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El Otro Tíbet

Los uigures, pueblo musulmán del lejano oeste de China, región de abundantes recursos, se convierten en extranjeros.

Tomando en cuenta lo que había sucedido una semana antes, los primeros segundos del incidente acaecido en Ürümqi parecieron casi desenfadados. Además, no revelaban nada sobre lo que sucedería después. La semana anterior había brotado un choque étnico en la ciudad, en el que murieron casi 200 personas en una de las protestas más mortales en China desde la matanza en la Plaza de Tiananmen dos décadas antes. El gobierno chino había enviado a la ciudad, capital de la Región Autónoma Uigur de Xinjiang, decenas de integrantes de fuerzas de seguridad con el fin de reestablecer el orden entre los chinos han y los uigures. La etnia han domina la sociedad china, pero los uigures, pueblo del Asia central de lengua túrquica, reclaman esta zona fronteriza como su hogar ancestral. Las fuerzas de seguridad chinas han se dispusieron en filas a lo largo de todas las calles del barrio uigur de la ciudad. Estaban completamente pertrechadas con equipo antimotines y armas automáticas. El único sonido provenía de altavoces montados sobre camiones que circulaban por las calles del mercado, difundiendo las buenas nuevas sobre la armonía étnica. Si ese lunes había en Ürümqi un tono de descontento, estaba enfundado en silencio.

La mayoría de los uigures son musulmanes. A eso del mediodía me encontraba de pie en la calle frente a la mezquita central, preguntándome cuántas personas estarían dentro. A manera de respuesta, una masa de humanidad salió en tropel, cientos de personas se precipitaban hacia la calle. En un destello todos habían desaparecido.

Después, tres hombres salieron de la mezquita, sosteniendo lo que parecían palos. Uno llevaba una camisa azul; otro, una negra, y un tercero, una blanca. Gritaban y reían, lo que dotaba a sus rostros de una calidad optimista. Su diminuto mitin parecía desparpajado: ¿qué no habían visto a la policía china apostada en cada esquina ni oído las noticias amplificadas sobre la felicidad manifiesta?

Se dirigieron hacia el sur. Los tres tenían un paso largo peculiar y agitaban sus palos por arriba de la cabeza, como porristas de universidad estadounidense girando sus bastones al ritmo de su banda que se les había adelantado. Dejaron detrás hileras de puestos de mercado donde las personas les gritaban que dejaran de hacer lo que fuere que estuviesen haciendo. Algunos propietarios de almacenes cerraron de golpe sus puertas. Al cabo de dos cuadras los hombres se detuvieron, cambiaron de dirección y giraron hacia el norte; justo antes de que llegaran adonde yo estaba, cruzaron la calle. Seguían sosteniendo lo que, muy probablemente, eran espadas oxidadas.

Tras cruzar la calle, empezaron a correr, dirigiéndose hacia un grupo de chinos armados. El hombre de la camisa azul se adelantó corriendo; pareció pillar a las fuerzas gubernamentales por sorpresa, porque se dieron la vuelta y corrieron. Los pormenores del momento que siguió ?el ángulo del hombre que corría, cómo se hinchaba su camisa por detrás, el extraño frescor del aire? quedaron grabados por un sonido: un disparo. Sin embargo, los tres uigures no se detuvieron de cara a la destrucción. Se dirigieron hacia ella.

La lucha tibetana por lograr la independencia de China ha cautivado desde hace mucho tiempo a Occidente. Pocas personas están familiarizadas con una lucha tal vez más apremiante que tiene lugar en una zona cercana: la de la etnia uigur. Su anonimato resulta irónico porque Occidente ha desempeñado un papel involuntario en su actual crisis, y porque los uigures, cuya cultura se desvanece hacia la oscuridad, otrora ocupó el centro del mundo conocido.
Xinjiang se halla en el centro de Asia, rodeada por algunas de las montañas más altas del mundo. Los pasos que atraviesan esas montañas nevadas encauzaron a los antiguos comerciantes y viajeros a lo largo de senderos que se convirtieron en la famosa Ruta de la Seda.

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El territorio se convirtió en el fulcro sobre el cual Asia y Europa se balanceaban. Asaltantes túrquicos y más tarde Gengis Khan, budistas y luego musulmanes, comerciantes y miembros de tribus, misioneros y monjes, todos pasaron por esta encrucijada hemisférica y cada grupo dejó en la zona algo de sí. La historia de Xinjiang está escrita en los rostros de su pueblo: rostros oscuros de ojos ovalados. También rostros blancos con ojos estrechos, azabaches, y, en ocasiones, ojos azules y cabello rubio.
La geografía misma protege el mosaico de la cultura uigur en Hotan, situada en el extremo sudoccidental de Xinjiang. Una cadena montañosa cubierta de nieve se eleva cerca de la ciudad y ante ella está el Taklimakán, un desierto de mayor tamaño que Polonia, al que en ocasiones las personas llaman el «Mar de la Muerte». Casi todos los habitantes de Hotan son agricultores y muchos de ellos se reúnen los domingos fuera de la ciudad en un bazar donde los niños comen hielo endulzado, raspado de bloques que flotan río abajo por el Karakax («jade negro»), las mujeres echan un ojo a carpas repletas de seda y los hombres se juntan para recortarse la barba mientras cuentan chistes.

Es una escena antigua, aunque hay un signo de tecnología ocasional: los cuchilleros se sientan en largas hileras de bicicletas viejas que han modificado para hacer girar piedras de afilar, su aspecto es de una horda invasora de ciclistas que escupen chispas. Un joven uigur de nombre Otkur (hemos modificado los nombres de los uigures de Xinjiang para su protección) compartía conmigo su plato de pulmón de oveja y después nos acercamos a un sorprendente dispositivo: un columpio alto como un edificio de dos plantas que estaba dotado de un asiento lo bastante grande para que dos personas estuvieran en él de pie. Otkur sonrió. «Es para jugar», dijo. Dos mujeres se subieron en los extremos del asiento y se columpiaron tan alto que desaparecieron entre las ramas de los árboles.

En la ciudad me encontré con Dawud, un maestro de música que enseña a un grupo pequeño de estudiantes. En su escuela, un gran mural mostraba una mashrap, reunión tradicional exclusiva para varones ?en la actualidad, muy reglamentada por los chinos? donde los uigures se juntan para tocar música, recitar poesía y socializar. Dawud fabricó una plumilla con un pedazo de alambre y cáñamo, pasó los dedos por las cinco cuerdas de un tambur e interpretó una serie de canciones complejas con raíces que se remontan a por lo menos cinco siglos.

Esos elementos fragmentarios de la vida uigur resaltan algo crucial para los uigures como un todo: los siglos que llevan de vivir al lado de una gran estación de paso euroasiática los han convertido en un pueblo complicado que desafía una clasificación poco cuidadosa. Sin embargo, con el tiempo el mundo se olvidó de ellos, lo cual tuvo resultados desastrosos.

A medida que la ruta de la seda comenzó a deshilacharse y el comercio recurrió a los mares, tanto Oriente como Occidente perdieron interés en los uigures y su refugio montañoso. Durante generaciones, China vio pocas promesas en esta tierra remota ?Xinjiang significa «frontera nueva»? porque tenían a la agricultura en gran estima y el salvaje Oeste sólo ofrecía tierra y piedras. Allí las personas comían cordero, no cerdo. En 1932 un funcionario británico que viajaba por Xinjiang escribió con previsión lúgubre: «Quizá cuando China despierte, preguntándose dónde asentará su excedente de millones de personas, tendrá la sensatez de solicitar la llegada de la ciencia de Occidente y de urbanizar [Xinjiang]». Sin embargo, a comienzos del siglo xx, el gobierno chino no extendió su influencia hasta la distante región y los uigures declararon dos veces su propio país independiente. El segundo intento de autodeterminación, en 1944, duró cinco años, hasta el ascenso de Mao y el Partido Comunista Chino, que envió fuerzas militares y luego estableció una zona de experimentación nuclear, Lop Nor, en Xinjiang, para no dejar lugar a dudas.

Al darse cuenta de que, aunque no sirviera para otra cosa, su enorme y vacío territorio los dotaba de una zona de amortiguamiento en contra de la influencia extranjera, la China de Mao instituyó un programa llamado Dependencia de Producción y Construcción de Xinjiang ?que combinaba granja, guarnición y prisión? con el que colonos provenientes de otras provincias chinas podían trabajar el suelo y vigilar las fronteras. Entre los primeros en arribar, en 1954, había más de 100?000 soldados desmovilizados. Algunos fueron coaccionados, pero el flujo cobró impulso cuando el gobierno construyó en 1962 un ferrocarril hacia el oeste, en dirección de Ürümqi, y se valió de promesas de alimento y ropa para atraer a los residentes de ciudades superpobladas como Shanghái.

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Entretanto, los chinos descubrieron que Xinjiang ofrecía mucho más que un amortiguamiento fronterizo: poseía algo vital para su supervivencia misma como país. Xinjiang contiene alrededor de 40?% de las reservas de carbón de China y más de una quinta parte de su gas natural. Algo aún más importante: tiene casi una quinta parte de las reservas probadas de petróleo del país, aunque Pekín afirma que posee hasta un tercio. Olvídate de los enormes depósitos de oro, sal y otros minerales. Xinjiang no está vacía. Es estratégica. Así, al adquirir esa conciencia, otros elementos cobraron nitidez para los dirigentes de China: Xinjiang es la región más extensa y remota. Tiene frontera con más países que ninguna otra. Además, es hogar de un grupo étnico que, en su historia reciente, ha intentado liberarse dos veces.

En 1947, durante la segunda encarnación de independencia uigur, unos 220?000 chinos de la etnia han constituían 5?% de la población de Xinjiang. El número de uigures era de alrededor de tres millones, es decir, 75?%; el resto era una combinación de etnias de Asia central. Para 2007 la población uigur había alcanzado los 9.6 millones, pero la población han creció a 8.2 millones.

Algunos uigures aprovecharon el arribo de esta población. En los años ochenta del siglo xx, en la floreciente Ürümqi, una lavandera llamada Rebiya Kadeer hizo crecer su negocio hasta convertirlo en una tienda departamental, y luego lo convertiría en un emporio de comercio internacional. Se volvió una de las personas más ricas de China y en motivo de inspiración para sus compatriotas: una mujer uigur que figuraba en las páginas de la edición asiática del Wall Street Journal y se reunía con empresarios como Bill Gates y Warren Buffett. En muchos sentidos parecía una figura emblemática de Xinjiang: en las dos últimas décadas del siglo xx el PIB de la región aumentó 10 veces.

Pero muchos uigures más languidecían. El gran negocio en Xinjiang es el petróleo, pero todo el petróleo es controlado desde Pekín por compañías energéticas propiedad del Estado. Muchos de los empleos buenos que hay en Xinjiang son gubernamentales y los empleados pueden progresar con más facilidad si se unen al Partido Comunista, para lo cual deben renunciar a su religión. Y la mayoría de los uigures no lo harían. El resultado es una simetría irónica y combustible: conforme llegan los raudales de colonos chinos de la etnia han, los uigures, incapaces de hallar empleo en su fantásticamente rica y espaciosa tierra natal, emigran hacia el este para trabajar en fábricas privadas en las atestadas ciudades costeras.

En las últimas décadas se ha intensificado la resistencia local en los alrededores de Xinjiang. Durante los ochenta, estudiantes uigures protestaron en un puñado de incidentes por el trato que les daba la policía; en 1990 un disturbio acaecido al sur de Kashgar, en contra de los límites a la natalidad, culminó tal vez con unos 50 muertos. Abundan los ejemplos, incluso bombas colocadas en autobuses y asesinatos.

El gobierno chino se dio cuenta de que tenía un problema en Xinjiang, así como tenía un problema en el vecino Tíbet. Además de regular las mashrap -esas reuniones tradicionales-, el Estado vigilaba los servicios en las mezquitas, temeroso de que dotaran de una plataforma a los disidentes. En general, los funcionarios le restaron importancia al descontento. A comienzos de septiembre de 2001, el secretario del Partido Comunista en Xinjiang, Wang Lequan, anunció en Ürümqi que «la sociedad está estable, y el pueblo vive y trabaja en paz y con satisfacción».

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Unos cuantos días después Pekín recibió un potente e inesperado instrumento propagandístico: el 11 de septiembre. Cuando Estados Unidos y gran parte de Occidente lanzaron la «guerra contra el terror», China reconoció el impulso de la opinión pública mundial y eligió un nuevo rumbo. El 11 de octubre un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino describió a su país como «una víctima del terrorismo internacional». Entonces el gobierno emitió un informe sobre el descontento en Xinjiang, culpando nada menos que a Osama bin Laden. «Es una estrategia eficaz -afirma James Millward, profesor de la Universidad de Georgetown, experto en Xinjiang- porque en Estados Unidos, cuando vemos en algún lugar a musulmanes infelices que incluso pueden ser violentos, suponemos que se debe a motivos religiosos».

Y justo así, los uigures -con la complejidad de su cultura, la riqueza de su pasado, la integridad de su queja contra el Estado chino- cayeron dentro de una clasificación bien ordenada. China pidió a Estados Unidos que incluyera a un grupo de separatistas militantes de etnia uigur en su lista de organizaciones terroristas, pero su solicitud fue rechazada, al menos al principio.

En diciembre de 2001, 22 uigures fueron capturados en Pakistán y Afganistán, donde tal vez recibieron adiestramiento en el empleo de armas con la intención de combatir a los chinos en Xinjiang. Los hombres fueron capturados por cazadores de recompensas, entregados a fuerzas estadounidenses y enviados a la Bahía de Guantánamo (años más tarde un tribunal estadounidense ordenaría su liberación). En agosto de 2002, el subsecretario de Estado Richard Armitage viajó a Pekín para intercambiar ideas sobre, entre otras cuestiones, la próxima misión de Estados Unidos en Irak. Durante su estadía, anunció un cambio completo en la postura estadounidense: un grupo militante uigur llamado Movimiento Islámico del Turquestán Oriental figuraría ahora como organización terrorista.

El corazón de la tradición uigur es la antigua capital de Kashgar. Hoy su Ciudad Vieja tiene un aspecto muy parecido a como debió ser cuando Marco Polo la atisbó tras descender por el paso montañoso. A principios de este año, el gobierno chino tomó una audaz medida: comenzó a demoler sistemáticamente la Ciudad Vieja, manzana por manzana, y a trasladar a los habitantes a un complejo nuevo localizado a orillas de la ciudad.

Los uigures no hablan del asunto en público por temor a ser encarcelados, pero un hombre que vive en la Ciudad Vieja, Ahun, accedió a hablar conmigo en su casa. Una reunión no sería fácil, porque durante días los servicios de seguridad chinos me habían estado siguiendo.

Debía esperar en la plaza principal durante el agitado mediodía hasta verlo pasar debajo de la estatua de Mao y luego seguirlo a distancia sin dar señal alguna de haberlo reconocido.

La razón aparente del gobierno chino para demoler el vecindario es que es demasiado viejo para soportar un terremoto, pero quizá haya otro motivo. Conforme Ahun y yo serpenteábamos cada vez más profundamente en el laberinto, vi cómo relajaba los hombros y su paso se aligeró. Era difícil seguirlo allí. La Ciudad Vieja es un refugio.

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Las casas están adyacentes e interconectadas, y cada una tiene dos plantas y está dispuesta alrededor de un patio central. Seguí a Ahun por unas escaleras y cuando abrió la puerta de golpe, me di cuenta de que estas casas son como ostras: por fuera son apagadas y poco refinadas, pero en el interior resplandecen los muros cubiertos de yeso y tapetes multicolores complementan los techos pintados. «Rezo. Cuando lo venero, le pido a Alá, ?Rescata mi casa?», dice Ahun. Tiene una vista sin obstáculos de una cuadrilla de demolición que trabaja en una casa cercana. De acuerdo con el calendario de demoliciones, llegarán a casa de Ahun en tres años.

Había nacido en esta casa, dijo. También su padre. Lo mismo su abuelo, luego de que su bisa-buelo la construyó en un terreno de la familia. «Tengo dos hijos ?mencionó?. Esto es, cinco generaciones que han vivido en la misma casa».

Si Hotan representa el pasado de Xinjiang -con una mayoría uigur que se reúne para afilar cuchillos, recortar barbas, cantar canciones-, entonces Kashgar es su presente. Los uigures siguen constituyendo la mayoría de la población de la ciudad, pero su cultura está sitiada. El gobierno se está apresurando a derrumbarla.

Si se le da el tiempo suficiente, a decir de Ahun, el desarrollo económico de China traerá el cambio político, y esperanza para su pueblo. «China se verá obligada a recibir un sistema democrático», afirmó. Pero por ahora, para un hombre que reza todos los días por la supervivencia de su casa familiar, ningún acto es demasiado desesperado. «Usted no entiende nuestra ira ?señaló?. En Medio Oriente hay bombas humanas, que conectan bombas a su cuerpo. Pero con nuestra ira no necesitamos bombas conectadas. Nosotros mismos explotamos».

En junio de este año, un contrariado obrero de una fábrica de juguetes de Shaoguan, cerca de Hong Kong, supuestamente afirmó que unos uigures habían violado a dos mujeres. Se sucedió una refriega. La violencia duró varias horas y dejó a muchos lesionados. Iracundos obreros chinos han mataron a golpes a dos colegas uigures en el dormitorio de la fábrica.Esta chispa encendió un fuego a 3200 kilómetros de distancia, en Xinjiang. El 5 de julio miles de uigures ?los números reportados variaban considerablemente? salieron a las calles de Ürümqi para protestar por el trato a los obreros uigures. Pillaron a las autoridades desprevenidas. Cada uno de los dos lados dice que el otro atacó primero, pero en algún momento las autoridades intentaron sofocar a la multitud, que al parecer había degenerado en una muchedumbre que atacaba a los chinos han en la calle. Dos días más tarde un grupo de chinos han ?al parecer miles? tomó las calles armados con hachuelas de cocina, garrotes de carniceros y cuchillos. Ellos, a su vez, atacaron a los uigures.

Funcionarios chinos dicen que protegen a sus ciudadanos de terroristas. En julio, el viceministro de Asuntos Exteriores He Yafei llamó a los disturbios «un grave y violento incidente criminal tramado y organizado por fuerzas externas de terrorismo, separatismo y extremismo». James Millward, el experto en Xinjiang, afirma que muchos chinos han ?incluso funcionarios? creen sinceramente que Xinjiang enfrenta una amenaza de terroristas e intrusos. «Es lo que se les dice constantemente».
Al final, las fuerzas militares y la policía pusieron freno a los sucesos en Ürümqi, y parecía no haber posibilidades de más disturbios. Fue entonces cuando los tres hombres salieron de la mezquita del barrio uigur, dispersando a las personas en todas direcciones.

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Vi cómo recorrían la calle en un sentido y volvían, para luego correr hacia las fuerzas chinas. Primero sonó el disparo solitario, que erró. Los uigures continuaron con su carga y me di cuenta de que los hombres armados con sus espadas oxidadas no esperaban vencer. Esperaban morir. Un momento después otro oficial hizo una descarga de fuego automático. El uigur principal -el hombre de la camisa azul que ondeaba-  cayó con la súbita falta de tensión de una muñeca de trapo.
Corrí hacia un edificio cercano y me hallé en el vestíbulo de una enorme tienda departamental. Más allá de las puertas de vidrio del edificio, los tres uigures yacían en la calle, uno herido y dos muertos.

La tienda guardaba un significado especial para los uigures. Pertenecía a su heroína Rebiya Kadeer, la lavandera convertida en magnate, amada por todos después de que comenzó a manifestarse en contra del trato de China a los uigures. En 1999, cuando una delegación de Estados Unidos llegó a China para reunirse con Kadeer, oficiales de seguridad la arrestaron. Pasó los siguientes seis años en prisión, luego se unió a su esposo exiliado en Estados Unidos. Su encarcelamiento sólo elevó su condición entre su pueblo, que la considera como la «madre de todos los uigures».

Es abuela, mide poco más de 1.50 metros y aterra a las autoridades chinas. Mencionar su nombre en Xinjiang supone un castigo rápido y severo. Cuando fui con Ahun a su casa en la Ciudad Vieja de Kashgar, él habló libremente acerca de la rebelión en contra del gobierno de China, pero cuando mencioné a Rebiya Kadeer, se congeló. «Si China se entera de esto -me confió señalando mi grabadora de voz y luego tratando de alcanzar mi cuello con falsas ganas-, el Día del Juicio Final lo agarraré a usted por el cuello».

Después de los disturbios de julio, camiones con altavoces circularon por las plazas públicas de Ürümqi, proclamando que el malestar había sido organizado por Kadeer desde su oficina en Washington, D.C. Funcionarios chinos la acusaron en sus informes noticiosos alrededor del planeta y se decía que planificaban derribar sus centros comerciales. «Las autoridades chinas me temen por lo que le han estado haciendo al pueblo uigur», me confió hace poco. En su oficina cuelga en un muro una enorme bandera del Turquestán Oriental -el símbolo de una nación uigur libre- y en otro, fotografías de ella y sus 11 hijos, dos de los cuales están en prisión.

El mundo occidental sabe de la lucha por la libertad de los tibetanos en gran medida porque el Dalai Lama presenta una encarnación cálida y carismática de su pueblo. Los uigures han permanecido en la oscuridad, en parte porque no tienen una figura de ese tipo. Sin embargo, las recientes actividades del gobierno chino por demonizar a Rebiya Kadeer la han elevado a un papel representativo. «Sigo abogando por mi pueblo, por la autodeterminación de los uigures», me dijo. Según ella, dependerá de la reacción del gobierno que eso signifique autonomía dentro de China o un impulso por la independencia plena. «Por ahora estoy tratando de invitar a las autoridades chinas a que vengan a dialogar pacíficamente».

Mientras Kadeer hablaba, otra ronda de conflictos acechaba en Xinjiang -rumores, acusaciones, protestas- y ella reconoce que quizá sea imposible una resolución pacífica. Después de observar el pasado y el presente de la región en Hotan y Kashgar, bien podríamos estar atisbando su futuro en Ürümqi: una ciudad que crece aceleradamente y que sirve a los inmigrantes chinos de la etnia han atraídos por los recursos naturales de Xinjiang, donde una minoría uigur permanece confinada en su barrio.
Y durante una tarde de lunes de otro modo silenciosa, unos hombres detonaron en la calle por la pura fuerza de su ira.

Este reportaje corresponde a la edición de Diciembre 2009 de National Geographic.

National Geographic

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