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El mar ácido

El bióxido de carbono que emitimos a la atmósfera se está filtrando a los océanos, volviéndolos lentamente más ácidos. Dentro de 100 años, ¿sobrevivirán las ostras, mejillones y arrecifes de coral?

Castello Aragonese es una pequeña isla que emerge del mar Tirreno como una torre. Está 27 kilómetros al oeste de Nápoles y se puede llegar a ella desde la isla de Isquia, que es un poco más grande, por un puente de piedra largo y angosto. Los turistas que visitan Castello Aragonese van para ver cómo era la vida en el pasado. Por el contrario, los científicos van a ver cómo será la vida en el futuro.

Gracias a un peculiaridad geológica, el mar de Castello Aragonese es como una ventana hacia los mares de 2050 y más allá. Burbujas de CO2 surgen de los respiraderos volcánicos en el fondo marino y se disuelven para formar ácido carbónico. Este es relativamente débil, la gente lo consume todo el tiempo en bebidas carbonatadas. Pero si se acumula una cantidad suficiente, el agua de mar se vuelve corrosiva. «Cuando llegas a concentraciones extremadamente altas de CO2 casi nada lo puede tolerar», explica Jason Hall-Spencer, biólogo marino de la Universidad de Plymouth en Gran Bretaña. Castello Aragonese es una analogía natural de un proceso artificial: la acidificación que ha tenido lugar en sus costas ocurre en forma más gradual en los océanos de todo el mundo a medida que absorben más y más el bióxido de carbono que sale de chimeneas y tubos de escape.

Durante los últimos ocho años, Hall-Spencer ha estudiado el mar que rodea la isla, midiendo cuidadosamente las propiedades del agua y rastreando los peces, corales y moluscos que viven, y a veces se disuelven, ahí. Un frío día de invierno fui a nadar con él y Maria Cristina Buia, investigadora de la Estación Zoológica Anton Dohrn de Italia, para ver de cerca los efectos de la acidificación. Anclamos nuestro bote a 45 metros de la orilla sur de Castello Aragonese. Algunos de los efectos eran evidentes incluso antes de que entráramos al agua. En la base de los acantilados de la isla, golpeados por las olas, había grupos de percebes que formaban una banda blancuzca. «Los percebes son muy fuertes», comenta Hall-Spencer. No obstante, en donde el agua era más ácida no los había.

Nos sumergimos. Buia llevaba un cuchillo. Examinó unas lapas desafortunadas que estaban sobre una piedra. Buscando comida, habían acabado en aguas demasiado cáusticas para ellas. De tan delgadas, sus conchas eran casi transparentes. Burbujas de bióxido de carbono subían desde el fondo del mar. Debajo de nosotros, los lechos de posidonias se agitaban. Su color era verde intenso; los pequeños organismos que suelen cubrir las briznas de estos pastos marinos, apagando ese color, no estaban. Los erizos, por lo común alejados de los respiraderos volcánicos, también faltaban; no toleran siquiera el agua moderadamente ácida.

Medusas, posidonias y algas: no hay mucho más que viva en las zonas de mayor concentración de respiraderos en Castello Aragonese. Incluso a unos cuantos cientos de metros de ahí muchas especies nativas no logran sobrevivir. El agua es tan ácida como se espera que sea la de todos los océanos para 2100. «Normalmente, en un puerto contaminado hay solo unas cuantas especies de maleza marina que logran sobrellevar las condiciones altamente fluctuantes, dijo Hall-Spencer una vez que volvímos al bote. Así pasa cuando aumentas tanto los niveles de CO2».

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Desde el comienzo de la revolución industrial, se han quemado suficientes combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) y cortado suficientes bosques para emitir más de 500 000 millones de toneladas de CO2. Como es bien sabido, la atmósfera tiene hoy una concentración más alta de CO2 que en cualquier otro momento de los últimos 800 000 años y probablemente de mucho antes.

Lo que no es tan sabido es cómo las emisiones de carbono también han alterado los océanos. El aire y el agua intercambian gases constantemente, de manera que una parte de todo lo que se emite a la atmósfera finalmente acaba en el mar. Los vientos rápidamente lo mezclan en los primeros 100 metros, más o menos, y a lo largo de los siglos las corrientes lo esparcen a las profundidades. En la década de los noventa, un equipo internacional de científicos emprendió un proyecto gigantesco de investigación que implicó recolectar y analizar más de 77,000 muestras de agua de mar a diferentes profundidades y en distintos lugares del mundo. El trabajo llevó 15 años. Mostró que los océanos han absorbido 30% del bióxido de carbono liberado por los humanos en los últimos dos siglos. Y continúan absorbiendo aproximadamente un millón de toneladas cada hora.

Para la vida en tierra este proceso es de gran ayuda: cada tonelada de CO2 que los océanos sacan de la atmósfera es una tonelada que no contribuye al calentamiento global. Pero para la vida marina el panorama es distinto. Jane Lubchenco, la ecóloga marina que encabeza la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos, ha llamado a la acidificación de los océanos el «gemelo igualmente malvado» del calentamiento global.

La escala de pH, que mide la acidez en términos de la concentración de iones de hidrógeno, va de cero a 14. En el extremo inferior de la escala hay ácidos fuertes, como el clorhídrico, que liberan hidrógeno fácilmente (más que el ácido carbónico). En el extremo superior se encuentran las bases fuertes, como el hidróxido de sodio. El agua pura y destilada tiene un pH de 7, es decir, neutral. El agua de mar debería ser ligeramente básica, con un pH de más o menos 8.2 cerca de la superficie. Hasta ahora, las emisiones de CO2 han reducido el pH del lugar aproximadamente 0.1. Como la escala de Richter, la de pH es logarítmica, así que incluso pequeños cambios numéricos representan efectos grandes. Una disminución en el pH de 0.1 indica que el agua se ha vuelto 30% más ácida. Si las tendencias actuales continúan, el pH de la superficie caerá hasta 7.8 para 2100. En ese punto, el agua será 150% más ácida que en 1800.

La acidificación que ya ocurrió probablemente sea irreversible. Aunque en teoría es posible añadir al mar químicos que contrarresten los efectos del CO2 adicional, en la práctica los volúmenes involucrados serían gigantescos: se necesitarían al menos dos toneladas de cal, por ejemplo, para compensar una sola tonelada de bióxido de carbono, y el mundo emite ahora más de 30 000 millones de toneladas de CO2 cada año. Aunque de algún modo hoy mismo se detuvieran las emisiones de CO2, a la química del océano le llevaría decenas de miles de años regresar a su estado preindustrial.

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La acidificación tiene efectos múltiples. Como favorece a algunos microorganismos marinos sobre otros, es probable que altere la disponibilidad de nutrientes clave, como hierro y nitrógeno. Por razones semejantes, puede permitir que más luz solar penetre la superficie marina. Al cambiar la química básica del agua de mar, también se espera que la acidificación reduzca la capacidad del agua para absorber y amortiguar sonidos de baja frecuencia hasta en 40%, volviendo más ruidosas algunas partes del océano. Finalmente, la acidificación interfiere con la reproducción de algunas especies y con las capacidades de otras, las llamadas calcificadoras para formar conchas y esqueletos rocosos de carbonato de calcio. Estos últimos efectos son los que mejor se han documentado, pero no está claro si a largo plazo serán los más significativos.

En 2008, un grupo de más de 150 investigadores destacados emitieron una declaración donde decían estar «profundamente preocupados por los recientes y rápidos cambios en la química de los océanos», que en décadas podrían «afectar gravemente a organismos marinos, cadenas alimenticias, la biodiversidad y las pesquerías». La principal preocupación son los arrecifes de coral de aguas cálidas. Pero como el bióxido de carbono se disuelve más fácilmente en agua fría, el impacto podría manifestarse primero en zonas cercanas a los polos. Los científicos ya han documentado efectos significativos en los pterópodos, moluscos nadadores diminutos que son un alimento importante para peces, ballenas y aves tanto en el Ártico como en la Antártida. Los experimentos muestran que las conchas de los pterópodos crecen más lentamente en agua acidificada.

¿Serán capaces los organismos de adaptarse a la nueva química del mar? La evidencia de Castello Aragonese no es alentadora. Cuando estuve ahí, Hall-Spencer me dijo que los respiraderos volcánicos han estado liberando CO2 al agua desde hace al menos 1,000 años. Pero en la zona donde el pH es de 7.8, un nivel que podría alcanzarse en todos los océanos para finales de este siglo, falta casi un tercio de las especies que viven en los alrededores, fuera del sistema de respiraderos. Esas especies han tenido «generaciones y generaciones para adaptarse a esas condiciones, dice Hall-Spencer y, sin embargo, no lo han hecho».

A 80 kilómetros de la costa australiana y a medio mundo de distancia de Castello Aragonese yace otra isla igualmente diminuta, One Tree («un árbol»). One Tree, que de hecho cuenta con varios cientos de árboles, tiene forma de búmeran, con dos brazos que se extienden hacia el mar del Coral. En la unión de los brazos hay una pequeña estación de investigación a cargo de la Universidad de Sídney. Por casualidad, cuando acababa de llegar a la isla, una tarde de verano espectacular, una enorme tortuga caguama logró subir hasta la playa, enfrente de los edificios del laboratorio. Toda la gente de la isla (11 personas, sin incluirme) se acercó a mirar.

La isla One Tree es parte de la Gran Barrera de Coral, el sistema de arrecifes más grande del mundo, que se extiende más de 2 250 kilómetros. Toda la isla está compuesta de restos de coral que se empezaron a apilar luego de una tormenta particularmente violenta hace 4 000 años. Incluso hoy, la isla no tiene nada que pueda llamarse tierra. Los árboles parecen elevarse directamente de los restos como astabanderas.

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Cuando los científicos empezaron a visitarla, en los sesenta, se preguntaban: «¿Cómo crecen los arrecifes?». Hoy día, las preguntas son más urgentes. «Alrededor de 25% de todas las especies oceánicas pasan al menos parte de su vida en arrecifes de coral», dijo una tarde Ken Caldeira, experta en acidificación de los océanos de la Institución Carnegie para la Ciencia. «Los corales construyen la arquitectura del ecosistema y está claro que si desaparecen, también lo hará todo el ecosistema».

Los arrecifes de coral ya están amenazados por una amplia variedad de fuerzas. El incremento en la temperatura del agua produce eventos más frecuentes de «blanqueamiento», en los que los corales toman un color blanco crudo y muchas veces mueren.

La pesca desmedida se lleva a los herbívoros que evitan que los arrecifes se llenen de algas. Las filtraciones de los campos de cultivo fertilizan las algas, alterando aún más la ecología de los arrecifes. En el Caribe, algunas especies de coral que solían abundar han sido devastadas por una infección que deja tras de sí una cinta blanca de tejido muerto. Probablemente por todos estos factores la superficie del Caribe cubierta por corales decreció 80% entre 1977 y 2001.

La acidificación de los océanos implica otra amenaza, que puede ser menos inmediata pero a la larga más devastadora para los corales duros que forman los arrecifes. Debilita su estructura más básica y antigua: los esqueletos rocosos secretados durante miles de años por millones y millones de pólipos de coral.

Los pólipos de coral son animales diminutos que forman una capa delgada de tejido vivo en la superficie de un arrecife. Su forma se parece un poco a la de las flores, con seis o más tentáculos que atrapan comida y la llevan a la boca central, de hecho, muchos corales obtienen la mayoría de su alimento de algas que viven y hacen fotosíntesis dentro de ellos; cuando los corales se blanquean es porque el estrés ha provocado que los pólipos expulsen a esos simbiontes oscuros. Cada pólipo se rodea de un exoesqueleto protector de carbonato de calcio, en forma de taza, que contribuye a formar el esqueleto colectivo de toda la colonia.

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Para fabricar el carbonato de calcio los corales necesitan dos ingredientes: iones de calcio y carbonato. Los ácidos reaccionan con los iones de carbonato y de hecho los amarran. Así, a medida que los niveles de bióxido de carbono en la atmósfera aumentan, los iones de carbonato se vuelven más escasos en el agua y los corales tienen que gastar más energía para capturarlos. En condiciones de laboratorio se ha visto que el crecimiento de los esqueletos de coral disminuye de manera prácticamente lineal cuando baja la concentración de carbonato.

Tal vez un crecimiento lento no importe mucho en el laboratorio. Pero en el océano los arrecifes son atacados constantemente por otros organismos, grandes y pequeños. «Un arrecife es como una ciudad ?comenta Ove Hoegh-Guldberg, quien antes dirigía la estación de investigación de la isla One Tree y ahora está a cargo del Instituto de Cambio Global de la Universidad de Queensland, en Australia?. Tienes compañías de construcción y demolición. Si restringes los materiales que reciben las constructoras, inclinas la balanza hacia la destrucción, que sucede todo el tiempo incluso en un arrecife saludable. Al final, lo que tienes es una ciudad que se destruye a sí misma».

Al comparar las mediciones hechas en los años setenta con mediciones actuales, el equipo de Caldeira encontró que en un lugar en la parte norte del arrecife la calcificación había decaído 40% (el equipo se encontraba en One Tree para repetir el mismo estudio en la parte sur del arrecife). Un equipo diferente, que utilizaba un método distinto, encontró que entre 1990 y 2005 el crecimiento de los corales Porites, un coral poroso, que forman estructuras parecidas a rocas enormes, había disminuido 14% en la Gran Barrera de Coral.

Al parecer la acidificación también afecta la capacidad de los corales para producir nuevas colonias. Los corales pueden, de hecho, clonarse a sí mismos, y es probable que una colonia entera esté hecha de pólipos genéticamente idénticos. Pero una vez al año, cada verano, muchas especies de coral participan además en un «desove masivo». Cada pólipo produce un saco rosa en forma de gota que contiene tanto huevos como esperma. En la noche del desove todos los pólipos sueltan sus sacos al agua. Hay tantos sacos moviéndose por ahí que las olas parecen estar cubiertas por un velo malva.

Durante los últimos 16 años, Selina Ward, investigadora de la Universidad de Queensland, ha estudiado la reproducción de corales en la isla Heron, unos 16 kilómetros al oeste de One Tree. Me reuní con ella apenas unas horas antes del evento anual de desove. Selina llevaba el registro de una docena de tanques de corales preñados. En cuanto los corales soltaran sus sacos rosas, planeaba recogerlos para someterlos a distintos niveles de acidificación. Hasta ahora, sus resultados sugieren que un nivel más bajo de pH lleva a una afectación en la fertilización, en el desarrollo de las larvas de coral y en la fase de asentamiento (en la que las larvas se salen de la columna de agua para adherirse a algo sólido y comenzar a producir nuevas colonias). «Con que uno de esos pasos no funcione, no habrá corales nuevos que entren al sistema», asegura Ward.

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Los arrecifes que los corales mantienen son cruciales para una diversidad increíble de organismos. Entre uno y nueve millones de especies marinas viven en ellos o sus alrededores.

Una vez que un arrecife ya no puede crecer lo bastante rápido para contrarrestar la erosión, esta comunidad se desmoronará. «Los arrecifes de coral perderán su funcionalidad ecológica», me comenta Jack Silverman, miembro del equipo de Caldeira en One Tree. No podrán mantener su estructura. Si no tienes un edificio, ¿dónde vivirán los inquilinos?». Ese momento podría llegar para 2050. Si las emisiones continúan igual que hoy día, las concentraciones de CO2 en la atmósfera serán aproximadamente el doble de lo que eran en tiempos preindustriales. Muchos experimentos sugieren que cuando esto pase los arrecifes de coral comenzarán a desintegrarse.

Por supuesto, los corales son solo un tipo de calcificadores. Hay miles más. Crustáceos como los percebes son calcificadores, al igual que equinodermos como las estrellas de mar y los erizos, y moluscos como almejas y ostras. Las algas coralinas, organismos diminutos que producen lo que parece un revestimiento de pintura rosa o lila, también son calcificadoras. Sus secreciones de carbonato de calcio ayudan a consolidar los arrecifes, pero también se encuentran en otros lugares, por ejemplo en los pastos marinos de Castello Aragonese. Su ausencia en los pastos cercanos a los respiraderos volcánicos hacía que se vieran tan verdes.

La acidificación fuerza a los calcificadores a trabajar más duro, aunque algunos se las arreglan mejor. Durante experimentos realizados con 18 especies de diferentes grupos taxonómicos, los investigadores de la Institución Oceanográfica Woods Hole descubrieron que aunque la mayoría calcificaba menos cuando aumentaba el bióxido de carbono, algunos calcificaban más.

«Los organismos eligen, explica Ulf Riebesell, biólogo oceanógrafo del Instituto Leibniz de Ciencias Marinas de Kiel, en Alemania. Sienten el cambio en su ambiente y algunos de ellos tienen la capacidad de compensar. Solo deben invertir más energía en la calcificación. Eligen «bueno, invertiré menos en reproducción» o «invertiré menos en crecimiento». No se sabe qué impulsa estas elecciones y si son o no viables a largo plazo; hasta ahora la mayoría de los estudios se han hecho con criaturas que viven por poco tiempo en tanques, sin otras especies que compitan con ellas.

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Mientras tanto, los científicos apenas empiezan a explorar la manera en que la acidificación del océano afectará a organismos más complejos, como peces y mamíferos marinos. Los cambios en la base de la cadena alimenticia marina, por ejemplo, en los pterópodos que forman conchas o en los cocolitóforos afectarán inevitablemente a los animales de más arriba. La alteración del pH oceánico probablemente también tenga un impacto directo en su fisiología. En Australia, por ejemplo, unos investigadores descubrieron que los peces payaso jóvenes no pueden encontrar el camino hacia un hábitat apropiado cuando los niveles de CO2 son elevados. Al parecer, el agua acidificada altera su sentido del olfato.

Durante la larga historia de la vida en la Tierra, con frecuencia los niveles de bióxido de carbono en la atmósfera han sido más altos que en nuestros días. Pero muy rara vez, si es que ha ocurrido, se han elevado tan rápido como ahora. Para la vida en los océanos quizá lo que importa es la tasa de cambio.

Para encontrar un periodo análogo al presente hay que remontarse al menos 55 millones de años, a lo que se conoce como el Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno, o MTPE. Durante el MTPE se liberaron a la atmósfera enormes cantidades de carbono y nadie sabe con seguridad de dónde salieron. Las temperaturas alrededor del mundo se dispararon unos seis grados Centígrados y la química del mar cambió drásticamente. Las profundidades del océano se volvieron tan corrosivas que en muchos lugares las conchas ya no se apilaban sobre el fondo marino, simplemente se disolvían. En los estratos, el periodo aparece como una capa de arcilla roja entre dos capas blancas de carbonato de calcio. Se extinguieron muchas especies de foraminíferos de aguas profundas.

No obstante, para nuestra sorpresa, la mayoría de los organismos que hoy viven cerca de la superficie marina parece haber sobrevivido el MTPE sin problemas. Quizá la vida marina es más fuerte de lo que parecen indicar los resultados de lugares como Castello Aragonese o la isla One Tree. O tal vez, aunque el MTPE haya sido extremo, no lo fue tanto como lo que sucede hoy.

El registro de sedimentos no revela qué tan rápido ocurrió la liberación de carbono durante el MTPE, pero hay modelos que sugieren que se llevó a cabo durante miles de años: con la lentitud suficiente para que los efectos químicos se esparcieran por todo el océano, hasta sus profundidades. La tasa actual de emisiones parece ser unas 10 veces más rápida y, en consecuencia, no hay tiempo suficiente para que se mezclen las capas de agua. En el próximo siglo la acidificación se concentrará cerca de la superficie, donde vive la mayoría de los calcificadores marinos y los corales tropicales. «Lo que estamos haciendo ahora es geológicamente muy especial», dice Andy Ridgwell, climatólogo de la Universidad de Bristol, quien hizo un modelo del océano durante el MTPE.

Qué tan especial resulte depende de nosotros. Todavía es posible esquivar los escenarios más extremos de acidificación. Pero la única manera de lograrlo, o al menos la única que se nos ha ocurrido hasta ahora, es reducir drásticamente las emisiones de CO2. En este momento, los corales y los pterópodos luchan contra una economía global sustentada en combustibles fósiles baratos. No es una lucha justa.

National Geographic

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