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Tsunami | La calma antes de la ola

¿En dónde y cuándo ocurriráel próximo tsunami?

Jin Sato es alcalde de una ciudad que ya no existe. Ubicada al norte de Sendái, en el noreste de Japón, la población pesquera de Minamisanriku desapareció el 11 de marzo, y Sato estuvo a punto de correr la misma suerte. La catástrofe comenzó a las 2:46 p.m., unos 130 kilómetros al oriente, en una falla profundamente enterrada bajo el lecho del océano Pacífico.

Un bloque de corteza terrestre, de 450 kilómetros de longitud, se desplazó repentinamente hacia el Este, trasladándose hasta 24 metros. Sato acababa de concluir una reunión en el ayuntamiento. El terremoto del 11 de marzo fue el más violento en la historia nipona. Cuando el suelo finalmente dejó de temblar, al cabo de cinco minutos escalofriantes, Minamisanriku aún se encontraba casi intacta, pero el mar apenas comenzaba a agitarse.

Sato y algunas personas corrieron al centro para desastres, edificio contiguo de tres pisos donde Miki Endo transmitía la alarma por los altavoces de la población. Sato y su grupo enfilaron hacia el techo y vieron que el tsunami rebasaba el dique marino de 5.5 metros. Entonces, las aguas oscuras y grises cubrieron el techo del edificio.

La transmisión de Endo se interrumpió bruscamente. Aquel día murieron unas 16,000 personas, la mayoría en los cientos de kilómetros de litoral de la región de Tohoku; cerca de 4,000 siguen desaparecidas. El tsunami acabó con poblados y aldeas de Tohoku, y dejó desamparados a cientos de miles.

Solo en Minamisanriku desaparecieron o murieron 900 personas de una población de 17,700 habitantes, incluida Miki Endo. Sato sobrevivió gracias a que trepó a una antena de radio en el techo. «Creo que estuve sumergido entre tres y cuatro minutos» dice. Muchas de las casi 30 personas que subieron al techo con él trataron de resistir la embestida del agua.

El oleaje azotó la entidad y, durante las primeras horas, inundó repetidas veces el edificio. Por la mañana solo quedaban 10 personas en el techo. Japón es el líder mundial en prevención de terremotos y tsunamis. Ha gastado miles de millones de dólares en acondicionar edificios antiguos, equipar nuevas estructuras con amortiguadores antisísmicos y construir barreras elevadas que resguardan numerosas ciudades costeras con rutas de evacuación muy bien señaladas.

El 11 de marzo, en cuanto dejaron de sujetar los monitores de sus computadoras para evitar que cayeran, los sismólogos del gobierno emitieron la primera alarma de tsunami. En conjunto, esas medidas contribuyeron a salvar miles de vidas.

El terremoto de Tohoku, de magnitud 9, causó muchos menos daños de los que habría dejado en otros países; sin embargo, el tsunami cobró entre 16,000 y 20,000 víctimas, saldo fatídico comparable al del terremoto y tsunami que asoló la misma región en 1896.

Aunque las defensas niponas han mejorado enormemente desde aquellos días, la población se ha triplicado y ahora las costas están mucho más pobladas. Lo mismo sucede en el resto del orbe, en países mucho menos preparados. En 2004 se registró el tsunami más mortífero en la historia del océano Índico, el cual cobró casi 230,000 vidas y se espera que ocurra otro desastre parecido en los próximos 30 años.

Hace tres siglos, cuando la costa noroeste del Pacífico estadounidense estaba escasamente poblada, un tsunami devastó la región y los geólogos afirman que es inevitable que se repita. Sato ya había sobrevivido un gran tsunami. En 1960, cuando tenía ocho años, una ola de cuatro metros mató a 41 personas en Minamisanriku; por ello, después del siniestro, la población decidió erigir el dique de 5.5 metros de altura.

«Los sismólogos dijeron que debíamos prepararnos para un tsunami cuyo oleaje podría alcanzar cinco y medio o seis metros de altura. Pero este fue tres veces más alto». Casi cada año, los tsunamis arrasan algún rincón del planeta y se cree que los mayores han cambiado el curso de la historia.

Por ejemplo, algunos arqueólogos argumentan que un tsunami golpeó la costa norte de Creta hace más de 3,500 años y ocasionó que la civilización minoica sucumbiera ante los griegos. En 1755, un terremoto y tsunami segaron las vidas de decenas de miles en Lisboa; la tragedia acabó con el complaciente optimismo de la época.

En el siglo v a. C., el historiador ateniense Tucídides fue el primero en documentar la relación entre terremotos y tsunamis. Señaló que, muy a menudo, el primer indicio de la marejada es que las aguas se alejan repentinamente de la costa, vaciando el puerto. «No creo que cosa semejante pueda suceder sin un terremoto», escribió.

Sin embargo, se equivocaba. El tsunami minoico fue precipitado por una erupción catastrófica en Thira. Asimismo, los desprendimientos de tierra pueden ocasionar tsunamis locales como el que ascendió 525 metros por una ladera de la bahía Lituya, Alaska, en 1958.

Con todo, la gran mayoría de los tsunamis, incluido el de Tohoku, se debe a movimientos del fondo marino que siguen el trayecto de grietas llamadas zonas de subducción, casi todas localizadas en los océanos Pacífico e Índico. En esas zonas, dos placas tectónicas chocan entre sí y la que sostiene la densa corteza oceánica se hunde bajo la placa continental, que es más ligera, formando una fosa oceánica.

En condiciones normales, esto ocurre de manera muy sutil, a un ritmo de pocos centímetros anuales, pero en ciertos momentos y lugares, las placas se traban. Al paso de los siglos, la tensión acumulada vence la fricción y las placas resbalan violentamente.

El terremoto de marzo pasado, frente a la costa japonesa, comenzó 30 kilómetros debajo del lecho marino y ascendió por la línea de falla entre las placas que forman la fosa de Japón, liberando la energía equivalente a 8,000 bombas de Hiroshima. El oleaje normal no es más que una colección de ondas que el viento impele sobre la superficie del mar; en cambio, un tsunami desplaza toda una columna de agua desde el fondo hacia la superficie.

La agitación inicial se disemina en direcciones opuestas desde la falla, en largos frentes de oleaje que pueden tener una separación de hasta 500 kilómetros. Apenas perceptibles en aguas profundas, pueden adquirir altura peligrosa en aguas someras, pues se acumulan frente a la costa y representan una amenaza aun tras recorrer el océano a la velocidad de un jet.

El tsunami japonés de marzo arrastró al mar a un hombre que se encontraba en California y fracturó, en la Antártida, bloques de hielo del tamaño de Manhattan. El tsunami indonesio del 26 de diciembre de 2004 cobró víctimas en toda la región del océano Índico.

Comenzó frente a la costa noroeste de Sumatra, con una fractura repentina de 1,600 kilómetros de longitud y un terremoto de magnitud 9.1 en la falla de Sunda, zona donde el fondo del océano Índico se subduce bajo Indonesia. Este país fue más afectado que ningún otro, con cerca de 170,000 muertos, más de la mitad en Banda Aceh.

No obstante, otras 60,000 personas perecieron en Sri Lanka, India y otros países de la cuenca, aun en regiones tan apartadas como África. Tras el desastre sin precedentes, varias naciones colaboraron para extender la adopción de un sistema para detección de tsunamis, el cual consiste en un instrumento anclado al fondo marino que registra los cambios de presión ocasionados por el paso de un tsunami.

El tsunámetro manda una señal a una boya en la superficie que, a su vez, envía datos a un satélite y, finalmente, que transmite la información a los centros de alarma de todo el mundo. Para 2004 se habían instalado solo seis detectores en el océano Pacífico, pero ninguno en el Índico y, en todo caso, los países de la región no contaban con centros para alertar a las poblaciones locales.

Omisión política que tuvo consecuencias trágicas. Aunque los habitantes de Sumatra dispusieron de apenas unos cuantos minutos para correr, el tsunami demoró dos horas en alcanzar las costas de India y, no obstante, cobró 16,000 víctimas en ese país. «Fue algo completamente innecesario», dice Paramesh Banerjee, geofísico de la Universidad Tecnológica de Nanyang, Singapur.

«Desde el punto de vista tecnológico, es relativamente fácil instalar un sistema de alarma para tsunamis en el océano Índico». En la actualidad hay 53 boyas detectoras dispersas en los mares de todo el mundo, incluidas seis de 27 contempladas para el océano Índico, de modo que es menos probable que se repita el horror de 2004.

No obstante, ni siquiera las boyas habrían salvado a Sumatra, pues los habitantes de las costas cercanas a una falla activa tienen que huir tan pronto como ocurre un terremoto. Amén de tsunámetros, el sistema de alarma japonés utiliza sismómetros y un modelo computarizado que pronostica la escala del tsunami a partir de la magnitud y localización del temblor.

En marzo de 2011, el sistema, operado por la Agencia Meteorológica de Japón (AMJ), no se encontraba en condiciones óptimas y así, al hacer el crítico cálculo inicial, AMJ estimó el sismo de magnitud de 7.9. El análisis posterior reveló que fue de 9, 12 veces más intenso. Por lo tanto, el pronóstico del tsunami arrojó un oleaje de tres metros o poco más, pero la marejada se elevó hasta 15.5 metros en Minamisanriku e incluso más en otras partes.

Entretanto, la respuesta de la población a la alarma tampoco fue impecable. «Creo que, esta vez, mucha gente que vivía por arriba del nivel de oleaje máximo del tsunami de 1960 ni siquiera se molestó en huir ?dice Jin Sato?. Muchos de ellos perecieron».

La intensidad del terremoto y tsunami asombró a los sismólogos: magnitud 9. La mayoría de ellos no creía que la fosa de Japón pudiera provocar algo así, pues la corteza oceánica de la zona es antigua, fría y densa, de modo que debía hundirse bajo la placa continental con tan poca fricción que no ocasionara un sismo tan violento.

Sin embargo, hace más de una década, científicos de la Universidad de Tohoku, en Sendái, excavaron el barro negro que rodea la ciudad costera y hallaron tres capas de arena distintas que se extendían 4.5 kilómetros tierra adentro. La abundancia de plancton marino en los mantos arenosos reveló que eran depósitos de tsunamis gigantescos ocurridos a intervalos de entre 800 y 1,100 años, a lo largo de tres milenios.

Publicado en 2001, el artículo concluía con una advertencia: dado que el último tsunami asoló Sendái hace más de 1,100 años, había un alto riesgo de que ocurriera otro. Cuando finalmente llegó el tsunami de marzo, la marejada depositó una nueva capa de arena por lo menos cuatro kilómetros tierra adentro.

Terrestre de la Universidad Tecnológica de Nanyang, Singapur, y uno de los paleosismólogos más prominentes del mundo, dedicado a escudriñar el registro geológico en busca de pruebas de antiguos terremotos y tsunamis. Sieh afirma que el registro histórico, en particular el realizado con instrumental moderno, es muy escaso. «Debemos dar por sentado que cualquier zona de subducción extensa es capaz de producir grandes terremotos y tsunamis», dice.

Sieh despliega un mapa en su computadora. «Esta es la zanja de Manila ?dice, señalando una línea que parte de la costa occidental de Filipinas y se extiende al norte, hasta Taiwán?. Tiene una longitud de 1 300 kilómetros y no ha mostrado actividad importante en cinco siglos. Si sufriera una fractura de magnitud 9, ocasionaría graves daños en la costa de China y el tsunami se encaminaría directamente a Hong Kong y Macao.

Y como esta, hay muchas otras fallas». Entre ellas, la zona de subducción Cascadia, falla litoral de 1,000 kilómetros de largo que va del norte de California al sur de Columbia Británica. Recientes pruebas obtenidas de núcleos de sedimento marino sugieren que la zona de falla ha experimentado cerca de 40 terremotos en los últimos 10 milenios: un promedio de un sismo cada 250 años.

@@x@@Aunque algunas investigaciones muestran que el intervalo de recurrencia es de 500 años. No obstante, todos concuerdan en que, cuando ocurra una fractura, el terremoto podría ser tan violento como el que sacudió Japón, y que el tsunami alcanzaría la costa en apenas 20 minutos.

En buena medida, las consecuencias dependerán de la temporada, señala Nathan Wood, geógrafo del Servicio Geológico de Estados Unidos en Vancouver, Washington. «La costa noroeste del Pacífico está poco poblada y muchos habitantes se encuentran a menos de un kilómetro de tierras altas -dice Wood-. Sin embargo, en verano puede haber hasta 100,000 personas en la costa, lo que se traduciría en decenas de miles de muertes».

Washington cuenta con señalamientos para evacuación en caso de tsunami y torres que transmiten alarmas en las playas, mientras sus hoteles colocan folletos informativos en las habitaciones junto a las Biblias de los Gedeones Internacionales.

Aun así, los centros de evacuación escasean y no todos los habitantes tienen acceso a terrenos elevados. Ocean Shore, destino de veraneo certificado por NOAA como «preparado para tsunamis», se levanta en una estrecha península sin puntos elevados y tiene nada más una vía de dos carriles que lleva a un lugar seguro.

Aunque la población fija es de solo 5,500 habitantes, la cifra se dispara en temporada de vacaciones. Una noche, el verano pasado, conduje por la ciudad con Jody Bourgeois, geóloga de la Universidad de Washington. «Esta gente está frita; o mejor dicho, rehogada», comentó con tono sombrío.

Acunada en la sonda de Puget, detrás de la península Olympic, Seattle no sería gravemente afectada por un tsunami. No obstante, los geólogos han descubierto grietas más pequeñas y superficiales en la corteza que se extiende por debajo de dicha sonda. El riesgo es muy, pero muy grande», dice Bourgeois.

Un terremoto en una de esas fallas someras sería en extremo destructivo y un tsunami moderado que se origine directamente en la costa de Seattle sería mucho más dañino que una marejada gigantesca surgida frente al litoral. Con todo, la falla que más inquieta a Sieh es la de Sunda, que estudió durante una década antes del tsunami de 2004.

La grieta se extiende unos 6,000 kilómetros de Myanmar a Australia, y el sismo de 2004 ocurrió cerca del extremo norte. El geólogo estuvo trabajando varios cientos de kilómetros al sur, frente a la costa de Sumatra, para determinar la edad de unos arrecifes coralinos muertos.

Cuando el lecho marino se levanta durante un sismo, puede empujar los arrecifes a la superficie, matando los corales; el datado radiométrico permite determinar cuándo ocurrió el siniestro. Para 2003, Sieh y sus colegas terminaron de reconstruir la perturbadora historia sísmica de la región centro-occidental de Sumatra.

«Identificamos un fenómeno que llamamos ‘superciclos’; es decir, grandes terremotos que ocurren en pares y se presentan a intervalos regulares», explica. Al menos en los últimos siete siglos, los superciclos han sacudido ese segmento de la falla de Sunda con una periodicidad de 200 años, y cada temblor del par se ha presentado con una diferencia de 30 años.

Los investigadores pudieron identificar un primer fenómeno ocurrido entre 1350 y 1380, otro entre principios y mediados del siglo xvii, y un tercer superciclo en 1797 y 1833, hace dos siglos. A todas luces, estaba por ocurrir otro par de terremotos.

El hallazgo fue tan inquietante que, en julio de 2004, Sieh y sus colegas comenzaron a distribuir carteles y folletos informativos en las islas Mentawai, donde llevaban a cabo su investigación, para alertar a la población sobre los tsunamis.

Cinco meses después, el norte de Sumatra fue devastado y el grupo de Sieh recibió mucha publicidad. «Obtuvimos un crédito que no merecíamos -comenta-. Nuestro pronóstico era para otra parte de la falla». Pero la predicción fue certera y, de hecho, Sieh afirma que el primer terremoto del par presagiado ocurrió en septiembre de 2007 con una magnitud de 8.4 y daños relativamente menores.

El tsunami alcanzó apenas un metro de altura en Padang, capital de la provincia de Sumatra Occidental. Pero dado que la ciudad tiene poca elevación y una población de 800 000 habitantes, Sieh teme que no salga tan bien librada la próxima vez. «Jamás se había predicho un terremoto gigante con tanta precisión -dice-. Nuestro nuevo pronóstico es que, en los próximos 30 años, habrá un sismo de magnitud 8.8. No sabemos si ocurrirá en 30 segundos o en 30 meses. Solo podemos afirmar que se presentará dentro de un periodo de 30 años».

«¿Qué podemos hacer? -prosigue-. ¿Mudar toda la ciudad por algo que sucede una vez cada 200 años? El problema no es que los científicos carezcan de los conocimientos suficientes ni que los ingenieros sean incapaces de hacer lo necesario. El problema fundamental es que somos 7,000 millones de personas y muchos vivimos en lugares peligrosos. Nos hemos metido en una situación de la que no podemos escapar, y pagaremos las consecuencias durante el siglo presente».

Cuando el tsunami llegue a padang, la mayoría no dispondrá de tierras altas para refugiarse y tendrá escasos 20 minutos para huir. Como gran parte de la ciudad se levanta a menos de cinco metros sobre el nivel del mar, las olas barrerán casi todo lo que se encuentre a unos dos kilómetros de la zona ribereña.

La cuenta fatídica será muy superior a la registrada en marzo pasado en Japón, tal vez unas 90 000 víctimas solo en Banda Aceh. La vida en la moderna Banda Aceh combina lo horroroso con lo milagroso. La marejada que esparció cuerpos por toda la ciudad puso fin a largas décadas de conflicto violento entre los secesionistas acehneses y el gobierno indonesio.

«También había cadáveres en las calles durante la guerra -recuerda Syarifah Marlina Al Mazhir, residente de Banda Aceh y coordinadora de programas de la Cruz Roja estadounidense-. Pero el tsunami lo cambió todo. ¡Ahora podemos salir de noche!». Infusiones masivas de ayuda han permitido reconstruir la ciudad y, ahora, los jóvenes abarrotan sus innumerables cafés hasta altas horas de la noche.

No obstante, todos saben de alguien que falleció el 26 de diciembre de 2004. «A veces, cierro los ojos y puedo oír los gritos de la gente», me dijo una mujer. Una calurosa mañana de julio asistimos a un simulacro en una escuela primaria de Padang que, ubicada a 750 metros de la playa, se prepara para lo inevitable.

Hacia las 10 a.m., la alarma suena y los alumnos salen rápidamente de las aulas hacia el pequeño patio arenoso. Acuclillados en círculos, corean al unísono. «Repiten los 99 nombres de Alá -dice Patra Rina Dewi-. Eso les ayudará a conservar la calma en una emergencia real».

De 39 años, Patra es la dinámica directora de Kogami, pequeña organización sin fines de lucro para la concienciación sobre tsunamis, fundada con algunas de sus amistades luego de conocer los informes de Banda Aceh. Bajo la presión de Kogami, Padang ha señalado 32 rutas de evacuación y está construyendo nueve de un total de 100 refugios de varios pisos donde algunos habitantes podrán escapar de la marejada.

Mientras tanto, Patra y los 16 integrantes de su equipo organizan simulacros de tsunamis en escuelas como la que visitamos. Debido a que no hay terrenos elevados en las inmediaciones, los 567 estudiantes han sido aleccionados para correr unos tres kilómetros tierra adentro, pero los casi 80 niños del primer grado no conseguirán alejarse con la celeridad necesaria.

«Los pequeños de primero tardan hasta 40 minutos en llegar a la zona segura -revela Elivia Murni, una de las profesoras-. Si llega el tsunami, seguramente desaparecerán. No podremos salvarlos». Hay unas 1,000 escuelas ribereñas en Sumatra Occidental y Kogami ha instituido programas de simulacro en 232 de ellas.

Sin embargo, ni siquiera intentará introducirlos en algunas aldeas de pescadores dispersas en la costa, al noroeste de Padang. Al amanecer del 12 de marzo, en Minamisanriku, Jin Sato y la menguada partida que ocupaba el techo se encontraban completamente empapados, ateridos y exhaustos.

Descendieron por unas redes de pesca que la marea enmarañó en el rojo esqueleto de acero del devastado edificio y, con gran dificultad, subieron una colina donde se habían reunido otros supervivientes. Sato es un hombre esbelto de cabello negro abundante, anteojos y mirada directa y seria. Sus manos llevan las cicatrices de las heridas que sufriera al aferrarse a la antena de radio; un rosario budista cuelga de su muñeca izquierda.

El pueblo donde Sato creciera ha desaparecido, pero él sigue a cargo de muchos de sus habitantes, instalados en refugios o viviendas temporales. El nivel del suelo cayó más de medio metro después del terremoto, de suerte que la marea alta inunda grandes sectores de la antigua población. Quizá sea imposible resucitar Minamisanriku. «Mucha gente quiere quedarse aquí, donde sus antepasados vivieron y murieron -dice Sato-. No quieren mudarse».

National Geographic

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