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Los hijos de Mandela

El fotoperiodista James Nachtwey ofrece un panorama sobre la vida contemporánea del país y Alexandra Fuller hace un relato íntimo sobre la larga sombra del apartheid.

El pueblo

Worcester es una aldea aletargada de postal, salpicada de agujas de iglesia, a una hora y media al noreste de Ciudad del Cabo. Durante el invierno, las montañas circundantes están cubiertas de nieve. En el verano, el calor permanece en el valle como el aliento del infierno y funde el asfalto. Las calles son amplias y ordenadas. Las pintorescas casas tienen techos de dos aguas, los céspedes están perfectamente podados, hay rosas que parecen cultivadas con esteroides y de las verandas penden espalderas de las que cuelgan vides. Es el tipo de ciudad que me hace desear una falda más larga y un cuello más alto.

A mediados de los noventa aún eran evidentes las líneas profundamente marcadas por el apartheid en la geografía y la psique del lugar, pero no más que en cualquier otra parte del país. Es verdad que los negros todavía vivían sobre todo en el distrito de Zwelethemba (el desnutrido gemelo de Worcester, situado al otro lado del río Hex), mientras los blancos seguían en las sombreadas calles de la ciudad misma o en granjas dispuestas a los pies de las montañas. Por otro lado, Worcester había elegido a su primer alcalde mestizo y a su primer vicealcalde negro. Además, en junio de 1996 la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) -organismo con facultades de tribunal, formado después de la abolición del apartheid– llevó a cabo una sesión en la ciudad. Se habían presentado y testificaron tanto víctimas como perpetradores de tortura y abusos durante el apartheid. El pasado violento había terminado, sin duda.

Por ello provocó gran sorpresa, en una sofocante tarde de la Nochebuena de 1996, el estallido de dos bombas en una zona comercial situada apenas calle abajo de la comisaría y la sede de la Iglesia Reformada Holandesa. La explosión mató a cuatro personas, tres de ellas niños. Casi 70 personas sufrieron lesiones. Todas las víctimas eran negras o mestizas. La primera bomba en detonar, alrededor de la 1:20, golpeó a Olga Macingwane de tal modo que sus piernas se hincharon al instante, hasta alcanzar el tamaño de neumáticos de tractor. Minutos más tarde detonó la segunda bomba y el estallido la dejó inconsciente.

«Durante 13 años jamás vi a la persona que me hizo esto», afirma Macingwane cuando conversamos en su sala en Zwelethemba una mañana muy calurosa de domingo a fines de noviembre de 2009. Macingwane es una mujer profundamente recatada de cierta edad. Lleva una falda de tubo color rosa y un saco que le hace juego. Afuera de su casa, el distrito está en plenos servicios religiosos al aire libre y Macingwane tiene que subir la voz para hacerse oír. Se pone de pie con rigidez -es evidente el dolor que le causa caminar- y cierra la puerta del patio, y al mundo en general. Los cantos penetran en su casa sin amainar. «En mi mente ?prosigue, al tiempo que los coros de por lo menos tres iglesias compiten con el aire tórrido? me formaba una imagen de él. En mi mente es un hombre de 50 años, muy corpulento, de barba larga y un rostro muy serio. Ese es el hombre que hizo esto. Esa es la persona que veo en mis pesadillas».

Un momento decisivo

La elección de Sudáfrica como sede de la Copa Mundial 2010 dio más confianza a las personas. Su país ahora podría ser recordado por dar futbol al mundo en lugar del apartheid. La moderna infraestructura de Sudáfrica, elegantes y envidiables aeropuertos, restaurantes cosmopolitas ?su rostro público? respaldan los indicios de que su trágica historia es sólo eso, historia. Gran parte de Soweto, el infame distrito de Johannesburgo donde ocurría la violencia visible a los medios de comunicación extranjeros durante la era del apartheid, es ahora una serie de bucólicos suburbios: arquitectura estilo Florida detrás de céspedes acicalados, elegantes automóviles extranjeros en las entradas de las casas (si bien es cierto que hay zonas de ocupantes ilegales que lo invaden). Sudáfrica tiene una floreciente clase media negra y, desde 1994, el gobierno ha construido casi tres millones de casas. En Johannesburgo, justo cruzando la calle de un casino y un parque de diversiones, los turistas pueden visitar el impresionante Museo del Apartheid.

Sin embargo, si se rasca la superficie de cualquier comunidad, de un modo o de otro, está ahí presente la palabra no expresada que comienza con «A». En mayo de 2008 más de 60 personas murieron y decenas de miles fueron desplazadas durante los disturbios xenófobos dirigidos principalmente contra mozambiqueños y zimbabuenses. El apartheid aseguraba una profunda desconfianza hacia los «otros» y un sentido de derecho sobre los recursos (sentido basado, fundamentalmente, en quién era uno y qué hacía) que hoy continúa.

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Resulta imposible exagerar el alcance y la brutalidad del apartheid. Entre 1948 y 1994, cuando se desmanteló el sistema, el Partido Nacional aplicó la hipersegregación de las razas a toda posible faceta de vida. «El apartheid enriqueció tan eficazmente a unos pocos a expensas de la absoluta degradación de la mayoría (por no hablar del encarcelamiento de tantos, el exilio, las desapariciones, las muertes violentas) que el fin del sistema en sí no podía comenzar a reparar el daño ?señala Tshepo Madlingozi, de 31 años, profesor titular de derecho en la Universidad de Pretoria y coordinador de promoción del Grupo de Apoyo Khulumani, organización de 58?000 víctimas de la violencia política, sobre todo durante la época del apartheid?. Se puede decir: ?Todo el mundo es igual ahora; sigamos adelante?. Eso le viene bien a quienes se beneficiaron del sistema, pero no hace nada por instituir la justicia de la restitución y no puede deshacer generaciones de racismo habitual, odio palpable o sentimientos de inadaptación».

El prisionero

Menos de un mes después de las explosiones en Worcester, Daniel Stephanus «Stefaans» Coetzee, de 19 años, telefoneó a la policía desde su escondite en una granja situada en el corazón de las tierras altas del Gran Karoo (región semiárida escasamente poblada, situada en el centro-occidente del país) y reivindicó su participación en la atrocidad. Coetzee se dirigió con respetuosa deferencia al oficial de policía a cargo: «Oom», lo llamó. Tío. Dijo haberse enterado de que entre los muertos había niños y, por ese motivo, no tenía más opción que entregarse. El chico tenía los modales reservados de una persona de campo y la forma campirana, gatuna, de mantenerse contenido.

Entonces fue detenido y durante algunos años después, Coetzee fue miembro de casi todos los grupos supremacistas blancos de extrema derecha en Sudáfrica, incluso uno o dos tan secretos y oscuros que ni siquiera sus integrantes parecen capaces de explicar qué son exactamente: Wit Wolwe, Israel Visie, Boere Aanvals Troepe. Desde la prisión, Coetzee siguió comunicándose con miembros del Ku Klux Klan en Estados Unidos y grupos neonazis en Alemania, alentándolos en sus tentativas. Ascendió de rango en las estructuras pseudomilitares de los grupos nacionalistas. Por lo que toca a los supremacistas, Coetzee era un chico ejemplar. En la jerarquía de la Prisión de Máxima Seguridad Heldestroom, en la provincia del Cabo Occidental, sin embargo, era una alimaña. «Tenía 19 años y era blanco. Todos querían violarme -dice Coetzee sobre esos primeros años en las superpobladas celdas generales en las que había entre 60 y 120 hombres-. No podía conseguir una litera inferior. No podía siquiera conseguir una litera superior. No podía conseguir una litera en absoluto». Coetzee dormía en el piso.

Cuando lo conocí en la Prisión Central de Pretoria, en noviembre de 2009, donde estuvo detenido más de una década, Coetzee apenas había cumplido 32 años. Al no sentir el sol por tanto tiempo, la piel se le había decolorado a un tono grisáceo y, aunque tiene un aspecto notablemente juvenil, hay un racimo de arrugas alrededor de sus ojos, como las que suelen verse en un hombre mucho mayor. Lleva el cabello muy corto, es oscuro y suave. El cinturón de piel que usa para sujetar su overol anaranjado de la cárcel está hasta el último agujero. No me sorprende enterarme de que antes de ser encarcelado podía correr largas distancias a gran velocidad, bajo el calor abrasador, con muy poco combustible o agua. «Me encantaba correr -dice como si las palabras pudieran liberar de nuevo sus piernas-. Sí, podía correr».

Coetzee y yo estamos sentados uno frente al otro, rodilla con rodilla, en una anodina habitación de gran tamaño, pintada de amarillo, diseñada para los visitantes de la prisión. Cinco o seis ventanas colocadas a lo largo de una pared permiten la entrada de una luz mortecina que no hace nada por intensificar el brillo verdoso proveniente de lámparas fluorescentes. Es entrada la mañana y cae una fuerte lluvia, como ha sucedido desde temprano durante la noche de ayer. En consecuencia, hace frío y los dos tiritamos.

Coetzee menciona que nació en 1977, fue hijo de una madre indiferente y un padre borracho. No recuerda a sus padres juntos. Primero vivió con su padre en el Estado Libre de Orange (en la actualidad Estado Libre). Cuando tenía ocho o nueve años su padre se extinguió. Después de permanecer algún tiempo en un orfanato, Coetzee fue enviado a vivir con su madre en Upington, en la provincia del Cabo Septentrional. Durante los siguientes seis o siete años Coetzee dio tumbo tras tumbo y entró y salió de instituciones tutelares hasta que, al cumplir 15 o 16, un hombre llamado Johannes van der Westhuizen lo tomó bajo su protección. Dirigente del culto supremacista blanco de ultraderecha Israel Visie, Van der Westhuizen era un vegetariano estricto que no consumía drogas, no bebía alcohol y estudiaba una nueva versión de la Biblia escrita para reafirmar la idea de que cualquiera que no fuese blanco era una bestia. A ojos de Coetzee, Van der Westhuizen era más o menos de la talla y edad de un padre.

Si uno caminara más o menos 500 kilómetros hacia el noreste de Ciudad del Cabo, hasta que el firmamento nocturno se pusiera tan negro que se observara lo que podría ser el comienzo de los tiempos, se tendrían buenas probabilidades de estar en las tierras altas del Gran Karoo. A comienzos del siglo xix fue ahí donde se ocultaron bandidos, abigeos y traficantes de agua, en las vastas planicies que estaban bajo la áspera cordillera de Nuweveld. Incluso hoy día hay tan pocas personas con la suficiente fuerza o locura para subsistir en esta tierra de pedernal, con aroma a pimienta, que se considera el destino perfecto para observadores de estrellas y para quienes no desean que el mundo contemporáneo los halle. Su ubicación apartada y oculta atrajo a Van der Westhuizen, hombre en profunda negación de la realidad sudafricana posterior a la transición. Fue en la granja que alquilaba en este reducto donde se planificó el atentado con bomba.

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«Cuando me encarcelaron, al principio, pedí una Biblia -menciona Coetzee y explica cómo empezó a desmantelar el odio que lo había llevado a aterrizar en el suelo de una celda atestada en una prisión de máxima seguridad-, pero la Biblia que me dieron no era la misma que había estudiado cuando estaba con Van der Westhuizen. Me di cuenta de que la Biblia que había leído con él estaba distorsionada. Eso fue lo primero». Entonces Coetzee fue transferido a la Prisión Central de Pretoria, donde tomó clases para controlar la ira y sobre justicia reparadora. Escribió una carta a las autoridades penitenciarias solicitándoles permiso para pedir perdón a las personas y las familias a las que había hecho daño (le aconsejaron que no lo hiciera). Sin embargo, aunque sentía remordimiento por lo que había hecho, Coetzee seguía siendo racista.

A comienzos de 2002, cinco años después de su arresto, fue asignado a una cuadrilla de trabajadores junto con un preso de mayor edad, Eugene de Kock. Hoy día, De Kock tiene unos 60 años y purga dos cadenas perpetuas más 212 años por crímenes de lesa humanidad cometidos cuando era un coronel que encabezaba la infame unidad secreta de seguridad de la policía sudafricana (sus hombres lo apodaban «Mal primordial», nombre adoptado por los medios de comunicación). En ocasiones, los dos hombres pasaban horas juntos trapeando pisos. «Eugene me decía siempre: -Mira, Stefaans, tienes que dejar de pensar que eres superior sólo por el color de tu piel -dice Coetzee-. Él afirmaba: -Créeme, yo lo he aprendido a la mala-. Le dije a Eugene: -Por favor deja de molestarme?. Pero nunca dejaba de hablar al respecto. Me dijo que hasta que no dejara de ser racista estaría en dos prisiones: una alrededor de mi cuerpo y la otra alrededor de mi corazón».

La conversación

Es verdad que si cada hijo de un hogar sudafricano difícil creciera y realizara un acto de brutalidad, no quedaría nada ni nadie en el país. Así las cosas, todos los días hay 50 asesinatos y se informa sobre 140 violaciones, aunque se piensa que el número real es de centenas. «Sí, el hábito de la violencia está profundamente arraigado en esta cultura -relata Marjorie Jobson, directora nacional del Grupo de Apoyo Khulumani-. Debemos recordar que los niños que crecieron en la atmósfera del apartheid (con todas las lecciones de esa época) son adultos actualmente».

Jobson (doctora de unos 50 años, de una afabilidad que desarma) me lleva desde Johannesburgo en su auto y atravesamos las afueras de Pretoria una agradable tarde de verano a fines de 2009. Desde ahí, la capital administrativa de Sudáfrica parece florecer impacientemente: 50?000 jacarandas dotan a la ciudad de un encanto peculiar y las calles están flanqueadas de agapanto. Hay anuncios de la Copa Mundial por todas partes; paralela a la autopista, se construye una vía de tren de alta velocidad.

«Todo el mundo estaba agotado hacia 1994. Pienso que deseaban que el apartheid desapareciera y que el gobierno arreglara todo. Pero eso no sucedió -apunta Jobson-. Queda en manos de cada sudafricano participar activamente en la restitución. Usted sabe, el poder de cada uno. El poder de una persona debe perpetuar nuestro pasado violento, o el poder de una persona debe contribuir a la formación de una sociedad pacífica y justa». De este modo nuestra conversación vuelve a Coetzee. En algún momento en 2004 Jobson recibió una llamada de Eugene de Kock. Con el paso de los años De Kock ha intentado ayudar a Khulumani a localizar a personas que desaparecieron durante la lucha, describiendo con algún detalle la forma en que sucedió, sobre todo porque él fue responsable de lo que les pasó. De Kock comunicó a Jobson que los años previos había conocido a un joven llamado Stefaans Coetzee. «Stefaans quería reunirse con sus víctimas y pedirles perdón por lo que había hecho», me informa ella. Jobson no se oponía a ayudarlo. El único problema era que Coetzee no tenía idea de quiénes eran sus víctimas. No podía dar ningún nombre y, además del hecho de que tres de los muertos eran niños, ninguna característica que los identificara.

Los presidentes

En 2005, Thabo Mbeki, en su segundo periodo como presidente de Sudáfrica, despidió a Jacob Zuma, el vicepresidente. Este último había sido implicado en un escándalo de corrupción que incluía la venta de armas por 5000 millones de dólares (los cargos se retiraron en abril de 2009). Mbeki debió pensar que deshacerse de este fastidioso sumo sacerdote del populismo era una apuesta segura. Pero resultó el beso político de la muerte que causó una profunda división en el partido gobernante, el Congreso Nacional Africano, es decir el CNA. A fines de año, los partidarios de Zuma quemaban camisetas con el rostro de Mbeki.

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Aunque tanto Zuma como Mbeki habían sido durante mucho tiempo activistas del CNA, no se parecían en nada. Mbeki pertenece al pueblo xhosa del Cabo Oriental, tiene un alto nivel educativo y es emocionalmente distante. Zuma es un zulú de KwaZulu-Natal sin formación académica, que purgó una condena de una década en Robben Island por oponerse al apartheid. Carismático hombre de acción, tiene a su nombre tres esposas y una acusación de violación (fue absuelto en 2006).

En 2007, Mbeki anunció a las dos cámaras del Parlamento que había autorizado una dispensa especial para las solicitudes de perdón por delitos con móvil político que habían sucedido entre 1994 y 1999. La explicación oficial de Mbeki fue que deseaba terminar los asuntos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Extraoficialmente la medida fue vista por algunos como una tentativa por hacerse del muy necesitado apoyo para el decaído presidente. Al año siguiente, un grupo formado por un representante de cada uno de los 15 partidos políticos oficiales recomendó a 120 prisioneros para que recibieran el perdón presidencial.

«Fue una tentativa que buscaba hacerse de apoyo político», afirma Tshepo Madlingozi, de la Universidad de Pretoria. Sin embargo, el proceso hacía caso omiso de algo que se hallaba en el corazón moral, emocional y político de la CVR: las víctimas no serían consultadas antes de que se les concediera la amnistía a los prisioneros. Para los grupos de derechos humanos, esta dispensa especial no tenía que ver con la reconciliación sino con la conveniencia política, con el hecho de cerrar la puerta y seguir adelante. Ocho organizaciones, incluido el Grupo de Apoyo Khulumani, presentaron una demanda, que a la larga llegó al Tribunal Constitucional de Sudáfrica, el tribunal supremo del país, el 10 de noviembre de 2009. Para entonces, Mbeki había renunciado y Zuma (JZ, como se le conoce popularmente) era presidente.

El mediador

En la lista de prisioneros políticos identificados para obtener un posible perdón, un nombre saltó a la vista de Marjorie Jobson: el del hombre sobre el cual Eugene de Kock la había llamado desde la prisión, Stefaans Coetzee. Mientras tanto, Khulumani se había puesto en contacto con las víctimas, incluida Olga Macingwane, de las personas que figuraban en la lista.

Una mirada al modesto hogar de Jobson en Grahamstown, en el Cabo Oriental, revela libros por todas partes, amontonados en los muebles de la sala, en pilas sobre el piso, esparcidos en la mesa del comedor. «Por una parte, el grupo Khulumani fue parte de una demanda que buscaba asegurar que los derechos de las víctimas fueran tomados en cuenta en este proceso de perdón -dice Jobson al tiempo que quita libros de la mesa de la cocina para que podamos sentarnos a almorzar-. Por otra, yo recibía más llamadas en todo momento de la trabajadora social y del ministro de Stefaans, quienes me suplicaban que hiciese algo para reunirlo con sus víctimas. No es de sorprender que las víctimas de las detonaciones de Worcester tuviesen sus dudas. Tenían preguntas. ¿Por qué quiere conocernos ahora? ¿En qué nos va a beneficiar? ¿Se siente culpable ahora? ¿Realmente ha cambiado de parecer? Jobson coloca frente a mí un plato de sopa de tallarines con pollo. Por su distracción, no come nada. «Me interesaba la justicia -prosigue-, pero me interesaba más el proceso de reconciliación. Era un rompecabezas». A final de cuentas, Jobson pidió ayuda a un colega de confianza: Tshepo Madlingozi.

El día que lo conocí en su oficina de la Facultad de Derecho, Madlingozi llevaba puestos pantalones de mezclilla negros, camisa de vestir azul arremangada y calzado deportivo informal de piel. Acompañamos nuestra conversación con la acostumbrada taza de té. «¿Rooibos o normal?», había preguntado Madlingozi, ofreciéndome la tisana nativa de Sudáfrica o té negro. Ahora sopla en su taza y me mira por encima del borde. «Tomamos la decisión de que yo debía ir a ver a Coetzee y cerciorarme de que era en serio. Estaba nervioso, muy escéptico. No sabía cómo iba a reaccionar».

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Se fijó un día de mediados de abril de 2009 para una reunión entre Madlingozi y Coetzee en la oficina de la trabajadora social de la Prisión Central de Pretoria. «En mi imaginación, esperaba alguien de aspecto muy racista, ¿sabe? No a este tipo que entró en la oficina. Miro a este chico de mi edad. De algún modo es guapo, muy cohibido. Él también estaba sorprendido. Esperaba ver a un viejo activista militante y radical del CNA».

Madlingozi estrechó la mano de Coetzee y se presentó con él. Coetzee estrechó la de Madlingozi y le dio las gracias por ir. Se sentaron frente a frente un par de horas y hablaron. «Sobre todo de nosotros -dice Madlingozi-. ¿Qué extrañaba estando en la prisión? ¿Cómo me convertí en abogado? ¿Por qué cayó preso? ¿Qué esperamos para nosotros mismos? ¿Qué esperamos para nuestro país?».

Madlingozi es unos meses menor que Coetzee. Nació en el distrito de Mangaung, zona reservada para los negros en las afueras de Bloemfontein en el antiguo Estado Libre de Orange; geográficamente, no lejos de donde nació Coetzee, pero a un mundo de distancia en cuanto a la cultura. «Era semidesierto y muy violento -dice. El padre de Madlingozi era un trabajador migrante que laboraba en las minas de oro-. Los trabajadores migrantes son uno de los aspectos más devastadores del apartheid. Destruyó familias. Destruyó comunidades. Era una forma mediante la cual el gobierno del apartheid se capitalizaba, pero emasculaba a los hombres que no podían estar en casa para mantener a su familia. Los padres no podían transmitir el folclore, la cultura, los valores. Para las familias que quedaban detrás, significaba que el padre volvía después de tres meses y no sabía cuál era su lugar en la familia. Muchos hombres reafirmaban su posición por medio de la violencia».

El padre de Madlingozi murió de un ataque al corazón cuando su hijo tenía 14 años. «Mi madre y yo acabábamos de mudarnos a una ciudad minera para estar cerca de él. Apenas volvíamos a ser amigos. Tenía un apetito voraz por la lectura de novelas y leíamos mucho juntos. Madlingozi terminó su formación escolar en Welkom, ciudad que se dedica a la explotación de minas de oro, trazada a fines de los cuarenta por la Anglo American Corporation. Las minas que están en la ciudad y sus alrededores son muy profundas. Cada mañana, se bombea agua salobre desde su interior hasta bateas que están en la superficie. Bandadas de flamencos, gansos del Nilo e ibis sagrados se congregan en torno a ellas. El aire está penetrado por los aromas de la sal y el excremento de aves.

Madlingozi se inclina. «Conocer a Stefaans ha reencendido mi fe en el futuro de Sudáfrica -afirma-. Mi cosmovisión es la conciencia negra y ello no ha cambiado por conocer a Stefaans, pero he podido comprender que incluso los racistas más extremos, aun asesinos, pueden cambiar y ser humildes. Sí, la inteligencia, humildad y profunda comprensión de Stefaans acerca de las consecuencias de sus acciones y el sistema del apartheid, además de su entendimiento de que la reconciliación no se trata solamente de demostrar buena voluntad, han sido una gran inspiración para mí». Madlingozi tiene ahora las dos manos bajo el mentón. «Puedo ver que podría haber personas que me criticarían por venderme. ¿Cómo puedo visitar a este hombre? ¿Cómo puedo sentir empatía? Pero esto no se trata sólo de ganar. No puede tratarse de ganar. Si sólo queremos ganar, entonces siempre habrá perdedores y ¿en qué es eso tan distinto a cómo estaban las cosas antes? Esto siempre ha tenido que ver con el panorama más amplio, con avanzar juntos ?luego ríe y me mira, casi desafiante?. Mmm, es complicado, turbulento, fácilmente puede ser algo personal y siempre en tonos grises, pero ahí está la realidad. Ahí es donde estamos. Con eso debemos trabajar».

La víctima

Desde Worcester hasta Pretoria se hacen dos días en automóvil, más o menos 16 horas. Marjorie Jobson ha arreglado que Olga Macingwane y otros tres residentes de Zwelethemba alquilen un automóvil y asistan a la reunión del tribunal constitucional el 10 de noviembre de 2009. Los cuatro han acordado reunirse con Stefaans Coetzee el día anterior a la reunión, con la única salvedad de que no lo hacen para perdonarlo. «No estaré ahí para perdonarlo -dice con firmeza Macingwane-. Estaré ahí para afrontar al hombre que tengo en la cabeza. Quiero escuchar lo que tiene que decir en su defensa. Pero no, no estaré ahí para perdonarlo».

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La vida se volvió difícil para Olga Macingwane después del estallido de la bomba y no sólo por todas las razones evidentes. Los grupos del CNA aprovecharon los funerales para asumir posturas políticas, llevaron a los sobrevivientes discapacitados por el ataque por las calles en sus sillas de ruedas, al tiempo que entonaban canciones que se volvieron populares durante la lucha. Más tarde, en 2003, murió el esposo de Macingwane y, sin su sostén, ya no pudo costear la crianza de los tres hijos que tuvieron. Los envió a vivir con familiares. Una fotografía plastificada del esposo de Macingwane revela la pareja perfecta que uno elegiría para Olga. Está de pie frente a un Datsun encerado color amarillo, de los setenta, lleva un traje de tres piezas e irradia un halo de decoro conservador. El automóvil amarillo sigue estacionado afuera de la casa de los Macingwane, parado bajo una manta gris.

El 9 de noviembre es un día caluroso. Macingwane y los otros tres residentes de Zwelethemba (entre ellos Harris Sibeko, esposo de la vicealcaldesa en la fecha de la explosión) entran en la oficina de la trabajadora social de la Prisión Central de Pretoria y miran a Coetzee, de pie en una esquina con su overol anaranjado que lleva estampada la palabra «prisionero». «Me quedé sorprendida -relata Macingwane más tarde-. Lo que vi fue a un chico. No al hombre que había tenido en mi mente todos estos años, sino a un chico. ¿Qué está haciendo aquí este muchacho? ¿Cómo sucedió esto? De pronto, eso es lo que hay en mi mente».

Macingwane pide que comiencen con un rezo. En el silencio subsiguiente se arrodilla (penosamente, porque dos días en un auto de alquiler no ayudan en nada a su dolor de piernas) y comienza a rezar en xhosa. Alaba a Dios por su santidad. Le agradece por dar otro día a Sudáfrica. Le pide a Dios que perdone sus pecados, así como ella perdonará los pecados que cometan otros contra ella. Le pide a Dios que se haga su voluntad hoy en esta habitación. Luego toma asiento. Mientras que sus colegas se secan la frente y se abanican contra el calor, Macingwane mantiene su compostura.

La reunión discurre en una mezcla de xhosa, afrikaans e inglés. Macingwane permanece callada casi todo el tiempo. «Él debe darme una explicación antes de que yo hable», dice de entrada.

Coetzee no habla sobre su niñez. Habla acerca de la planificación que supuso el atentado, sobre cómo fue elegido por sus extraordinarias aptitudes militares, sobre los años que ha pasado en prisión. Les pide que le hagan preguntas y el grupo responde. ¿Cómo aprendió a odiar a las personas negras? ¿Cómo desaprendió ese odio? ¿Cómo transcurre los días ahora? ¿Lo lamenta? ¿Y, si lo lamenta, qué puede ofrecerles? Coetzee reconoce que no tiene nada material que dar al mundo, excepto el cinturón de piel que sostiene su overol. Sin embargo, afirma, Dios mediante, si llega a salir de la cárcel, puede tratar de compensar lo que ha hecho. «Actualmente hay niños en Sudáfrica -manifiesta-, niños que no tienen padres. Podrían verse tentados a ingresar en bandas violentas, a ir detrás de la ira en lugar del amor. Puedo enseñarles que la primera vida que debes cambiar es la tuya propia».

Cuando le preguntan a Coetzee acerca de sus sueños sobre el futuro, dice que le gustaría casarse. Declara que tendrá que decirles a su futura esposa y a los hijos que pudieran tener que es un asesino.

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Ahora interviene Harris Sibeko. «Escúchame, amigo, tienes que esperar hasta que un niño tenga edad suficiente para entender lo que le estás diciendo, de otro modo te odiará». Sibeko se vuelve hacia el grupo y pregunta: «¿Realmente creen que podemos llamar asesino a este joven? ¿Cuál piensan que sería un mejor nombre para él? ?a continuación, él mismo da respuesta a su propia pregunta?. Pienso que debería llamársele agente militar. Sí, eso estaría mejor».

El grupo está de acuerdo con Sibeko. Más adelante, Sibeko le pregunta a Coetzee si recibe algún visitante en la cárcel. Coetzee responde que a veces va un ex prisionero. Sibeko está horrorizado. «¿No te visita ningún familiar?». «No», responde Coetzee.

La entrevista dura dos horas. Finalmente, Olga Macingwane se pone de pie. En un hecho inusitado, lucha con sus emociones. «Stefaans, cuando te observo, veo en ti al hijo de mi hermana y no puedo odiarte», manifiesta. Extiende los brazos. «Ven aquí, chico -le dice en xhosa. Coetzee va a buscar su abrazo-. «Te perdono ?pronuncia suavemente Macingwane?. He escuchado lo que dijiste y te perdono».

La ley

Ese día, Daniel Stephanus Coetzee se convirtió en el único de los 120 prisioneros políticos elegibles para el perdón presidencial en reunirse con sus víctimas. Al día siguiente, el 10 de noviembre, se reúne el Tribunal Constitucional de Sudáfrica, con cuatro nuevos magistrados nombrados por el presidente Zuma. El primer punto de la sesión del día es escuchar los argumentos sobre si debe permitirse al presidente otorgar el perdón a cualesquiera de los prisioneros políticos sin una audiencia para sus víctimas. El representante legal de Zuma aboga por facultades de perdón ilimitadas.

El abogado que representa a uno de los prisioneros hace lo propio. Sin embargo, un abogado que representa a grupos de derechos humanos pide que ningún criminal político sea perdonado sin que antes sean escuchadas las víctimas de esos crímenes (el 23 de febrero de 2010, el Tribunal Constitucional falló en favor de las víctimas).

En el Tribunal están presentes unas tres docenas de víctimas de crímenes políticos en los que habían participado cualquier número de perpetradores. Varias de las víctimas llevan camisetas en las que se lee: «No hay reconciliación sin verdad, indemnización, reparación». Entre ellos está Olga Macingwane.

«Lo perdono, pero eso no significa que lo exima -me confía después Macingwane-. Somos ahora un país de leyes. Somos un país que respeta las voces de todas las personas. Queda en manos de las leyes de mi país decidir el conceder o no el indulto a Stefaans».

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Durante demasiado tiempo, la separación y la sospecha existían por mandato del derecho sudafricano. En la actualidad, la Constitución del país sostiene la dignidad e igualdad de todas las personas, no obstante su facultad sólo tiene la fuerza que le da la voluntad de las personas de vivir conforme a ello. El 23 de enero de 2010 (como lo imaginó hace mucho tiempo el ministro Deon Snyman), representantes de Worcester y del distrito de Zwelethemba se reúnen en la Iglesia Reformada Holandesa de Worcester. Del otro lado del camino, en un parque amplio y sombreado, se encuentra un monumento minúsculo a la memoria de las cuatro personas asesinadas en el estallido de las bombas de 1996. La ceremonia da inicio con una oración. A continuación, Macingwane y Sibeko hablan sobre su viaje a Pretoria, su encuentro con Coetzee, el perdón que le han otorgado. Se habla de restitución: un centro juvenil y un centro para la creación de empleos son dos de las ideas propuestas. El grupo acuerda invitar a Coetzee a un servicio de la iglesia de Worcester si las autoridades penitenciarias lo permiten. Se fija la fecha para llevar a cabo otra reunión. Olga Macingwane es elegida al comité directivo, que supervisará el proceso de restitución en los meses y años por venir.

«Cuando perdoné a Stefaans -afirma Macingwane-, esa etiqueta de -victima- ya no tenía tanto poder sobre mí. Físicamente, desde luego, el dolor siempre estará ahí. Mentalmente, por lo menos, he hallado cierta paz. No soy Olga la víctima. Ahora soy Olga. Soy la señora Olga Macingwane».

Este reportaje corresponde a la edición de National Geographic de Junio de 2010.

National Geographic

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