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La solución urbana

Porqué las ciudades son la mejor cura para las dolencias cada vez mayores de nuestro planeta.

Howard era calvo, tenía un bigote tupido que le tapaba la boca, anteojos con armazón de alambre y el aire distraído de una persona inquisitiva. Lo que su familia necesitaba, le escribió a su esposa en 1885, era una casa con «un jardín verdaderamente lindo, quizá con una cancha de césped para tenis».

Pocos años más tarde, después de haber engendrado cuatro hijos en solo seis años, en una casa rentada con poco espacio, Howard salió con un plan para vaciar Londres. En los años ochenta del siglo xix, Londres estaba en apogeo, pero también se hallaba repleta de gente mucho más desesperada que Howard.

Los barrios que el Destripador rondaba en busca de víctimas eran peor que terribles. «Cada habitación de estas vecindades podridas y malolientes alberga una familia, a menudo dos -escribió el ministro de culto Andrew Mearns-. ¡Un inspector sanitario reportó haber encontrado en un sótano al padre, la madre, tres niños y cuatro cerdos!

En otro sitio había una pobre viuda, sus tres hijos y un niño que llevaba muerto 13 días». Los victorianos llamaban a esos barrios marginales criaderos o colonias de animales. El presidente del consejo del condado de Londres describió su ciudad como «un tumor, una elefantiasis que alimenta su saturado sistema con la mitad de la vida, la sangre y los huesos de los distritos rurales».

La planeación urbana en el siglo xx surgió de esa percepción horrorizada de las ciudades decimonónicas. Curiosamente, comenzó con Ebenezer Howard. En un libro delgado, autopublicado en 1898, el hombre articuló su propia visión de cómo debería vivir la humanidad, una visión tan convincente que medio siglo más tarde Lewis Mumford, el gran crítico de arquitectura estadounidense, dijo que había «sentando las bases de un nuevo ciclo en la civilización urbana».

La ola de urbanización debe detenerse, alegaba Howard, llevando a la gente de las metrópolis cancerosas hacia nuevas «ciudades jardín» autosuficientes. Los residentes de estas pequeñas islas felices sentirían la «jubilosa unión» entre la ciudad y el campo.

Vivirían en casas lindas con jardines al centro, caminarían a sus trabajos en las fábricas periféricas y serían alimentados por las granjas de los cinturones verdes a su alrededor, lo cual también impediría que la urbe se extendiera hacia el campo. Cuando una ciudad alcanzara sus cinturones verdes -32 000 personas era el número adecuado, pensaba Howard- sería momento de construir la siguiente.

En 1907, tras dar la bienvenida a 500 esperantistas a Letchworth, la primera ciudad jardín, Howard se atrevió a predecir (en esperanto) que su nueva lengua y sus nuevas utopías pronto se extenderían por todo el mundo. Tenía razón en cuanto al deseo humano de tener más espacio para vivir, pero se equivocaba sobre el futuro de las ciudades: es la ola de urbanización la que se ha extendido por todo el mundo.

En los países desarrollados y Latinoamérica casi ha llegado a su tope; más de 70 % de la gente vive en zonas urbanas. En gran parte de Asia y África la gente aún se dirige hacia las ciudades y las grandes urbes se han hecho mayores y más comunes.

En el siglo xix, Londres era la única ciudad de más de cinco millones de habitantes; ahora hay 54, la mayoría en Asia. La urbanización hoy se considera benéfica. La opinión de los expertos ha cambiado profundamente en la última década o dos.

Aunque las barriadas tan atroces como las del Londres victoriano se han extendido, el cáncer ya no parece ser la analogía correcta. Con la población de la Tierra acercándose a los 9 000 o 10 000 millones, las ciudades densas parecen ser cada vez más una solución: la mejor esperanza para sacar a la gente de la pobreza sin arruinar el planeta.

Una noche de marzo pasado, Edward Glaeser, economista de Harvard, se presentó en la London School of Economics para promover este punto de vista, junto con su nuevo libro, El triunfo de las ciudades. «No existe un país urbanizado pobre; no existe un país rural rico», dijo.

Una nube de nombres de países, cada uno acompañado de su PIB y su tasa de urbanización, se mostraba en la pantalla a sus espaldas. Mahatma Gandhi estaba equivocado, declaró Glaeser: el futuro de India no está en sus poblados sino en Bangalore.

Se veían imágenes de Dharavi, el enorme barrio marginal de Bombay, y de las favelas de Río de Janeiro; para Glaeser, eran ejemplos de vitalidad urbana, no una plaga. La gente pobre acude a las ciudades porque es ahí donde está el dinero, afirma, y las ciudades producen más porque «la ausencia de espacio entre la gente» reduce los costos de transporte de bienes, personas e ideas.

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Históricamente, las ciudades se construían junto a ríos o en puertos naturales para facilitar el flujo de bienes. Pero en estos tiempos, debido a que los costos por envío han disminuido y las industrias de servicios se han incrementado, lo que más cuenta es el flujo de ideas.

Para Glaeser, la quintaesencia de una ciudad dinámica es Wall Street, en especial el piso de negociaciones, donde los millonarios abandonan sus grandes oficinas para trabajar en un espacio abierto bañado de información. «Valoran el conocimiento más que el espacio, de eso se trata la ciudad moderna», asegura.

Las ciudades exitosas «incrementan las ganancias de ser inteligente» pues permiten a las personas aprender unas de otras. En las ciudades con un promedio de educación más alto, incluso aquellos que no están educados ganan mejores salarios; eso es prueba de un «excedente de capital humano».

El excedente funciona mejor cara a cara. Aún no se ha inventado una tecnología -no el teléfono, ni internet, ni las videoconferencias- que proporcione los encuentros casuales que las ciudades han facilitado desde que el Foro Romano era nuevo.

Y tampoco proporciona las sutilezas contextuales no verbales que nos ayudan a expresar ideas complejas. Es fácil ver por qué los economistas acogerían las ciudades como motores de prosperidad. Les ha tomado un poco más de tiempo a los ambientalistas, para quienes la cabaña en el campo de Henry David Thoreau ha sido un ejemplo a seguir.

Al incrementar los ingresos, las ciudades aumentan también el consumo y la contaminación. Si lo que más valoras es la naturaleza, las ciudades te parecerán un concentrado de cientos de males, hasta que consideres la alternativa: diseminar esos males.

Desde un punto de vista ecológico, dice Stewart Brand, fundador del Whole Earth Catalog y ahora defensor de la urbanización, una ética que consista en regresar a la tierra sería desastrosa (Thoreau, señala Glaeser con regocijo, una vez quemó accidentalmente 120 hectáreas de bosque).

Las ciudades permiten a la mitad de la humanidad vivir en alrededor de 4 % de la tierra arable, dejando más espacio para el campo abierto. Per cápita, los habitantes de las ciudades son más cuidadosos en otros sentidos también, como explica David Owen en Green Metropolis.

Sus caminos, alcantarillas y cables eléctricos son más cortos y, por lo tanto, utilizan menos recursos. Sus departamentos necesitan menos energía para calentarse, enfriarse e iluminarse que las casas. Lo más importante, la gente en las ciudades densas maneja menos.

En ciudades como Nueva York, el uso de energía y las emisiones de carbono por habitante son mucho más bajas que el promedio nacional. Las ciudades en los países en desarrollo son todavía más densas y utilizan mucho menos recursos. Eso es principalmente porque la gente pobre no consume demasiado.

Quizá Dharavi sea un «modelo de bajas emisiones», dice David Satterthwaite, del Instituto Internacional para el Ambiente y el Desarrollo en Londres, pero a sus residentes les falta agua potable, baños y recolección de basura, lo mismo que a unos 1 000 millones de habitantes de otras ciudades en los países en desarrollo.

Y son estas ciudades, según proyecciones de la Organización de las Naciones Unidas, las que absorberán la mayor parte del crecimiento demográfico del mundo entre hoy y 2050: más de 2 000 millones de personas. Cómo respondan sus gobiernos nos afectará a todos.

Muchos lo están haciendo como hizo Inglaterra ante el crecimiento de Londres en el siglo xix: tratando de detenerlo. Un estudio de la ONU muestra que 72 % de los países en desarrollo ha adoptado políticas diseñadas para contener la ola de migraciones a sus ciudades.

Pero es un error ver la urbanización misma como un mal más que como una parte inevitable del desarrollo, dice Satterthwaite, quien asesora a gobiernos y asociaciones de barrios marginales en todo el mundo. «No me asusta el crecimiento rápido -dice-. Me reúno con alcaldes africanos que me comentan: ¡Es demasiada la gente que se muda para acá!, y yo les digo: «No, el problema es su incapacidad para gobernarlos».

No existe un solo modelo sobre cómo administrar una urbanización rápida, pero hay ejemplos que dan cierta esperanza. Uno es Seúl, la capital de Corea del Sur. Entre 1960 y 2000, la población de Seúl aumentó rápidamente de menos de tres millones a 10 millones, y Corea del Sur pasó de ser uno de los países más pobres del mundo, con un PIB per cápita de menos de 100 dólares, a ser más rico que algunas naciones europeas.

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La velocidad de la transformación es evidente. Al llegar a Seúl por la carretera que corre junto al río Han se pasa por un mar angustiosamente homogéneo de bloques de edificios de concreto, cada uno adornado con un enorme número para distinguirse de sus clones.

No hace tanto, muchos coreanos vivían en casuchas. Los bloques de viviendas tal vez parezcan monótonos por fuera, me dice la urbanista Yeong-Hee Jang, pero la vida adentro «es muy cálida y confortable». Repitió la palabra «cálida» tres veces.

Cada ciudad es una mezcla única de lo planeado y lo no planeado, de rasgos que fueron diseñados a propósito por el gobierno y otros que surgieron de manera orgánica, con el tiempo, a partir de decisiones que tomaron los residentes. Seúl se planeó desde el inicio.

Los monjes que eligieron su ubicación en 1394 para el rey Taejo, fundador de la dinastía Choson, siguieron los antiguos principios del feng shui. Por cinco siglos la ciudad permaneció en su mayoría dentro de una muralla de 16 kilómetros de largo que los hombres de Taejo habían construido en seis meses.

Era una ciudad enclaustrada y erudita de apenas unos cientos de miles. Luego, el siglo xx hizo borrón y cuenta nueva. La Segunda Guerra Mundial y luego la Guerra de Corea, que terminó en 1953, trajeron más de un millón de refugiados a la ciudad bombardeada.

No quedó mucho de Seúl, pero por primera vez se llenó de una potente mezcla de personas, deseosas de mejorar sus condiciones de vida miserables. De ese periodo data la explosión demográfica de Corea del Sur, que se ha disparado, como en todas partes, debido a las mejoras rápidas en salud pública y nutrición.

Es un hecho incómodo que haya sido un dictador quien ayudó a encauzar toda esa energía. Cuando Park Chung-Hee tomó el poder mediante un golpe militar en 1961, su gobierno canalizó el capital extranjero hacia las compañías coreanas que fabricaban artículos para los extranjeros.

En este proceso, que creó conglomerados como Samsung y Hyundai, fueron esenciales las mujeres y los hombres que acudieron en tropel a Seúl para trabajar en sus fábricas y educarse en sus universidades. «No se puede entender la urbanización aislada del desarrollo económico», dice el economista Kyung-Hwan Kim, de la Universidad de Sogang.

La ciudad en crecimiento permitió el auge económico, el cual pagó la infraestructura que la ayudó a absorber la creciente población del país. En medio de las prisas por derribar y crecer hacia arriba, se perdió mucho. Quienes vivían en el viejo Seúl, al norte del río Han, en los setenta y ochenta, vieron una ciudad completamente nueva elevarse de los verdes arrozales de la orilla sur, en la zona llamada Kangnam.

Vieron a las crecientes clases medias y altas dejar los sinuosos callejones y las casas tradicionales -adorables casas hanok de madera, con patios y techos de tejas elegantemente curvados- por edificios antisépticos y una retícula de bulevares ideales para los autos.

«Seúl perdió su color», dice Choo Chin Woo, periodista de investigación de la revista semanal SisaIN. Lo peor es que muchas veces se hizo a un lado a los pobres cuando sus barrios improvisados fueron reurbanizados y convertidos en edificios que no podían pagar.

Pero, con los años, una parte cada vez mayor de la población ha podido sacar partido al boom inmobiliario. Hoy, la mitad de las personas en Seúl es dueña de sus departamentos. A los coreanos les gusta calentar sus casas a 25 grados, dice la urbanista Yeong-Hee Jang, y en sus departamentos bien equipados pueden darse el lujo de hacerlo.

Seúl es hoy una de las ciudades más densas del mundo. Tiene millones de autos, pero también un excelente sistema de transporte subterráneo. Los distritos más nuevos están llenos de comercios y peatones, cada uno de los cuales tiene una huella de carbono de la mitad de la de un neoyorquino.

La vida se ha vuelto mucho mejor para los coreanos conforme el país pasó de ser 28 % urbano en 1961 a 83 % hoy día. La esperanza de vida se ha incrementado de 51 a 79 años (uno más que la de los estadounidenses). Los niños coreanos ahora crecen 15 centímetros más que antes.

La experiencia de Corea del Sur no se puede replicar fácilmente, pero prueba que un país pobre puede urbanizarse con éxito y muy rápido. El miedo a la urbanización no ha sido bueno para las ciudades o sus países, ni para el planeta. Irónicamente, Corea del Sur no ha terminado de sacudirse la noción de que su gran capital es un tumor que succiona la vida del resto del país.

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En la actualidad el gobierno construye una segunda capital 120 kilómetros al sur; a partir de 2012 planea mudar la mitad de sus ministerios ahí y esparcir otras instituciones públicas alrededor del país, con la esperanza de repartir la
riqueza de Seúl.

Los esfuerzos de la nación por detener el crecimiento de Seúl se remontan a Park Chung-Hee, el dictador que hizo arrancar la economía a fuerzas. En 1971, cuando la población de la ciudad crecía a más de cinco millones, Park siguió a pie juntillas el libro de Ebenezer Howard. Rodeó la ciudad con un ancho cinturón verde para detener el desarrollo, justo como Londres en 1947.

Ambos cinturones verdes conservaron el espacio abierto, pero ninguno detuvo el crecimiento de la ciudad; la gente ahora viaja desde los suburbios que están más allá de los límites. «Los cinturones han tenido el efecto de empujar a la gente más hacia afuera, a veces absurdamente lejos», dice Peter Hall, urbanista e historiador de University College de Londres.

Brasilia, la capital planeada de Brasil, fue diseñada para 500 000 personas; ahora viven dos millones más del otro lado del lago y el parque que supuestamente debían bloquear la expansión de la ciudad. Hoy, a los urbanistas les preocupa la expansión tanto como su antítesis, la densidad, los preocupaba hace un siglo.

Londres ya no se considera un tumor, pero Atlanta ha sido llamada «un moho fangoso palpitante» (por James Howard Kunstler, simpático crítico de los suburbios) debido su expansión extrema. Los cinturones verdes no causan la expansión; la mayoría de las ciudades no los tienen.

Otras políticas gubernamentales, como subsidios para carreteras y la propiedad de viviendas, han persuadido a la gente a mudarse a los suburbios, lo mismo que otro gran forjador del destino urbano: las decisiones de los individuos que residen en ellas.

Ebenezer Howard tenía razón: mucha gente quiere casas bonitas con jardines. La expansión no es un fenómeno únicamente occidental. Al consultar imágenes satelitales, mapas viejos y datos del censo, Shlomo Angel, urbanista de la Universidad de Nueva York y Princeton, ha rastreado los cambios en forma y densidad de población de 120 ciudades entre 1990 y 2000.

Incluso en los países en desarrollo, la mayoría de las ciudades se expande más rápido que la velocidad a la que la gente llega a ellas; en promedio, se vuelven 2 % menos densas cada año. Para 2030 su área construida podría triplicarse.

¿Qué provoca la expansión?
El aumento de ingresos y el transporte barato. «Cuando los ingresos suben, la gente puede comprar más espacio», explica Angel. Con el transporte barato pueden darse el lujo de viajar distancias mayores de la casa al trabajo. Pero ¿importa en qué clase de casas viven y qué transporte utilizan?

En el siglo xx, las ciudades estadounidenses se rediseñaron en torno a los autos, máquinas maravillosas y liberadoras que también hacían el aire de la ciudad irrespirable y llevaban los suburbios más allá del horizonte. La expansión centrada en los autos se come las tierras de labranza, la energía y otros recursos.

Ahora, los urbanistas en Estados Unidos quieren repoblar los centros de las ciudades y densificar los suburbios, construyendo zonas que sean transitables. La fuga urbana, que parecía una buena idea hace un siglo, ahora parece un error histórico en Occidente.

Mientras tanto, en China e India, donde la gente aún acude en masa a las ciudades, la venta de autos está en auge. «Sería mucho mejor para el planeta -escribe Edward Glaeser- que la gente de esos países acabe viviendo en ciudades densas construidas alrededor de un elevador en lugar de extensas zonas construidas en torno a los autos».

Las ciudades en desarrollo se expandirán inevitablemente, dice Angel. En algún lugar entre la anarquía que prevalece en muchas hoy y el utopismo que suele caracterizar la planeación urbana existe un tipo de urbanismo modesto que podría hacer una gran diferencia.

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Es necesario adelantarse varias décadas, dice Angel, y reservar las tierras, antes de que la ciudad las ocupe, para hacer parques y crear una densa red de corredores de transporte público. Todo comienza con ver las ciudades en crecimiento como concentraciones de energía humana que hay que organizar y aprovechar.

Letchworth, inglaterra, con sus tranquilas calles comerciales y casas de artesanías, hoy se siente un poco como la ciudad jardín que el tiempo olvidó. El ideal de Ebenezer Howard de una comunidad autosuficiente nunca se logró. Los agricultores del cinturón verde de Letchworth venden sus remolachas y su trigo a una gran compañía de cereales.

Los residentes del pueblo trabajan en su mayoría en Londres o Cambridge. A John Lewis, quien dirige la fundación que Howard comenzó, la cual aún es propietaria de gran parte de los terrenos del pueblo, le preocupa que Letchworth esté «en peligro de convertirse en un dormitorio».

Con todo, todavía tiene un aspecto clave de lo que muchos urbanistas hoy consideran sustentable: no se diseñó alrededor de los autos. Howard ignoraba el nuevo invento. Desde cualquier parte en Letchworth puedes caminar al centro del pueblo para ir de compras o tomar el tren a Londres.

Cincuenta y cinco kilómetros al sur yace Londres, irremplazable. Ocho millones de personas viven ahí ahora. Todos los intentos por imponer una lógica en su laberinto de calles han fracasado, como puede atestiguar cualquier persona que haya cruzado la ciudad en taxi alguna vez.

«¡Londres no se planeó para nada!», exclama Peter Hall una tarde mientras salimos a la calle frente a la Academia Británica. Pero la ciudad hizo dos cosas inteligentes conforme se hinchó hacia las afueras en los siglos xix y xx, añade Hall. Conservó parques grandes y un tanto agrestes, como Hampstead Heath, donde los ciudadanos pueden convivir con la naturaleza.

Y, lo más importante, se expandió a lo largo de las vías de los trenes y las líneas del metro. «Asegúrate de que el transporte esté bien -dice Hall-. Luego deja que las cosas sucedan». Tras esa frase desapareció en el metro para irse a casa, dejándome en la acera atestada con un gran regalo: unas cuantas horas para pasear por Londres.

Incluso Ebenezer Howard habría entendido la sensación, al menos de joven. Cuando regresó después de unos años en Estados Unidos -había fallado como agricultor en una granja de Nebraska- estaba entusiasmado con su ciudad natal. Solo subirse al autobús, escribió más tarde, le provocaba una sacudida placentera en las vísceras:
«Un extraño sentimiento de éxtasis me poseía en ocasiones como esa… las calles repletas -señales de riqueza y prosperidad-, el bullicio, la misma confusión y el desorden me atraían, y me sentía pleno de placer».

National Geographic

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