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El Camino Olvidado

El té chino y los caballos tibetanos se comerciaron durante mucho tiempo por una ruta legendaria.

Me abro paso en una selva de bambú en las montañas de Sichuan occidental para encontrar un camino ancestral. Hasta hace apenas 60 años, cuando gran parte del continente asiático aún se recorría a pie o en lomos de animales, la Ruta del Té y los Caballos era una avenida comercial importante que comunicaba China con Tíbet. Hace unos días, un hombre que solía transportar té me advirtió que el tiempo, el clima y la vegetación han borrado casi cualquier rastro de la legendaria senda. De pronto, tras un golpe de hacha, el bambú cae y revela un camino. Los restos del empedrado se extienden sólo 15 metros, suben por un grupo de escalones derruidos antes de desaparecer nuevamente bajo años de diluvios monzónicos. Movido por la ambición de llegar a Maan Shan, el elevado paso de montaña entre Yaan y Kangding, continúo por un estrecho pasadizo de muros tan empinados y resbalosos que debo asirme a los árboles para no caer en la barranca. Esa noche me detengo a acampar en lo alto del desfiladero. Por la mañana consigo avanzar otros 500 metros hasta topar con un muro de vegetación que me detiene en seco y me obliga a aceptar que, al menos en ese punto, la Ruta del Té y los Caballos ha desaparecido.

En realidad, la mayoría de la ruta del célebre camino se ha modificado. En su desenfrenada carrera hacia la modernidad, China ha pavimentado su pasado con toda la rapidez posible y, por ello, he venido a explorar lo que queda de la otrora famosa pero hoy casi olvidada ruta.El antiguo corredor se extendía alrededor de 2?250 kilómetros a través del territorio de Catay: desde Yaan, en la región del té de la provincia de Sichuan, hasta Lhasa, capital de Tíbet, situada a 3?650 metros sobre el nivel del mar. Uno de los circuitos más altos y difíciles de Asia, la Ruta del Té y los Caballos, comenzaba su ascenso en los verdes valles de China y cruzaba la ventosa y nevada Meseta Tibetana, franqueada por los helados ríos Yangtsé, Mekong y Salween, para luego internarse en las misteriosas montañas Nyainqentanglha, continuar por cuatro mortíferos pasos a 5?000 metros de altitud para, finalmente, descender hacia la ciudad tibetana más venerada.

Las tormentas de nieve a menudo sepultaban la parte occidental de la ruta y torrenciales aguaceros devastaban su sección oriental. No obstante, la ruta fue muy transitada durante siglos. A diferencia de la legendaria Ruta de la Seda, al norte, donde se llevaba a cabo el romántico intercambio de ideas y principios éticos, de cultura y creatividad, la mundana razón de ser de este camino era el comercio: China ofrecía algo que Tíbet quería (té) y Tíbet tenía algo que China necesitaba desesperadamente (caballos).

La Ruta del Té y los Caballos perdura en la memoria de individuos como Luo Yong Fu, de 92 años a quien conocí en la aldea de Changheba, a 10 días de marcha al oeste de Yaan. Cuando llegué por primera vez a Sichuan me dijeron que todos los porteadores de té habían muerto, pero mientras recorría los restos del Chamagudao, nombre con que los chinos designaban la ancestral vía comercial, conocí no sólo a Luo sino a otros cinco porteadores, todos deseosos de compartir sus historias. Luo Yong Fu llevaba una boina negra y una chaqueta azul de corte Mao en cuyos bolsillos guardaba una pipa. Entre 1935 y 1949 trabajó en aquel camino transportando a Tíbet cargamentos de té de 60 kilos o más, aunque él pesaba menos de 51. «Pasábamos enormes dificultades y penurias ?recuerda Luo?. Era un trabajo espantoso».

Luo, quien había cruzado en ambas direcciones por el mismo punto que yo había tratado de alcanzar, el paso Maan Shan, recordaba que, en invierno, la nieve solía tener hasta un metro de profundidad y había carámbanos de dos metros de largo que pendían de las rocas. Dijo que la última vez que alguien cruzó por aquel paso fue en 1966, de modo que era poco probable que pudiera encontrarlo. Sin embargo, su conversación me dio una idea de lo que debió ser viajar por aquel camino. En Xinkaitian, primera escala de los porteadores en el viaje de 20 días entre Yaan y Kangding, Gan Shao Yu, de 87 años, y Li Wen Liang, de 78, insistieron en hacer una representación de la vida de los cargadores. Los ancianos mostraron cómo se bamboleaba la fila de porteadores por una húmeda sección del empedrado. A continuación, ambos colocaron detrás de sí sus bastones para apoyar en ellos los marcos de madera de sus bultos. Luego, graznaron juntos la canción del porteador:

Siete pasos arriba, hay que descansar.
Ocho pasos abajo, hay que descansar.
Once pasos adelante, hay que descansar.
Eres un tonto si no descansas.

Los porteadores, hombres y mujeres, solían llevar a cuestas cargamentos que pesaban entre 70 y 90 kilogramos, pero los hombres más fuertes podían cargar hasta 135, pues cuanto más pesada fuera la carga mayor era la paga: cada kilo de té transportado equivalía a un kilo de arroz cuando volvían a casa. Vestidos con harapos y sandalias de paja, los porteadores usaban crampones de hierro improvisados para transitar por los pasos nevados.
«Por supuesto, algunos morían en el trayecto, ?informó Gan con tono solemne?. Para quienes quedaban atrapados en una ventisca o caían por el desfiladero era una muerte segura».
El porteo de té se interrumpió poco después de que Mao tomó el control de China, en 1949, y ordenó la construcción de una carretera. Al redistribuir la tierra de los ricos entre los pobres, Mao liberó del vasallaje a los porteadores de té. «Fue el día más feliz de mi vida», recuerda Luo, quien comenzó a cultivar su propio arroz y se alegró del «fin de aquel triste periodo».
Según la leyenda, el té llegó por primera vez a Tíbet cuando una princesa de la dinastía Tang, Wen Cheng, contrajo matrimonio con el monarca tibetano Songtsen Gampo en 641 d.?C. Muy pronto, realeza y nómadas tibetanos se aficionaron al té por igual.

El té que recibía Tíbet era de la variedad más rústica, preparada con Camellia sinensis, un arbusto subtropical de hoja perenne. Sin embargo, aunque el té verde se hace con capullos y hojas que no han sufrido oxidación, el bloque de té enviado a Tíbet se prepara, hasta la fecha, con los tallos, las ramas y las hojas más grandes de la planta, de suerte que es más amargo y menos suave. Luego de varios ciclos de vaporización y secado, el té se combina con agua de arroz pastosa para rellenar los moldes donde se seca la mezcla. Los ladrillos de té negro pesan entre 500 gramos y tres kilos, y todavía se comercializan por todo el territorio tibetano. Hacia el siglo xi, el ladrillo de té se convirtió en moneda de cambio y la dinastía Song lo utilizó para adquirir los caballos tibetanos que se usaban en batallas contra las tribus nómadas del norte, antecesoras de las hordas de Gengis Khan. Fue así como surgió el principal comercio de bienes entre China y Tíbet.

Según la tasa fijada por la Agencia Sichuan de Té y Caballos, establecida en 1074, una montura valía 60 kilos de té. La tarea de los porteadores era llevarlo de las fábricas y plantaciones de los alrededores de Yaan hasta Kangding, a una altitud de 2?550 metros. Una vez allí, el té era cosido, envuelto en empaques impermeables de piel de yak y cargado en caravanas para continuar el viaje de tres meses hasta Lhasa. Hacia el siglo xiii, China sostenía un comercio anual de millones de kilos de té para adquirir alrededor de 25?000 caballos, pero ni todos los corceles pudieron salvar la dinastía Song, que fue derrotada por el nieto de Gengis, Kublai Khan, en 1279. No obstante, el intercambio de té y caballos persistió durante la dinastía Ming (1368-1644) y hasta mediados del periodo Qing (1645-1919). Cuando la necesidad de caballos comenzó a menguar, a partir del siglo xviii, los chinos utilizaron el té para adquirir otros productos: pieles de las tierras altas, lana, oro, plata y, lo más importante, productos medicinales que sólo crecen en Tíbet.

Del mismo modo que el gobierno imperial chino regulaba el comercio de té de Sichuan, los monasterios influyeron en el comercio del teocrático Tíbet. La Ruta del Té y los Caballos, que los tibetanos llaman Gyalam, servía para conectar monasterios importantes. Con el discurrir de los siglos, las luchas de poder desatadas tanto en Tíbet como en China obligaron a modificar el trayecto de la vía comercial, de modo que hubo tres ramas principales: la del sur, que se originaba en Yunnan, hogar de la variedad pu-erh o té rojo; la segunda, procedente del norte, y una última que nacía en el oriente, cruzando por el centro de Tíbet y que, al ser la más corta, era la más transitada.

La ruta norte, hoy conocida como Autopista 317, ha sido asfaltada y, al aproximarse a Lhasa, corre en paralelo con el ferrocarril Qinghai-Tíbet, el más elevado del mundo. También pavimentada, la ruta sur o Autopista 318 ofrece una segunda arteria comercial que, igual que la 317, a menudo se encuentra obstruida por camiones que transportan todos los bienes imaginables. Sin embargo, casi todo circula hacia Tíbet, a fin de satisfacer las necesidades de su creciente población étnica china.
El segmento occidental de la ruta central nunca ha sido pavimentado y es el trayecto que serpentea por las aisladas montañas Nyainqentanglha, región tan agreste e inhóspita que fue abandonada hace décadas y donde está prohibido el paso a los viajeros. Tenía que encontrar cómo llegar a esas montañas vedadas, así que llamé a mi esposa, la experimentada montañista Sue Ibarra, para pedirle que se reuniera conmigo en Lhasa, en agosto.

Este reportaje corresponde a la edición de National Geographic de Mayo de 2010.

National Geographic

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