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Selva tropical en venta

La demanda de petróleo está sofocando uno de los rincones más silvestres del mundo

Fe de erratas
Debido a un error solo imputable a la redacción de National Geographic en Español en el artículo «Selva tropical en venta», de la edición de enero de este año, apareció guaraní donde debía leerse huaorani. Ofrecemos una disculpa a nuestros lectores pero principalmente a las etnias huaorani y guaraní. Este gazapo fue corregido para la versión en web donde ya se encuentra el nombre correcto.


Las hojas aún gotean por el aguacero nocturno cuando Andrés Link se cuelga la mochila y emprende el camino en la fresca y húmeda mañana. A pesar de que el día apenas comienza, la selva resuena con reclamos y parloteos: el ronco rugido del mono aullador, el hueco golpeteo de un pájaro carpintero, el chillido de los monos ardilla persiguiéndose de rama en rama. A lo lejos se percibe un extraño ulular que se apaga por momentos y luego vuelve a intensificarse.

«¡Escucha! -dice Link, sujetando mi brazo y ladeando la cabeza-. Monos titi». ¿Puede oírlos? Son dos, cantando a dúo. Esa celebración estridente es el fondo musical que diariamente acompaña a Link a través de lo que podría ser el sitio de mayor biodiversidad en la Tierra. El primatólogo de la Universidad de los Andes investiga el mono araña y se dirige hacia un lamedero de sal donde suelen congregarse los animales de estudio, situado como a media hora de marcha.

Ceibas gigantescas y ficus de raíces extensas se elevan como columnas romanas hacia la bóveda arbórea; sus ramas bifurcadas cubiertas de orquídeas y bromeliáceas sostienen nutridas comunidades de insectos, anfibios, aves y mamíferos, mientras los matapalos estrechan sus troncos en un abrazo cada vez más apretado.

Descendemos por una pendiente que lleva a una selva tachonada de extrañas Socratea, las «palmeras caminadoras», cuyas raíces, cual zancos de un metro de longitud, les permiten desplazarse ligeramente en su búsqueda de luz y nutrientes: una de millones de adaptaciones evolutivas que se observan alrededor de la Estación de Biodiversidad Tiputini (EBT), centro de investigaciones que la Universidad San Francisco de Quito ha establecido en una superficie de 650 hectáreas de selva virgen en el linde del Parque Nacional Yasuni, que abarca 9,800 kilo?metros cuadrados de un prístino hábitat de selva tropical al oriente de Ecuador.

«Podría pasar toda su vida en este lugar y sorprenderse con algo cada día», asegura Link. En las inmediaciones de la EBT hay 10 especies de primates y una variedad de aves, murciélagos y ranas que supera la de cualquier otra región de Sudamérica. En una sola hectárea de la selva tropical hay más especies de insectos que las conocidas en la totalidad de los territorios de Estados Unidos y Canadá.

La ubicación de Yasuní favorece esta profusión. El parque esta en la intersección de los Andes, el Ecuador y la región amazónica, como una diana ecológica en la que convergen numerosas comunidades de plantas, anfibios, aves y mamíferos; donde los aguaceros son casi cotidianos y los cambios de estación apenas perceptibles, de suerte que las condiciones de sol, calor y humedad son constantes a lo largo del año.

Esa región del Amazonas también es hogar de los quechuas y los huaorani, dos pueblos indígenas que habitan asentamientos dispersos a orillas de los caminos y ríos. A fines de los años cincuenta se registró el primer contacto pacífico entre misioneros protestantes y huaoranis, y actualmente la mayoría de esas comunidades participa en el turismo y el comercio con el mundo exterior, como hacen sus antiguos enemigos tribales, los quechuas.

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Pese a ello, dos grupos huaoranis han repudiado el contacto y prefieren discurrir por las selvas del altiplano en una «Zona Intangible» expresamente designada para protegerlos. Por desgracia, dicha zona, que se superpone al sector sur de Yasuní, no abarca la totalidad de su territorio tradicional, de manera que colonos y taladores han sufrido ataques de los guerreros nómadas tanto dentro como fuera del área, los más recientes en 2009.

Sin embargo, el subsuelo de Yasuní alberga otro tesoro que presenta una grave amenaza para la trama vital de la superficie: cientos de millones de barriles de crudo amazónico sin explotar. Desde hace varios años, conforme los intereses económicos han avasallado la conservación en la lucha por el destino del parque, el gobierno ecuatoriano ha otorgado concesiones petroleras incluso dentro del territorio protegido.

En el sector norte de Yasuní hay por lo menos cinco concesiones activas y, para una nación pobre como Ecuador, las presiones para la extracción son casi irresistibles, pues la mitad de sus ingresos de exportación procede del petróleo, obtenido principalmente en las provincias orientales del Amazonas.

En una propuesta presentada en 2007, el presidente Rafael Correa ofreció mantener sin tocar por tiempo indefinido alrededor de 850 millones de barriles de crudo en el extremo noreste de Yasuní, en una sección denominada Bloque ITT (siglas de los tres campos petrolíferos que allí se encuentran: Ishpingo, Tambococha y Tiputini).

En un esfuerzo por preservar la selva y evitar alrededor de 410 millones de toneladas métricas en emisiones de carbono generadas por los combustibles fósiles, Correa ha instado a la comunidad internacional a incrementar los esfuerzos para combatir el calentamiento global y, a reglón seguido, ha pedido una compensación de 3,600 millones de dólares -casi la mitad del ingreso que el país habría obtenido con la explotación del recurso al precio vigente en 2007-, comprometiéndose a utilizar ese dinero para financiar proyectos de energía alternativa y desarrollo comunitario.

Aclamada inicialmente como un hito en el debate sobre el cambio climático, la Iniciativa Yasuní-ITT goza de enorme popularidad en Ecuador y las encuestas de opinión nacionales reflejan una creciente percepción de Yasuní como un tesoro ecológico que amerita protección. Pero la respuesta mundial a la iniciativa ha sido poco entusiasta, y así, para mediados de 2012, la comunidad internacional solo había comprometido 200 millones de dólares, por lo que Correa lanzó una serie de airados ultimátums que han llevado a sus detractores a calificar su propuesta como chantaje.

Con la iniciativa paralizada y Correa advirtiendo que el tiempo se agota, la actividad en la frontera petrolera prosigue su marcha por el oriente de Ecuador, incluso dentro de los límites de Yasuní donde, cada día, otro fragmento de selva sucumbe frente a las excavadoras y retroexcavadoras.

Media hora después de salir del laboratorio de la EBT, Andrés Link llega a la entrada de una cueva de poca altura situada al fondo de una barranca empinada. Es el lamedero que busca, aunque esa man?ana no hay monos a la vista. «Tienen miedo de los depredadores -dice, volviendo la mirada hacia el cielo lechoso que asoma entre la bóveda arbo?rea-. No bajan cuando está así de nublado». Quizá los monos recelen de jaguares y águilas harpías, pero Link tiene en mente una amenaza a mayor plazo y potencialmente más significativa para los animales: el avance de la frontera petrolera.

«Cualquiera puede ver que hay un enorme interés en encontrar petróleo -afirma-. Lo que me preocupa es que hace falta muy poco para empezar algo y entonces…», se interrumpe, como si sus temores fueran demasiado dolorosos.
Esa tarde me dirijo a la plataforma de observación del laboratorio de la EBT para entrevistar a Kelly Swing, director y fundador del centro, quien habla de los cambios observados al estrecharse el cerco petrolero. «La presión es indiscutible -dice Swing, con la mirada fija en la progresiva oscuridad de la selva-. Están lo bastante cerca como para ponernos nerviosos».

Las instalaciones de producción más próximas se encuentran a solo 13 kilómetros al noreste, en una concesión que opera la compañía estatal Petroamazonas. El equipo científico a menudo le informa sobre el rumor de generadores en la espesura y la creciente presencia de helicópteros que, volando a ras, ahuyentan a los animales de estudio.
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Swing teme que el colapso de la iniciativa pudiera asestar un golpe mortal a los esfuerzos de conservación y desatara una oleada de desarrollo petrolero que acabaría con la mitad sur de Yasuní, alcanzando incluso la Zona Intangible. «Con el tiempo, las concesiones se vuelven escalones -dice-. Cada vez que una entra en operación, aumenta la presión para desarrollar los bloques que se encuentran más al oriente y al sur».

Funcionarios ecuatorianos insisten en que es posible extraer petróleo de manera responsable, incluso en hábitats delicados, debido a que la tecnología actual ha mejorado mucho respecto de los métodos en extremo contaminantes de los años setenta y ochenta cuando, presuntamente, el gigante estadounidense Texaco dejó numerosos sitios contaminados, lo que ha enfrascado a Chevron, su sociedad matriz, en una demanda multimillonaria con diversas comunidades indígenas.

Con todo, el desarrollo tiene consecuencias mucho más graves para ambientes ricos en especies como Yasuní, explica Swing, empezando por los incontables millones de insectos, muchos desconocidos por la ciencia, incinerados cada noche en las ondulantes llamaradas de gas.

Además, agrega, en las selvas afectadas por el desarrollo petrolero puede morir hasta 90% de las especies que habitan los sitios arrasados. «Hay que preguntarse si eso es aceptable. Y más que nada, para quién».
días más tarde me reúno con un equipo de biólogos de la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre (WCS) y, bajo una ligera llovizna, abordamos un bote para navegar al oriente por el río Tiputini. Árboles de corteza blanca del género Cecropia bordean el cauce sinuoso que perfila parte del límite norte del parque nacional, con forma de C invertida.

Cargadas de nidos de oropéndolas, las ramas altas de ceibas colosales se proyectan sobre nosotros. Excepto por el estrépito del motor fuera de borda, el río parece completamente ajeno a la presencia del hombre, pero esa impresión desaparece al doblar un recodo y toparnos con una larga barcaza motorizada atracada en la ribera.

El lugar es un hervidero de trabajadores con cascos y botas altas que han hendido la tierra roja, marcándola con las bandas de rodadura de sus excavadoras. Al levantar mi cámara para tomar una fotografía, un par de soldados grita desde la embarcación: «¡Prohibido tomar fotos!».

Funcionarios con overoles y cascos azules guardan silencio mientras nos abrimos paso por el pegajoso fango para subir a la barcaza donde, sin embargo, un hombre alto y sonriente me tiende una «manaza» en una bienvenida cordial. «Soy uno de los malos», anuncia con una risotada, aun antes de revelar su nombre. Robin Draper, de 56 años, parece tan sorprendido con nuestra repentina presencia como nosotros con el despliegue a la vista. «Llegué hace varias semanas y la suya es la primera lancha que ha pasado por aquí», nos informa.

Oriundo de Sacramento, California, y veterano de los campos petrolíferos de Prudhoe Bay, Alaska, Draper es el propietario-operador de la barcaza Alicia y trabaja bajo contrato con Petroamazonas, petrolera estatal que, en sigilo, avanza a todo vapor hacia el Bloque 31.

Hace algunos años, grupos ambientalistas celebraron haber impedido que otra corporación, Petrobras, construyera ese mismo camino, pero después la concesión quedó a cargo de Petroamazonas, que finalmente ha concluido la vía de 14.5 kilómetros que discurre al sur, del río Napo al Tiputini, explica Draper. Más aún, las excavadoras han comenzado a internarse en la selva de la margen opuesta del Tiputini.

Sin duda, eso ocasionará gran controversia debido a que representa una nueva intrusión en el parque y también porque, en opinión de algunos críticos, las reservas del Bloque 31, consistentes en 45 millones de barriles, son demasiado limitadas para justificar una inversión masiva en la concesión.

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A decir de muchos, la verdadera razón para internarse en el Bloque 31 es crear la infraestructura necesaria para el eventual desplazamiento al vecino Bloque ITT, lo que amenazaría la credibilidad de la iniciativa tanto como la vida silvestre y los grupos aislados que rondan las selvas del altiplano, ya que, según reportes recientes, los grupos indígenas que el gobierno está obligado a proteger parecen haber incursionado en la zona.

Aunque Draper se abstiene de opinar, señala que Petroamazonas está haciendo todo lo posible para minimizar el impacto en la región. Aun así, Draper no está del todo convencido. «Sus intenciones son buenas -reconoce-. Pero desde mi punto de vista, ni siquiera deberíamos estar aquí».

De vuelta en el río, le pregunto a Galo Zapata, uno de los biólogos de WCS, cuáles serían las consecuencias del nuevo camino en la selva. «Estoy seguro de que la compañía hará todo lo posible para controlar el acceso al sendero -señala-. Pero no podrá impedir que los quechuas y huaoranis se establezcan en él».

Ese problema se presentó anteriormente, explica. En los años noventa, cuando las petroleras construyeron el camino Maxus (así llamado por Maxus Energy Corporation, empresa estadounidense de exploración petrolera) dentro de Yasuní, se tomaron medidas para mantener a raya a los intrusos, pero los nativos que vivían en el parque mudaron sus aldeas a las inmediaciones de la vía y comenzaron a cazar animales para venderlos en el mercado negro. «Y con toda la gente que se desplazará al sitio habrá mucha demanda de presas salvajes. Los animales y las aves de gran tamaño se verán en aprietos y el impacto social será tremendo. La historia terminará por repetirse».

Al continuar río abajo, el paisaje se transforma gradualmente en un pantano de bajío salpicado de palmeras de asaí. El GPS muestra que nos hemos internado en el Bloque ITT, epicentro de la controversia sobre el petróleo. Atracamos en un banco de arena donde un letrero pintado a mano identifica la pequeña comunidad quechua de Yana Yaku.

El líder, César Alvarado, sale de su choza con techo de paja y nos cuenta de la época en que llegaron las compañías petroleras, cuando era apenas un niño. Recuerda cómo los primeros hombres arribaron en helicópteros y cómo, antes de aterrizar, sobrevolaban las altas palmas de moriche en las afueras de la aldea. Después llegaron barcazas que transportaban las unidades de vivienda para obreros y los tractores con los que talaron la selva y arrastraron las grandes plataformas. «Era todo un pueblo de trabajadores -dijo, moviendo la mano hacia la tupida maleza-. Eran amistosos; compartieron su comida conmigo».

Hoy, con 49 años, Alvarado nos conduce por un sendero fangoso más allá de las toscas chozas de Yana Yaku. Quiere mostrarnos lo que hicieron aquellos trabajadores hace tanto tiempo, así como el solitario monumento que dejaron al partir.

Entramos en un claro umbroso donde nos recibe una escena que se antoja increíble: una especie de escultura semejante a un crucifijo abstracto, hecha con tubos, válvulas y juntas de codo, con una altura de casi 4.5 metros, manchada y cubierta de musgo cual ídolo perdido en una película de Steven Spielberg.

No obstante, la estructura no ha caído en el olvido y es, en realidad, el símbolo perfecto para representar la interrogante acerca de Yasuní-ITT: un pozo de exploración sellado en el campo petrolífero de Tiputini. Gracias a este y otros pozos semejantes, los funcionarios han determinado que el Bloque ITT contiene más de 20% de las reservas de petróleo ecuatorianas, alrededor de 850 millones de barriles de crudo amazónico. Es difícil imaginar un testimonio más tangible de la potencial riqueza petrolera de Ecuador.

¿Qué sucedería si los trabajadores regresaran?, pregunto. ¿Alvarado estaría a favor de que extrajeran el petróleo que subyace en su aldea? «Queremos riqueza y educación para la comunidad -responde-. Si cuidan el ambiente, los apoyaremos».

Con todo, semejante futuro ofrece pocos incentivos a la mayoría de los huaoranis. Una mañana bochornosa y nublada en la aldea de Coca, abordo un camión con nuestros guías nativos viajamos al sur por el camino Auca. Construido por Texaco en los años setenta para desplazar plataformas de excavación hacia los campos petrolíferos y tender los oleoductos, el camino escindió el antiguo territorio huaorani justamente por la mitad; por si fuera poco el agravio, la compañía impuso a la vía el nombre de Auca o «salvaje», término con el que los pueblos enemigos solían referirse a los huaoranis.

@@x@@Nos dirigimos hacia el puente del río Shiripuno, puerta de entrada a la Zona Intangible, donde por lo menos dos grupos huaoranis -los taromenanes y los tagaeris- viven apartados del mundo en voluntario aislamiento.
Mientras descendemos a gran velocidad por el asfalto sinuoso, pasamos frente a un paisaje de colinas y ranchos que atestiguan el incontenible avance de los colonos que, hace 40 años, se apropiaron de aquellas tierras durante la construcción del camino. Muchas comunidades quechuas y mestizas empobrecidas yacen dispersas a lo largo de las vías secundarias que parten del Auca.

Al llegar a un punto donde la ruta da vuelta súbitamente a la derecha y desaparece en la espesura, torcemos a la izquierda y seguimos el rastro de unos neumáticos por una colina empinada. He oído decir que indígenas no contactados aparecieron hace poco fuera de la zona de exclusión, en una zona donde el desarrollo petrolero avanza a toda máquina. En breve, nos hallamos circulando por un laberinto de caminos vecinales que dan servicio a una creciente extensión de pozos petroleros y estaciones de bombeo.

Derrapamos en una curva cerrada y, de pronto, nos encontramos frente a una muralla de vegetación donde la vereda se interrumpe de manera abrupta. Adelante y a la derecha, por detrás de una alambrada, se yergue una nueva plataforma de perforación; el letrero de la cerca identifica el sitio como el pozo Nantu E. A la izquierda, un conjunto de chozas de paja se perfila contra la maleza: la aldea huaorani de Yawepare.

Un coro de ladridos nos recibe al descender del camión. Un hombre musculoso, con pantalones cortos y camiseta ceñida, pregunta qué hago allí. Convencido de que no soy un representante de la petrolera, sugiere que hablemos en la choza comunal descubierta situada en las cercanías. En correcto español me informa que su nombre es Nenquimo Nihua y actualmente funge como jefe de la comunidad durante un periodo de dos años.

«Esta es una región peligrosa», me advierte. Las tensiones han aumentado en los últimos meses a raíz de los trabajadores petroleros que han ido a laborar en el pozo vecino, y los aldeanos temen que el estrépito de los vehículos pesados y la maquinaria provoque una respuesta violenta por parte de los grupos no contactados que habitan la selva circundante, quienes sienten que su territorio se reduce cada vez más. «Están expulsándolos de la selva -acusa el jefe de la comunidad-. No queremos un conflicto con ellos. Queremos que estén tranquilos».

Nihua me confía que tiene parientes en las tribus nómadas. Pese a sus vínculos familiares, muchos huaoranis civilizados temen el ataque de los taromenanes y los tagaeris. Sin embargo, los clanes nómadas son también motivo de orgullo, un poderoso símbolo de resistencia tribal y un recordatorio de sus tradiciones ancestrales.

Nihua confiesa que él y su familia van a la selva para dejar hachas y machetes para sus parientes, siembran jardines para alimentarlos y montan patrullas armadas para repeler intrusos que puedan lastimarlos. «Pero hasta aquí llegaron -sentencia, dilatando el pecho-. No toleraremos más desarrollo petrolero. No entrarán más colonizadores. No más leñadores».

Hacia el final del camino Auca llegamos a un puente inestable y descargamos nuestro equipo en un esquife para continuar por el río Shiripuno hasta el Cononaco y, desde allí, adentrarnos en la Zona Intangible. Ya que los forasteros solo pueden ingresar en la zona por invitación de los huaoranis, he hecho arreglos para realizar este segmento del viaje con Otobo Baihua, un guía huaorani.

Robusto y de baja estatura, con hombros amplios y afable disposición, el hombre de 36 años comenta que alguna vez trabajó para las compañías petroleras, pero renunció para seguir un estilo de vida más ecológico. «Demasiada contaminación -dice en un español muy deficiente-. Vi morir muchos animales. Me dio asco». Ahora opera un negocio de ecoturismo que organiza viajes de aventura para llevar turistas a su comunidad en el corazón de la zona de exclusión.

@@x@@Frente a nosotros se despliega un espectacular panorama de vida silvestre: monos que se balancean entre los árboles; tucanes que ganén en la bóveda arbórea; un gran capibara que se desliza apaciblemente en el agua. Otobo se detiene para señalar los sitios donde los guerreros huaoranis antaño emboscaron a los trabajadores petroleros y en los que, más recientemente, los tagaeris y los taromenanes lancearon taladores ilegales antes de internarse nuevamente en las sombras de la selva.

Las noches siguientes, a la luz de las hogueras de sus asentamientos ribereños, los huaoranis relatan anécdotas sobre su historia violenta y hacen manifiesta su desconfianza inamovible en las compañías petroleras. Describen el paraíso perdido a causa del petróleo y el edén que aún comparten con sus huraños parientes.

Dos di?as ma?s tarde llegamos a nuestro destino final, la poblacio?n de Bameno, donde construcciones de bloques de concreto y chozas de madera bordean una herbosa pista de aterrizaje de 560 metros de longitud. Alli? encontramos a Penti Baihua, primo de Otobo y li?der de la comunidad, quien en ese momento esta? trabado en una acalorada discusio?n con varios aldeanos, cerca de la pista. Descalzo y sin camisa, de ondulada cabellera negra y sonrisa cordial, Penti se aleja del grupo para recibirnos.

?ITT no es ma?s que una pequen?a parte de Yasuni??, responde a mi pregunta sobre la iniciativa. El hombre esta? especialmente preocupado porque el gobierno no ha otorgado a los huaoranis derechos de propiedad especi?ficos sobre la tierra que yace dentro de la Zona Intangible. ?Si no conseguimos esos documentos, conquistara?n este espacio pozo a pozo -dice-. No sabemos cua?les son los planes del gobierno para nuestro territorio?.

Penti nos conduce por la empantanada pista hasta la choza comunal situada en el extremo ma?s apartado de la aldea. Quiere presentarme a su ti?o, un hombre canoso llamado Kemperi, uno de los u?ltimos chamanes jaguar de los huaoranis, muy respetado por su facultad de comunicarse con los espi?ritus de la selva. Vestido con pantalones cortos y camiseta azul, sus rizos blancos enmarcan una amplia sonrisa que revela su deslumbrante dentadura. Aunque dice desconocer su edad, afirma que, en los cuarenta, ya era un adulto cuando se unio? a una partida de guerra que embosco? y mato? a varios trabajadores de Shell.

En total, los guerreros indi?genas dieron cuenta de 12 obreros, orillando a la compan?i?a a abandonar sus operaciones en el oriente de Ecuador; solo hasta que los misioneros apaciguaron a los auca fue posible reanudar la exploracio?n petrolera en la zona. ¿Cua?ntos hombres mataron aquel di?a? Cuenta con los dedos. Cinco, tal vez seis. ?Los matamos para que nunca regresaran?. A pesar de la violencia de los actos descritos, sonri?e a menudo, como un veterano que recuerda sus an?os mozos en la guerra. ¿Que? pasari?a hoy si volvieran los hombres con sus cascos y uniformes?

?Si regresan, los mataremos -responde con absoluta serenidad-. Haremos lo que nos ensen?aron nuestros padres y abuelos?. luego de casi tres semanas de recorrer Yasuni? en camio?n, barco y avioneta, me dirijo a Quito, la capital acunada por las alturas andinas. Me han ofrecido la oportunidad de hablar directamente con el presidente Correa acerca de su agobiada Iniciativa Yasuni?-ITT.

Los guardias se cuadran cuando franqueo la columnata del palacio colonial de Carondelet e ingreso en una suntuosa habitacio?n con mobiliario dorado y cortinas brocadas. Carisma?tico, elocuente e inteligente, el mandatario de 49 an?os va directo al grano durante nuestra conversacio?n, al afirmar que la Iniciativa Yasuni?-ITT sigue abierta a la negociacio?n. ?Siempre hemos dicho que si no recibi?amos el apoyo necesario para la iniciativa, dentro de un periodo razonable, tendri?amos que explotar el petro?leo con la mayor responsabilidad ambiental y social posible?, dice.

La iniciativa plantea un dilema muy real, prosigue. ?Ecuador es una nacio?n pobre. Todavi?a tenemos nin?os que no van a la escuela; necesitamos atencio?n me?dica y buenas viviendas. Carecemos de muchas cosas. Lo ma?s conveniente para el pai?s seri?a explotar el recurso, pero tambie?n reconocemos nuestra responsabilidad en el combate al calentamiento global, cuya causa principal es la quema de combustibles fo?siles. Ese es el dilema?.

Al concluir la entrevista, Correa se conduce como quien ya ha tomado una decisio?n. ?Insisto en que explotaremos nuestros recursos naturales como hacen todos los pai?ses del mundo -asegura-. No podemos actuar como limosneros sentados en un saco de oro?. Sin embargo, termina diciendo que estari?a dispuesto a someter al voto popular lo que muchos describen como el plan B de Ecuador: explotar el petro?leo de ITT.

En la escalinata exterior del palacio presidencial me detengo para reflexionar en el camino que construyen en el Bloque 31 y la violacio?n que representa para la espesura. No obstante el resultado de la iniciativa, grandes sectores de Yasuni? seguira?n sitiados. ?Si fracasa la Iniciativa Yasuni?-ITT, encontraremos la manera de salvar al menos una parte?, dijo Kelly Swing mientras charla?bamos en la plataforma de la estacio?n de investigacio?n, como si tambie?n estuviera visualizando el futuro ma?s alla? de la decisio?n. ?Mi mayor preocupacio?n es que cada nuevo compromiso con el desarrollo deja cada vez menos para la naturaleza. ¿Debemos usar nuestra capacidad para domesticar la naturaleza y explotar todos nuestros recursos hasta el punto de quiebre? -pregunta Swing-. ¿Acaso sabemos siquiera cua?l es ese punto de quiebre??.

National Geographic

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