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Las ambiciones encumbradas de los Incas

Elevada del anonimato a la cima del poder, una dinastía de gobernantes incas sometió reinos, esculpió montañas y forjó un imperio poderoso.

Centenares de fieles guardan silencio mientras el sacerdote católico eleva una plegaria en la plaza de Taquile, isla peruana en medio del gran lago Titicaca. Descendientes en parte de los colonizadores incas enviados allí hace cinco siglos, los habitantes de Taquile observan sus antiguas tradiciones: tejen telas coloridas, hablan la lengua tradicional de sus antepasados, cultivan los campos como han hecho durante siglos y los días de fiesta se dan cita en la plaza para bailar al son de tambores y flautas de madera.

Esa tarde de verano, me sitúo en la periferia para presenciar la fiesta de Santiago que, en la era incaica, habría sido el festival de Illapa, dios del relámpago. Cuatro hombres levantan la rústica litera de madera donde se yergue la estatua del apóstol y recorren la plaza para que todos vean al santo, así como los antiguos incas llevaban en procesión las momias de sus monarcas.

A muchos siglos de su muerte, el poder y la ambición aún resuenan en los nombres de aquellos gobernantes: Viracocha Inca (Soberano Dios Creador), Huáscar Inca (Soberano Silla Dorada) y Pachacútec Inca Yupanqui (El que Reconstruye el Mundo). Surgida del anonimato del valle de Cusco durante el siglo xiii, una dinastía inca sedujo, sobornó, intimidó o conquistó a sus rivales para crear en Perú el imperio precolombino más grande del Nuevo Mundo.

Excepto por los halagüeños relatos que los nobles incas hicieron circular a la llegada de los conquistadores españoles, los estudiosos han debido conformarse, desde hace mucho, con un puñado de pistas sobre las vidas de los reyes incas,  pues aquel pueblo no contaba con un sistema de escritura. Por otra parte, los europeos no perdieron tiempo en destruir las residencias reales de Cusco, la capital inca, para erigir una nueva ciudad colonial sobre sus ruinas. Siglos después, en los años ochenta del siglo xx, la agitación civil que estalló en los Andes peruanos impidió que los arqueólogos se internaran en el corazón del antiguo imperio durante más de una década.

Con todo, los especialistas recuperan el tiempo perdido. Al peinar las laderas agrestes de las inmediaciones de Cusco empiezan a descubrir miles de sitios, hasta ahora desconocidos, que arrojan luz sobre el origen de la dinastía inca; gracias a la información recabada de documentos coloniales localizan haciendas reales olvidadas. En las fronteras del imperio extinto, recogen evidencia dramática de las guerras emprendidas por los monarcas para integrar docenas de grupos étnicos rebeldes en un reino unificado. Los extraordinarias dotes de los incas para triunfar en el campo de batalla y construir una civilización, piedra a piedra, comunican un inequívoco mensaje, afirma Dennis Ogburn, arqueólogo. «Es como si anunciaran: Somos el pueblo más poderoso del mundo, así que ni se les ocurra meterse con nosotros».

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El arqueólogo Brian Bauer se detiene en la plaza del extenso sitio ceremonial de Maukallacta, al sur de Cusco. Bebe un sorbo de agua y entonces señala un afloramiento de roca grisácea que se yergue al oriente. La cumbre está tallada con escalones enormes que fueron parte de un santuario importante; Bauer explica que, hace unos 500 años, los peregrinos visitaban el lugar para orar en la saliente, antaño considerada uno de los rincones más sagrados del imperio: la cuna de la dinastía inca.

Bauer viajó a Maukallacta a principios de los ochenta con la intención de descubrir los orígenes del Imperio Inca. En aquellos días, la mayoría de los arqueólogos e historiadores creía que Pachacútec, el joven y genial Alejandro Magno andino, se convirtió en el primer monarca inca a principios del siglo xv y, en solo una generación, transformó una pequeña colección de chozas de barro en un imperio poderoso. Pero Bauer creía que las raíces dinásticas eran mucho más profundas y Maukallacta le pareció el lugar más lógico para desenterrarlas. Sin embargo, para su gran consternación, dos temporadas de trabajo de campo no revelaron rastro alguno de los señores incas primigenios.

Bauer decidió entonces continuar su búsqueda en el norte, en el valle de Cusco y, junto con R. Alan Covey y un equipo de asistentes peruanos, dedicó cuatro temporadas a recorrer arriba abajo las laderas empinadas, tomando nota de cada resto de alfarería o muro derrumbado que encontraba en su camino. A la larga, Bauer y sus colegas descubrieron miles de sitios incas hasta entonces desconocidos y desentrañaron nuevas pruebas que demostraban la existencia de un Estado inca entre los siglos xiii y xiv, mucho antes de lo pensado. En parte debido a la sequía extrema que asoló los Andes durante 100 años o más, en los albores del siglo xii habían desaparecido los poderosos señores huari, antiguos gobernantes que controlaron la región desde una capital vecina a la moderna Ayacucho. En la turbulencia resultante, los pequeños caciques del altiplano peruano combatieron entre sí por el agua escasa y saquearon las aldeas vecinas para conseguir alimento, ocasionando que hordas de habitantes se refugiaran en escondites gélidos y ventosos a 4?000 metros de altura.

Sin embargo, los agricultores del valle fértil e irrigado que rodea Cusco optaron por permanecer en su territorio y unificaron sus aldeas en un pequeño Estado capaz de montar una defensa organizada. Por fin, entre 1130 y 1300, los incas de las inmediaciones de Cusco comenzaron a sacar provecho de una importante tendencia al calentamiento en los Andes.

Conforme aumentaba la temperatura, subieron entre 250 y 300 metros por las laderas para construir terrazas agrícolas, irrigar sus campos y finalmente producir cosechas récord de maíz. «Esos excedentes, dice Alex Chepstow-Lusty, paleoecólogo del Instituto Francés de Estudios Andinos en Lima, permitieron que los incas dispusieran de muchas más personas para desem-peñar otras tareas, como construir caminos o mantener un gran ejército». Con el tiempo, sus gobernantes tuvieron la posibilidad de reclutar conscriptos nuevos y disponer de un ejército más numeroso que el de cualquier cacique vecino.

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Los monarcas incas pusieron la mira en las tierras y los recursos de otros pueblos y, a fin de obtenerlos, pactaron alianzas matrimoniales con señores vecinos y prodigaron obsequios generosos a sus nuevos aliados. No obstante, si un rival despreciaba sus propuestas o causaba dificultades, respondían con toda su fuerza militar. Así, los señores de los valles circundantes cayeron uno a uno bajo el dominio inca hasta que solo quedó un Estado vasto e imponente con una capital, la ciudad sagrada de Cusco.

Los reyes incas volvieron entonces la mirada al interior, hacia las ricas tierras que rodeaban el lago Titicaca y en algún momento, a principios del siglo xv, uno de los más grandes monarcas, Pachacútec Inca Yupanqui, comenzó a planificar la conquista del sur. Era el amanecer del imperio.

Para mediados del mismo siglo, atrincherado en una llanura alta y helada al norte del gran lago, el ejército de Colla desafiaba a los invasores incas a hacer la guerra. Los señores de la región del Titicaca eran hombres altivos que gobernaban hasta 400 000 súbditos en diversos reinos dispersos en torno del lago. Sus tierras eran ricas y deseables, con filones de oro y plata veteando sus montañas, y manadas de alpacas y llamas engordando en sus exuberantes prados. El éxito militar en los Andes dependía de esos animales, pues una llama, única bestia de carga en el continente, podía llevar hasta 30 kilogramos de equipo sobre su lomo y, al igual que la alpaca, proporcionaba carne, piel y fibras para hilar. En otras palabras, eran activos militares determinantes, y si el rey inca no derrotaba a los señores del Titicaca, dueños de aquellas enormes manadas, viviría siempre con el temor de que trataran de conquistarlo.

Sentado en su litera reluciente, Pachacútec dio la orden de atacar. Al ritmo de zampoñas talladas con huesos de sus enemigos y tambores de guerra fabricados con la piel de los adversarios caídos, sus soldados avanzaron hacia las fuerzas de Colla. Los ejércitos se trabaron en combate y, cuando finalmente se disipó el polvo de la lucha, los cadáveres de los soldados de Colla cubrían el paisaje.
En los años que siguieron, Pachacútec y sus descendientes sometieron a todos los señores del sur. «La conquista de la cuenca del Titicaca fue la joya de la corona del Imperio Inca», sentencia Charles Stanish, arqueólogo de la Universidad de California. Pero la victoria militar era solo el primer paso para construir su imperio, enseguida, sus funcionarios debían controlar a la ciudadanía.

Si las provincias oponían resistencia, los soberanos incas reorganizaban las poblaciones. Reubicaban a los habitantes de ciudades amuralladas aisladas en nuevas aldeas junto a caminos que agilizaban el desplazamiento del ejército y donde los gobernadores hacían construir almacenes que las comunidades locales debían llenar para abastecer las tropas.

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Bajo el dominio inca, la civilización andina prosperó como nunca en su historia. Ingenieros del imperio transformaron redes fragmentadas de senderos en carreteras interconectadas; sus agricultores desarrollaron técnicas de cultivo de gran altura, produciendo casi 70 variedades de cultivos indígenas y a menudo colmando complejos de almacenamiento colosales con cosechas suficientes para tres o hasta siete años. Los funcionarios imperiales llevaron una cuenta precisa del contenido de los almacenes de todo el reino utilizando los cordones coloreados y anudados llamados quipus; los constructores erigieron obras maestras intemporales de la arquitectura como Machu Picchu.

Para 1493, cuando Huayna Cápac ascendió al trono, poco quedaba fuera del control de la dinastía Inca. Con objeto de engrandecer su nueva capital en Ecuador, el monarca ordenó que más de 4 500 súbditos rebeldes acarrearan a la ciudad enormes bloques de roca obtenidos en Cusco, a 1 600 kilómetros de distancia, subiendo y bajando por vertiginosos senderos de montaña. Mientras, en el corazón del imperio, un pequeño ejército de hombres y mujeres trabajaba en la construcción de una hacienda real para Huayna Cápac y su familia. Por una orden del rey, desviaron el río Urubamba hacia el lado sur del valle, allanaron colinas y vaciaron pantanos para sembrar maíz y otros cultivos originarios de lejanos rincones del imperio, como algodón, maní y chile. Y en el centro de la propiedad apilaron piedras y ladrillos para levantar el flamante palacio campestre de Huayna Cápac, Quispiguanca.

Camino entre las ruinas de Quispiguanca con Alan Covey. Situado en las afueras de la moderna población de Urubamba, Quispiguanca disfruta de uno de los microclimas más cálidos y soleados de la región, el cual brindó a la familia real un agradable refugio lejos del frío de Cusco. Hoy día, los restos de sus murallas circundan un complejo palatino equivalente a siete campos de futbol.
Rodeado de parques, campos y jardines, Quispiguanca fue la versión inca de Camp David: un retiro apartado del mundo, un espacio para que el rey-guerrero se relajara después de una campaña militar. Allí, Huayna Cápac recibía a sus invitados en grandes salones y cruzaba apuestas con sus cortesanos, mientras la reina atendía sus jardines y palomares. La propiedad incluía un albergue aislado y un bosque destinado a la caza de ciervos y otras presas. Centenares de obreros trabajaban en los campos sembrando maíz e infinidad de cultivos exóticos, y dando a Huayna Cápac abundantes cosechas y suficiente cerveza de maíz para tratar a sus invitados a cuerpo de rey durante los festivales anuales de Cusco.

Sin embargo, Quispiguanca no fue la única finca así de espectacular. A la fecha, arqueólogos e historiadores han localizado las ruinas de una docena de haciendas reales edificadas por, al menos, seis monarcas incas.

Aun después de su muerte, aquellos reyes perduraban como el poder oculto detrás del trono. «Los antepasados eran un elemento clave para la vida andina», señala Sonia Guillén, directora del Museo de Leymebamba, en Perú. Hacia 1527, cuando Huayna Cápac falleció en Ecuador a consecuencia de una enfermedad misteriosa, sus sirvientes momificaron el cadáver y lo llevaron de vuelta a Cusco, donde miembros de la familia real solían visitarlo para pedir consejo sobre asuntos vitales, acatando las respuestas que daba el oráculo sentado junto al cuerpo. Muchos años después de su muerte, Huayna Cápac siguió siendo propietario de Quispiguanca y las tierras circundantes.

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Durante la temporada de lluvias de 1533, estación propicia para una coronación, miles de personas atiborraron la plaza principal de Cusco para celebrar el arribo de su nuevo rey adolescente. Dos años antes, en plena guerra civil, invasores extranjeros habían tocado tierra en el norte. Cubiertos de armaduras y portando armas nuevas y mortíferas, los españoles viajaron a la población septentrional de Cajamarca, donde hicieron prisionero a Inca Atahualpa, a quien ejecutaron ocho meses más tarde. Después, ya en 1533, el capitán Francisco Pizarro eligió al joven príncipe Manco Inca Yupanqui para que reinara como su testaferro.

A lo lejos, las voces de los portadores del joven monarca resonaban en las calles con cánticos de alabanza. En silencio reverente, los celebrantes reunidos en la plaza presenciaron la entrada del regio adolescente acompañado por las momias de sus antepasados, cada cual ataviada ricamente y sentada en una litera espléndida. Los enjutos monarcas y sus consortes habían ido para recordar a todos que Manco Inca descendía de una antigua estirpe real.

En los meses siguientes, los españoles se apropiaron de los palacios de Cusco y las espaciosas mansiones campestres, desposando o amancebando a las mujeres de la realeza. Indignado, Manco Inca se rebeló y en 1536 trató de expulsar del reino a los invasores; pero cuando su ejército fue derrotado, huyó de Cusco para refugiarse en la ciudad selvática de Vilcabamba, desde donde siguió lanzando ataques de guerrilla hasta que los conquistadores sometieron la plaza en 1572.

En el tumulto de aquellas décadas, la red de caminos, almacenes, templos y haciendas comenzó a deteriorarse poco a poco y, conforme el imperio se desmoronaba, los incas y sus descendientes hicieron esfuerzos valerosos para proteger los símbolos de la autoridad imperial. Grupos de siervos recogieron los sagrados cuerpos de sus reyes para ocultarlos en las inmediaciones de Cusco, donde los veneraban en secreto desafiando a los sacerdotes españoles. En 1559, el principal magistrado de Cusco, Juan Polo de Ondegardo, decidió acabar con esa idolatría y rastreó y capturó los restos de 11 monarcas y varias reinas.

Durante algún tiempo, los funcionarios coloniales de Lima utilizaron el Hospital de San Andrés, institución que solo atendía a pacientes europeos, para exhibir como curiosidades las momias de Pachacútec, Huayna Cápac y otros dos soberanos. Pero el húmedo clima costero hizo estragos en los cuerpos, de modo que las autoridades españolas decidieron enterrar sigilosamente a los más grandiosos monarcas incas en la capital de Perú, lejos de los Andes y del pueblo que los amaba y reverenciaba.

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En 2001, Brian Bauer y dos colegas peruanos, el historiador Teodoro Hampe Martínez y el arqueólogo Antonio Coello Rodríguez, salieron en busca de las momias reales con la esperanza de reparar un agravio histórico y devolver a los peruanos una parte importante de su herencia.

Bauer y sus colegas dedicaron muchos meses a revisar los antiguos planos arquitectónicos del Hospital de San Andrés, hoy transformado en una escuela para niñas en el centro de Lima. A la larga, armados con un radar de penetración terrestre, identificaron una cripta subterránea abovedada.

No obstante, cuando los arqueólogos finalmente excavaron y abrieron la puerta de la vetusta cámara quedaron muy decepcionados. La cripta estaba vacía. Según Bauer, es muy posible que el contenido fuera retirado por los obreros que renovaron el hospital después de un violento terremoto y, así, nadie sabe ahora dónde descansan los más grandes reyes de Perú. Bauer concluye con tristeza: «Todavía se desconoce el destino de las momias reales incas»

National Geographic

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