

Así, me presentan al guía Gilber Achahui para iniciar la ruta por el margen izquierdo del Cañón del Colca, la más transitada por la cantidad y diversidad de destinos que ofrece. Pero antes iremos al nuevo campamento base para preparar las exploraciones de los próximos días.

Al continuar por la carretera, las montañas a nuestro alrededor se comienzan a cerrar y el valle poco a poco se sumerge a nuestra derecha hasta crear una hondonada con barrancos en sus costados. De pronto, los pastizales dan paso a un tapiz de laderas verdes trazadas con líneas rectas desde las faldas hasta sus cumbres; son los andenes incas, una proeza de la ingeniería precolombina en la que la escarpada geografía andina se usó para transformar los desfiladeros en terrazas y sembrar cultivos como papa, quinua, maíz y yuca.

Las costumbres milenarias de los Andes, que incluyen su música, se resguardan en cada rincón a lo largo del Colca. / Fotografía: Mauricio Ramos (@mauricioramosvm)

Las líneas ondulantes continúan mientras los acantilados se hacen cada vez más altos y la oquedad más profunda. Tras salir de un giro cerrado en horquilla, el paisaje se extiende hasta el horizonte sobre una interminable superficie montañosa y un abismo que se desploma hasta lo que se atisba como el río Colca. Al fin entramos al cañón, uno de los más profundos del mundo con 4 mil 160 metros y entre dos y cinco kilómetros de ancho.

Los picos nevados del Mismi, que resguardan una lengua glaciar identificada como la naciente más remota del Amazonas, observan conforme cae la tarde en un cielo que cambia entre ocres y escarlatas. Tres horas después de salir de Chivay, el frío de la montaña se impone cuando llegamos a La Granja del Colca, ecolodge y restaurante al borde del cañón donde me espera una cabaña acogedora y una cena elaborada con ingredientes orgánicos de su huerto y animales de corral. Pero antes, la idiosincrasia andina exige una muestra de gratitud.

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Un pago debido a la tierra

La Pachamama es la representación divina de la naturaleza para la cultura inca. Mediante un ritual conocido como “pago a la tierra”, un chamán o yatiri dirige una ceremonia rodeada por humo de incienso, oraciones en quechua y tragos de aguardiente que van tanto para la tierra como para los presentes. Ataviado con su atuendo cabana, el guía espiritual Eloy Cayca pide a los asistentes pasar para tomar hojas de coca y susurrarles buenos deseos antes de insertarlas entre las rocas del cañón.

Luego, frente a una fogata, el también montañista y guía de aventura del hotel nos reparte un pedazo de manteca de llama para transmitirle buenas intenciones y depositarlo sobre una ofrenda de coca, dulces, flores, maíz y azúcar. Entre más rezos quechuas, Eloy termina de moldear otro pedazo de sebo para crear la figura de una paloma que coloca en el altar. Con un brindis tras otro para agradecer a la vida, la naturaleza y los seres queridos, el yatiri toma la ofrenda y la sitúa en el fuego, donde el humo danza y se eleva hacia el cielo.

Sin darnos cuenta, la noche nos cubre y el aguardiente se termina, así que regresamos al restaurante para aterrizar de la conexión cósmica con un suculento guisado campestre antes de dormir. En la cabaña, de vez en vez, solo el viento que transita por los desfiladeros rompe con el silencio absoluto del cañón, mientras entro en sueño. Estoy en el Colca.

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