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La Nueva Ruta de la Seda

Un ferrocarril que atraviesa el Cáucaso pronto conectará Europa con Asia, alimentando así los sueños y la discordia en la región.

La dinamita viene de Ankara. Diez toneladas, y se tarda dos días. El camión sube con cuidado los 760 metros en espiral por las montañas del noreste de Turquía, donde el sol cubierto por nubes hace que los campos de hielo lejanos ondulen como si fueran un mar en la distancia. Es un territorio hermoso y ríspido, por el que pronto correrá un nuevo ferrocarril.

Arslann Ustael espera la dinamita en la nieve, con temperaturas nocturnas que alcanzan 40 grados bajo cero. De pie frente al túnel de las vías, Ustael dice que si escupes en este clima tu saliva se congela antes de tocar el suelo. Aún es un hombre joven, tiene 30 años, un buen humor turco, incluso entre las nubes frías en espera de la dinamita que hará que la montaña volcánica acceda a su petición de atravesarla con un túnel.

Esta es una tarea que podría marcar la diferencia en la carrera de un joven ingeniero: construir el ferrocarril Bakú-Tiflis-Kars (BTK), una «Ruta de la Seda de Hierro» que conectará la riqueza petrolera de la región del Mar Caspio con Turquía, y más allá, hasta Europa.

Es agotador contemplar los viajes de la antigüedad. El estrecho de tierra de 1 200 kilómetros entre el Mar Negro y el Mar Caspio se conoce como Cáucaso, nombrado así por la cordillera montañosa en la que Ustael cava su túnel. Antes de que la región fuera engullida por el Imperio Ruso, el Cáucaso era punto de tránsito entre Europa y Asia; la vieja Ruta de la Seda lo atravesaba.

Sin embargo, el transporte entre Oriente y Occidente nunca ha sido fácil. Por siglos, para llegar de un mar a otro, había que remar hacia el norte por el río Don desde el Mar de Azov, avanzar por tierra en la estepa y luego dejarse llevar por el Volga hasta el Caspio. Sólo cuando los rusos comenzaron a construir ferrocarriles por el Cáucaso, en el siglo xix, se pudo viajar de manera más directa por la región.

La Ruta de la Seda de Hierro abrirá un nuevo capítulo en la historia de la región. Después de que la Unión Soviética se desmoronó en 1991, las nuevas repúblicas independientes del sur del Cáucaso ?Georgia, Armenia y Azerbaiyán? retomaron su importancia estratégica.

Al darse cuenta de la inmensidad de las reservas de petróleo y gas natural que yacen debajo y a lo largo del Mar Caspio, se encendió una rebatiña para tender ductos en el sur del Cáucaso, con el fin de transportar esos recursos al mercado europeo. Hoy los ductos están en funcionamiento, y el BTK se construye para engrasar el auge comercial, transportando bienes europeos hacia el Oriente y productos de petróleo al Occidente a través del sur del Cáucaso.

Una vez terminado, en 2012, el ferrocarril comenzará en la capital azerbaiyana de Bakú y viajará por la ciudad georgiana de Tiflis antes de continuar hacia Kars, ciudad mercantil turca en el borde sudoeste de la región.

La participación de Turquía señala una nueva alineación en una región que suele verse como el patio trasero de Rusia. Como el ducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (BTC) ?que se inauguró en 2005 para llevar petróleo de Bakú a la ciudad portuaria turca de Ceyhan, en el Mediterráneo?, el ferrocarril BTK es resultado de una alianza entre Turquía, Georgia y Azerbaiyán; la vecina Armenia fue excluida a propósito.

Y como el oleoducto, este corredor Este-Oeste representa una alternativa para no tener que cruzar Rusia por el norte o Irán por el sur. Es un proyecto de más de 600 millones de dólares de desarrollo económico, ingeniería social o astucia geopolítica, según el punto de vista, que en el sur del Cáucaso cambia tan rápido como la nieve que oscurece el camino de la montaña.

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Para Ustael, jefe de operaciones del túnel en la frontera entre Turquía y Georgia, este ferrocarril se ha convertido en algo más: un camino a la soledad. Allá en Trebisonda, ciudad costera y templada del Mar Negro turco, el rostro de su novia se nubló al imaginarse dos años en las montañas del Cáucaso, porque eso es lo que tardará en construirse este túnel.

Simplemente no pudo hacerlo. Ustael suspira, remueve el azúcar de su té. Un hombre debe tomar decisiones. El humo flota sobre el comedor. Por las ventanas, otra ventisca se cocina en el aire. Durante la Primera Guerra Mundial, 90 000 soldados otomanos esperaron en estas montañas a que los rusos llegaran.

«Algunos murieron congelados antes de disparar un tiro», dice Ustael. Toma un casco y camina hacia la puerta. El trabajo del túnel avanza día y noche en turnos de tres horas.

El trabajo también es interminable para el Estado turco, que lucha por ser aceptado en la Unión Europea (UE). Los turcos ven con indignación a países como Bulgaria y Rumania, que ya fueron aceptados, lugares con economías mucho menos desarrolladas y mayor corrupción, mientras que Turquía, aliada de la OTAN en la Guerra Fría, espera una invitación que podría no llegar jamás.

Esto «nos hace al menos cuestionarnos su imparcialidad -dice N. Ahmet Kushanoglu, subdirector turco de transportes a cargo de los ferrocarriles-. Turquía mira hacia el Oeste desde hace dos siglos». Ahora está volteando al Este para hacerse indispensable para Occidente. Una vez que el túnel Marmaray se inaugure en 2013, debajo del Bósforo en Estambul, los trenes desde Bakú llegarán hasta Londres. «Es fácil ver que este ferrocarril también le serviría a Europa», dice Kushanoglu.

Mirando directamente al Este, en fechas recientes Turquía ha buscado restaurar relaciones con su vecina Armenia. En 1993 cerró la frontera y clausuró el servicio de trenes con Armenia en señal de lealtad a Azerbaiyán -un aliado cercano turco que comparte la misma religión musulmana-, luego de que la cristiana Armenia ayudó a los azerbaiyanos armenios a solventar una sangrienta guerra de secesión en el enclave de Nagorno-Karabaj.

En Zúrich, bajo la mirada vigilante de la Unión Europea y Estados Unidos, Turquía firmó un acuerdo con Armenia para enmendar los vínculos diplomáticos y reabrir la frontera. Pero entonces los armenios pidieron que Turquía reconociera que las masacres de su pueblo en 1915 constituían un genocidio, lo que Turquía se resiste a hacer. Por su parte, los turcos empezaron a insistir en una solución para el conflicto de Nagorno-Karabaj. Como es probable que ninguna de estas dos cosas suceda pronto, el acuerdo -y la oportunidad para un acercamiento- se desvaneció la primavera pasada.

De hecho, existe un puente entre Turquía y Armenia, aunque la mayor parte se ha desmoronado sobre el río Akhurian, el cual corta por un cañón que sirve de frontera entre ambos países. Ani, ciudad que forma parte de la Ruta de la Seda, está abandonada en este lado de la frontera; sus mezquitas e iglesias intactas después de 1 000 años; en sus bazares resuena el eco en el viento invernal. Más allá de una valla eléctrica y al otro lado del río, las torres de los guardias armenios vigilan las ruinas.

A unos 80 kilómetros al norte de Ani, los trabajadores de Ustael siguen cavando cuatro metros cada día. Una vez terminado, el túnel correrá por 2.4 kilómetros, 396 metros por debajo de la superficie. Será uno de los más largos en Turquía, dice Ustael, y todos conocerán su nombre. «Quizá entonces pueda irme a trabajar a algún sitio cálido».

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Ustael pasa su tiempo de descanso en Kars, 67 kilómetros al sur de la frontera, lo que implica un viaje de dos horas en auto lleno de incidentes porque la bajada de la montaña es resbaladiza. Por caminos congelados, el auto se retuerce entre los poblados de la ladera, pasando junto a minaretes y los lodosos techos de las cabañas de piedra con el pasto crecido. Una extensa migración hacia el Oeste de gente en busca de trabajo le ha robado todo a estas tierras, excepto lo que no se podía mover. Los zorros se alimentan al lado del camino y los faros les iluminan los ojos.

En Kars, sitio de grandes batallas entre turcos otomanos y rusos en el siglo xix, aún está la ciudadela en lo alto de la colina. Las mujeres no salen. Los hombres caminan del brazo por las calles, saboreando un trago de raki en los bares de esta región poco estricta del islam. El raki sabe como el pastis de Francia, pero en Kars hay poco del refinamiento europeo. Eso podría cambiar cuando el BTK una esta ciudad con Bakú, su antípoda rica en el Caspio, inyectándole nuevos ingresos a la economía local.

El gobernador de Kars, Ahmet Kara, habla de cómo transformará el ferrocarril a Kars en una ciudad «importante a los ojos del mundo». Detrás de Kara hay una foto de Mustafa Kemal, o Atatürk, el primer presidente de Turquía, que convirtió el Imperio Otomano en un Estado secular moderno, impulsando las costumbres occidentales y prohibiendo el uso del fez.

Con un gorro tejido en la cabeza y envuelto en un anorak grueso, Ustael observa un taladro penetrar el muro más apartado del túnel, convirtiendo la roca sólida en pequeñas piedras. Una cargadora sube a duras penas debido a la inclinación del túnel, con la pala llena de una tonelada de piedra recién extraída.

Sale del túnel y entra en la ventisca, pasando al lado de Ustael hacia un camión que la aguarda. Él dice que quiere contribuir con la Turquía moderna, para ayudar a hacer un puente entre Oriente y Occidente. Cuando la dinamita llega, se ríe al ver que está hecha en China; ya cruzó antes esta frontera.

Hoy no habrá explosiones. La roca de la montaña es lo suficientemente blanda para que el taladro haga su trabajo sin la dinamita. Ustael mira desde el túnel hacia Georgia. «Aún no hemos encontrado oro -bromea-. Las piedras caen de la cargadora en el camión, el golpe casi ahoga su voz. La Ruta de la Seda vivirá de nuevo».

No están contratando en Ajalkalaki. Aquí tampoco hay oro. No es mucho lo que brilla en las ingratas colinas cerca de este pueblo en el sur de Georgia. Aquí es donde termina el viejo ferrocarril de Tiflis, la capital de Georgia. Comenzando aquí, se tenderán 95 kilómetros de nuevas vías, que correrán hacia el sur por el túnel de Ustael hasta Kars. Otros 120 kilómetros de vías serán rehabilitados. Los trabajos empiezan con el deshielo.

Ajalkalaki está en Georgia, pero la mayoría de sus residentes son de ascendencia armenia ?y desesperadamente pobres?. Las fábricas en Ajalkalaki fueron desmanteladas después del colapso soviético; sus partes se remataron con el nuevo capitalismo. Desde que los colectivos agrícolas cerraron, las tierras alguna vez fértiles se han llenado de maleza. Los bandidos cortaron los alambres de aluminio y las conexiones de cobre que ayudaban a propulsar los vagones para vender el metal en Irán y Turquía. La economía sufrió mucho en 2007, cuando los rusos cerraron la base militar que había aquí.

No hay trabajo, así que los hombres se van a Moscú, donde se ponen los overoles anaranjados de los barrenderos públicos y envían dinero a casa. Muchos de los que se han quedado se sienten abandonados por el gobierno central georgiano. Las protestas han sido frecuentes. Muy poca gente en Ajalkalaki y en la región vecina de Javajeti habla georgiano, y en las escuelas no hay nadie que enseñe la lengua. Durante los noventa, surgió la posibilidad de que Javajeti fuera la próxima región que se separara de Georgia, como Abjasia y Osetia del Sur en el norte, que declararon su independencia a principios de los noventa, aunque fue poco reconocida.

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Ahora Georgia cuenta con que el ferrocarril BTK impulse la actividad económica y ayude a integrar este turbulento enclave armenio al resto del país. Cuando se anunciaron por primera vez los planes de abrir el ferrocarril, los armenios de Georgia se opusieron a su construcción, alegando que era injusto que no pasara por Armenia. Pero actualmente en Ajalkalaki hay una pequeña esperanza de que el nuevo ferrocarril alivie el largo sufrimiento poscomunista.

Grigoriy Lazarev monta guardia en el bazar al aire libre de Ajalkalaki. Acepta en consignación las papas de un granjero local, las cambia por mandarinas y luego vende la fruta en el bazar por 40 tetris el kilo. Le gustaría trabajar en el ferrocarril. «Soy mecánico, soldador, maestro ingeniero ?dice?. Vender mandarinas no es bueno para mi psique».

Se para delante de una pila de fruta en la cajuela de su Moskvitch verde, mirando de izquierda a derecha a todos los demás que también venden mandarinas aquí. En los tiempos soviéticos había orden en esta calle, dice Lazarev. «Pero todos se volvieron vendedores». Tiene 58 años, sólo la dentadura suficiente para masticar comida blanda, como cítricos. Tiene dos hijos jóvenes, y sólo unos cuantos tetris suenan en la bolsa de su abrigo.

Cuando Lazarev condujo dos horas hasta el poblado de Kartsakhi para solicitar trabajo en el ferrocarril, los contratistas lo rechazaron. Visitó el campo que se formaba en las afueras de Ajalkalaki, donde los trabajadores calificados turcos y azerbaiyanos pronto se congregarían. «No puedes operar una excavadora Komatsu -le dijeron-. No hablas georgiano».

Los ministros en Tiflis dicen que Ajalkalaki será sede de una estación crucial en la Ruta de la Seda de Hierro, donde los trenes cambiarán las vías de la medida europea a la rusa. Para la gente en Ajalkalaki es difícil imaginarse cómo se beneficiarán. Como Lazarev, varios cientos de habitantes locales han pedido empleo en las vías, pero sigue siendo difícil obtenerlo.

Las condiciones han mejorado desde que Mijeíl Saakashvili asumió la presidencia de Georgia ?la gente de Ajalkalaki está dispuesta a admitirlo?. Bajo el gobierno de Eduard Shevardnadze sólo tenían electricidad cinco horas al día -mientras dormían-, lo suficiente para que el pan se horneara a tiempo para la mañana.

Se vivía con lo justo: sin televisión, malos caminos, poca interacción con Tiflis y el racionamiento de la leña que servía de combustible para las estufas de las casas, lo que evitaba que la gente se congelara en sus camas. Ahora hay algunos buenos caminos y electricidad todo el día, aunque no agua corriente en todas las casas.

A menudo hace frío en Ajalkalaki, incluso adentro, y el estrés permanente tiene a la gente deambulando débilmente por las calles. Nada que ver con los poderosos narts, legendarios gigantes que habitaron el Cáucaso antes de que los humanos llegaran y que los inspiraron a tallar en las montañas primero reinos y luego naciones.

Con sólo 19 años como nación, Georgia sufre su adolescencia. Hace siete años, la Revolución de las Rosas inspiró toda clase de aspiraciones juveniles; membresía en la OTAN; inclusión en la Unión Europea; firme control federal sobre las regiones separatistas de Abjasia y Osetia del Sur; retomar las relaciones con Rusia. Saakashvili lo quería todo, y lo quería rápido. Si no hubiera sido por el vecino septentrional de Georgia, lo hubiera logrado.

Desde hace mucho los rusos sienten que tienen derechos sobre Georgia, pues fueron ellos quienes incorporaron a la nobleza georgiana en sus filas durante el siglo xix, juntando muchos principados en una sola entidad gobernable, una fortificación cristiana en una región por lo demás aliada con los otomanos o los persas.

Rusia también tiene profundos lazos afectivos con una tierra idealizada por Aleksandr Pushkin y León Tolstói. Pero la benevolencia es cuestión de perspectiva. Poco después de que Alejandro I intentara adoptar Georgia en 1801, la reina viuda georgiana recibió al enviado del zar con una daga en el costado y lo mató.

Hace poco, las tensiones se intensificaron cuando Rusia, harta de los anhelos occidentalistas de Georgia, cerró la frontera entre los dos países en 2006. A Rusia le preocupa que Georgia logre entrar a las instituciones occidentales que tanto estima, porque eso podría inspirar una iniciativa similar en el norte del Cáucaso ?incluyendo las regiones rusas de Daguestán, Ingusetia y Chechenia?, que continúa estremeciéndose con explosiones y asesinatos que amenazan el control territorial de Moscú.

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Las prolongadas tensiones entre Rusia y Georgia crecieron hasta convertirse en una guerra en el verano de 2008. Rusia actuó para lograr el control sobre las regiones separatistas. Sus tropas aplastaron al ejército georgiano y Rusia reconoció a Osetia del Sur y Abjasia como nuevas naciones.

Fue un recordatorio de que una pequeña escaramuza en estas tierras fronterizas podría iniciar un enfrentamiento global. Sin embargo, la Unión Europea y Estados Unidos se mostraron particularmente renuentes a intervenir. Desde la guerra, las políticas pro occidentales de Georgia se estancaron. Aunque la frontera entre los dos países se reabrió el pasado marzo, las tensiones aún son fuertes.

Como Prometeo, a quien los dioses encadenaron al Cáucaso como castigo por dar a la humanidad el poder del fuego, Georgia no puede escapar de sus coordenadas. No obstante, su posición en el mapa podría ser su mayor fortaleza. La OTAN ahora ve el sur del Cáucaso como una ruta necesaria para abastecer la guerra en Afganistán, desde que los ataques terroristas en noviembre de 2008 comenzaron a amenazar la ruta de abastecimiento por el Paso Khyber de Pakistán.

Para Turquía, un socio comercial importante, Georgia es la entrada a Asia central. Armenia y Rusia no pueden comerciar entre ellas sin pasar por Georgia. Y el petróleo de Azerbaiyán no puede llegar al Mediterráneo sin pasar por Georgia, lo cual le da al país una ganancia de 65 millones de dólares anuales en tarifas de tránsito.

Georgia es un jugador menor en la mesa, al que se le deja apilar fichas pequeñas. De hecho, el efecto más significativo de la Ruta de la Seda de Hierro en Georgia podría ser la consternación que cause en los puertos de Batumi y Poti en el Mar Negro, los centros económicos más dinámicos del país, una vez que la carga se desvíe a Turquía. Aun así, Georgia puede esperar que en caso de otro conflicto con Rusia, los países europeos griten falta si su comercio a través
del sur del Cáucaso se ve interrumpido.

Es la electricidad lo que impresiona de entrada en Bakú, los faroles de su calzada dorando el nuevo asfalto del aeropuerto a la ciudad. Bakú ya no satisface la mitad de las necesidades de petróleo en el mundo, como hizo a principios del siglo xx. Pero se siente como si lo hiciera.

En los pasados tres años han abierto toda clase de tiendas de lujo a lo largo del bulevar Neftchiler Prospekti, cuyas ventanas reflejan las aguas del Caspio. En los cinco años desde que el ducto BTC comenzó a bombear petróleo fuera del Caspio y dinero dentro de Bakú, la economía de Azerbaiyán ha crecido en más del doble.

En los años que siguieron al momento en que el anterior presidente turco, Süleyman Demirel, introdujo el tema de la Ruta de la Seda de Hierro en una conferencia en Tiflis a finales de los noventa, las partes involucradas intentaron conseguir financiamiento internacional para su construcción.

Pero la diáspora armenia bloqueó todos los esfuerzos de financiamiento, alegando convenientemente que la ruta del ferrocarril, igual que la del ducto petrolero antes que esta, era una acción punitiva en relación con Nagorno-Karabaj. Washington, la Unión Europea y el Banco Mundial se mantuvieron al margen.

Cuando el grifo del petróleo se abrió en 2005, convirtiendo brevemente a Azerbaiyán en la economía de crecimiento más rápido en el mundo, la renuencia de los financieros internacionales ya no importó. Azerbaiyán ahora puede pagar su propia porción del ferrocarril, renovando 503 kilómetros de las líneas que van a la frontera con Georgia. También está prestándole a Georgia unos cuantos cientos de millones de dólares por su sección en plan de vecino amistoso: 25 años a un 1 % anual. La magnanimidad es un placer de la abundancia.

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Ningún tren atravesaba la ciudad de Musa Panahov en el oeste de Azerbaiyán, así que salió a buscar uno. Él se graduó del Instituto de Transporte de Moscú durante la época de Leonid Brézhnev, y luego se unió a la fraternidad del ferrocarril soviético. La Unión Soviética administraba el mayor sistema ferroviario, por volumen, del mundo; todos los bienes estratégicos eran transportados en tren. Esta red centralizada era parte clave de la infraestructura de seguridad nacional, protegida y privilegiada. Los empleados ferroviarios tenían sus propios hospitales, sus propias escuelas, incluso su propia milicia. «Teníamos todo excepto un ministro extranjero», dice Panahov, ahora viceministro de transporte de Azerbaiyán.

Hoy día los ferrocarriles son menos importantes en Azerbaiyán. Predominan el gas y el petróleo, de acuerdo con el plan del fallecido Gueidar Aliyev, tercer presidente del país y primer ciudadano quien, a golpes de voluntad, forjó el Azerbaiyán de hoy: la reguladora económica de la región, relativamente segura, relativamente independiente. Aliyev poseía la visión para invitar a firmas extranjeras a cooperar en el desarrollo del Caspio y entendía la importancia de la Ruta de la Seda de Hierro. Panahov es el hombre que sigue con el plan de Aliyev para la continuada independencia de Azerbaiyán.

Panahov, de 51 años, desenrolla un mapa del sur del Cáucaso sobre la mesa de su oficina y desliza sus dedos lentamente de Este a Oeste, de mar a mar. En esta mesa negoció con los ministros de transporte de Georgia y Turquía, en reuniones que duraron hasta entrada la mañana. Angelical pero con el pelo cano, habla con voz suave mientras esboza las cifras. Longitud total de la Ruta de la Seda de Hierro: 800 kilómetros. Capacidad de carga total anual: 25 millones de toneladas. Habla de los azerbaiyanos que huyeron a Turquía para escapar del comunismo. «Me da felicidad volver a conectar hermanos», dice.

Azerbaiyán se volvió una república parlamentaria musulmana en 1918 y disfrutó de ese estatus un par de años. Desde la ruptura con la Unión Soviética, sin embargo, es poco lo que resulta evidentemente musulmán o parlamentario en Azerbaiyán. Es más difícil encontrar un minarete o un voto honesto en Bakú que un Bentley. La prosperidad y la equidad social no tienen por qué ser excluyentes, pero cuando un país tiene petróleo, resulta tentador enfocarse en lo primero a costa de lo segundo. Aún más tentador cuando el mundo necesita lo que se tiene para dar. El BTC es el único ducto que provee petróleo que no sea ruso, de la OPEP o árabe a los tanques mediterráneos. Con la disminución de los suministros de petróleo global, la influencia de Azerbaiyán se ha acrecentado.

La justicia social no es un tema de debate público en Azerbaiyán. Para aquellos en el poder es más importante el hecho de que esta pequeña nación se las haya arreglado para sobrevivir ?y ahora prosperar? en un barrio duro. Como dijo un funcionario: «Los optimistas viven en Georgia, la gente que se queja todo el tiempo vive en Armenia, pero los realistas viven en Azerbaiyán».

Más bien en Bakú. Un corto viaje en el ferrocarril que va al noroeste desde la capital deja ver no a los realistas políticos sino la realidad misma: las casuchas que albergan a quienes no han sentido los beneficios del auge petrolero de Bakú. Una cuarta parte de los azerbaiyanos vive por debajo de la línea de pobreza.

Los carros de este tren tienen el agrietado brillo del adorno soviético, holanes y cortinas ásperas al tacto, pinturas de paisajes que cuelgan en los espacios entre ventanas. Una hermandad de trabajadoras ferroviarias en uniformes almidonados se ocupa del tren conforme rueda por un mundo bien alejado del lujo de Bakú. Una mujer arroja carbón a un horno que calienta el interior del vagón. Musa Panahov conoce estos trenes, sabe que no rivalizan con sus pares alemanes, japoneses o estadounidenses.

Es un hombre de ferrocarriles en un mundo de petróleo. «Pero el petróleo y el gas se acabarán un día -dice sonriendo-. El ferrocarril vivirá para siempre».

National Geographic

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