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Agua Dulce

El agua que los dinosaurios bebieron hace millones de años es la misma que hoy cae como lluvia. Pero ¿habrá suficiente para un mundo más atestado de gente?

Todas las mañanas, cuando mi hija y yo caminamos por el sendero que va de nuestra casa a la parada del autobús escolar, vamos atentas a las maravillas. Y dondequiera que las hallamos, reflejan la magia del agua: una telaraña que se vence por el rocío cual un collar de cuentas. Una mañana asombrosa tuvimos la visita de ranas. Docenas de ellas se abalanzaban desde la hierba delante de nuestros pies, formaban briosos arcos mostrando sus vientres blancos como si hubiéramos quedado atrapadas en una tormenta de anfibios. En otra ocasión, nos topamos con una tortuga mordedora en su caparazón primigenio de color verde oliva. En condiciones normales, esta criatura suele estar confinada a los estanques, pero alguna turbia ambición la había llevado a nuestro camino de grava, aprovechando la semana lluviosa para emigrar de nuestra granja a otro lugar.

El pequeño arroyo sin nombre que serpentea por nuestra cañada nos tiene embelesadas. Antes de mudarnos al sur de la región de los Apalaches vivimos por años en Arizona, donde un riachuelo permanente de ese tamaño sería designado reserva natural. En Arizona, las ciudades funcionan como estaciones espaciales; importan cada mililitro de agua dulce de ríos distantes o acuíferos fósiles. Pero debido a esa inclinación humana a tomar el agua como un derecho inalienable es que las fuentes públicas quizá aún borbotean en las plazas de las poblaciones de Arizona y los agricultores cultivan agostadas cosechas. Los jubilados procedentes de climas más lluviosos riegan céspedes verdes que representan los pastizales que dejaron atrás. Sin embargo, la verdad se inmiscuye en todas las fantasías, cuando los residentes del desierto aguardan meses entre una temporada de lluvias y otra, viendo correcaminos trabarse en escaramuzas por las preciosas gotas que escurren de una llave mal cerrada en un jardín. El agua es vida. Es el caldo salobre de nuestros orígenes, el aparato circulatorio del mundo que palpita con fuerza, un umbral molecular precario donde sobrevivimos. Constituye dos terceras partes de nuestro organismo, exactamente igual que el mapa del planeta; nuestros líquidos vitales son salinos, como el océano. De tal padre, tal hijo.

Al mismo tiempo que damos por sentado a la Madre Agua, los seres humanos intuimos que ella es quien manda. Fundamos nuestras civilizaciones a lo largo de costas y ríos poderosos. Nuestro temor más profundo es la amenaza de tener muy poca o demasiada humedad. A últimas fechas hemos aumentado la temperatura promedio de la Tierra en 0.74?°C, cifra que suena intrascendente. Pero estos términos no lo son: inundación, sequía, huracán, niveles del mar en aumento, diques a punto de reventar. El agua es el rostro visible del clima y, por consiguiente, del cambio climático. Al cambiar los ciclos pluviales se inundan unas regiones y se secan otras, mientras la naturaleza prueba una lección de física importante: el aire caliente puede contener más moléculas de agua que el frío.

Los resultados son totalmente tangibles a lo largo de las aporreadas costas desde Luisiana hasta Filipinas, ya que el aire supercaliente sobre el océano produce megatormentas nunca antes vistas. En los lugares áridos, la misma física amplifica la evaporación y la sequía, lo cual es evidente en las granjas secas y polvosas en la cuenca del sistema fluvial Murray-Darling, en Australia. En las cumbres del Himalaya, los glaciares, cuya agua de deshielo mantiene poblaciones enormes, retroceden. La tortuga mordedora con la que me topé quizá buscaba un terreno más alto. El verano pasado tuvimos una serie de inundaciones que arruinaron los cultivos de tomate. Durante el decenio pasado tuvimos las tormentas más extremas que se hayan visto, con precipitaciones de muchos centímetros al día; destruyeron cultivos, derribaron postes y robles enormes cuyas raíces no pudieron sostenerlos en un suelo saturado de agua. Después de suficientes repeticiones de un clima espantoso, no podemos permanecer conmocionados de manera indefinida.

A un mundo de distancia de mi cañada húmeda, el valle del Bajo Piura es un cuenco inmensocon las arenas más secas del Holoceno que se me hayan metido en los zapatos. Extendiéndose desde el noroeste costero de Perú hasta el sur de Ecuador, el Desierto de Piura, de 36,000 kilómetros cuadrados, es el hábitat de muchas plantas endémicas espinosas. Las descripciones de esta región ecológica indican que va de seca a muy seca y que el Bajo Piura, en la orilla sur, es lo que cualquiera llamaría el no va más de la aridez. Entre enero y marzo puede acercarse a una precipitación de casi 2.5 centímetros, dependiendo de los caprichos de El Niño, me explicó el conductor del vehículo, mientras dábamos tumbos sobre el lecho seco del río Piura, «pero en algunos años, nada». Durante horas pasamos por campos con capas blancas de sal, arruinados por años de riego, y luego por valles cegadores donde no es posible que sobreviva algo, excepto por algunos lugares con algarrobos pálidos de raíces largas, posiblemente el árbol que mejor se adapta en zonas áridas. Y, de manera sorprendente, algunas familias desperdigadas de Homo sapiens.


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Son refugiados económicos que buscan tierra que no les cueste. La encuentran en el Bajo Piura, aunque vivir allí tiene otros costos; la frágil y seca tierra también paga su propio precio, ya que la gente agrava la desertificación al cortar cualquier tipo de vegetación para obtener leña. Lo que me llevó a ese lugar, como periodista, fue un proyecto de reforestación innovador. Los conservacionistas peruanos, asociados con la ONG Heifer International, asesoran a la población para que se dedique al arreo de cabras, que comen las vainas ricas en proteínas del mezquite dulce autóctono y dispersan sus semillas por el desierto. A la sombra de un refugio de varas, una madre joven coloca su olla abollada en una fogata de boñigas y muestra cómo cuaja la leche de cabra para hacer queso. Pero es difícil intercalar la ordeña de cabras con sus actividades cuando ella, al igual que las demás mujeres que conoce, debe caminar unas ocho horas al día para conseguir agua. Sus esposos cavaban un pozo cerca del lugar. Trabajaban con palas manuales, un molde de triplay para revestir las paredes del pozo con concreto y una manivela sólida y resistente hecha a mano para bajar a un hombre hasta el fondo y subir cubetas con arena. Una docena de hombres optimistas, con sombreros de paja, se apartó para permitirme ver su trabajo que, hasta ese momento, sólo había producido un montón de arena exhumada, seca como el polvo. No podía entender esa clase de perseverancia y me preguntaba cuánto tiempo resistiría esa gente sitiada antes de que se hartara de sus congojas por el agua y se mudara a otro lugar.

Cinco años después aún extraen arena seca, batallando por su destino como un microcosmos de vida en este planeta. No hay otro sitio. Cuarenta por ciento de las familias en el África subsahariana están a más de media hora de la fuente de agua más cercana, y la distancia aumenta. Los agricultores australianos no pueden seguir los ciclos pluviales que se han desplazado hacia el sur para caer sobre el mar. Un salmón que va a parar a una presa cuando regresa a las aguas donde nació no puede hacer otros planes.  Desde mi niñez he oído que es posible mirar al fondo de un pozo y ver las estrellas, incluso a plena luz del día. Aristóteles escribió al respecto, al igual que Charles Dickens. He aquí el único problema: no es cierto. Los astrónomos lo creyeron durante siglos, pero algunos de ellos finalmente pensaron en probarlo y la simple observación destruyó sus ilusiones.

Como civilización hemos sido de igual manera lentos para renunciar a nuestro mito de la infinita generosidad de la Tierra. Nos rehusamos a buscar pruebas en contra, aunque sabíamos que estaban ahí. Bombeamos acuíferos y desviamos ríos. En la actualidad, los niveles freáticos se desploman en países que albergan la mitad de la población del planeta. De manera más bien ostentosa, hemos sobregirado nuestras cuentas. En 1968, el ecologista Garret Hardin escribió el artículo «La tragedia de la comunidad», que desde entonces es obligatorio para los estudiantes de biología. Aborda los problemas que pueden solucionarse sólo mediante un «cambio en los valores humanos o en las ideas sobre la ética», en situaciones en que la búsqueda racional del interés individual conduce a la ruina colectiva. Por ejemplo, los pastores que llevan a sus animales a un terreno de pastoreo comunitario aumentarán sus rebaños uno por uno hasta que destruyan los pastos por el pastoreo excesivo. Acordar límites autoimpuestos en cambio, impensable al principio, será lo correcto. Si bien nuestras leyes suponen que la ética es fija, Hardin plantea que «la ética de un acto está en función de la condición del sistema al momento en que se lleva a cabo». Es indudable que hace mucho tiempo no era pecado disparar contra las palomas migratorias y hacer pasteles con su carne.

El agua es el bien común por excelencia. En algún tiempo, las corrientes de agua parecían tan inagotables como esas palomas que sombreaban el cielo en lo alto, y la idea de proteger el agua era tan tonta como la de embotellarla. Pero las reglas cambian. En múltiples ocasiones, las comunidades han estudiado los sistemas hídricos y redefinido su uso prudente. Ecuador se ha convertido en la primera nación que ha incluido los derechos de la naturaleza en su constitución, de manera que los ríos y los bosques no son simplemente bienes sino que mantienen su propio derecho a florecer. De acuerdo con esa legislación, un ciudadano podría entablar una demanda en favor de una cuenca dañada, al reconocerse que su sanidad es decisiva para el bienestar de la comunidad. Otras naciones quizá sigan el ejemplo de Ecuador. Las escuelas de leyes ya están reformando sus programas con el fin de entender y reconocer los derechos de la naturaleza.

En mi escritorio, un vaso de agua capta la luz del atardecer y yo sigo buscando maravillas. ¿Quién es el dueño de esta agua? ¿Cómo puedo llamarla mía cuando su destino es que corra por ríos y organismos vivos, muchos actuales y otros tantos por venir. Es una reliquia antigua y deslumbrante puesta temporalmente en cuarentena en mi vaso, en espera de volver a su entorno para desplazar una montaña. Es el patrón oro de la moneda biológica y la buena noticia es que podemos protegerla de innumerables maneras. Además, a diferencia del petróleo, el agua siempre estará con nosotros. Nuestra confianza en la infinita generosidad de la Tierra era en parte correcta, ya que cada gota de lluvia correrá hacia el océano y luego se evaporará hacia al firmamento. E incorrecta en otra, porque nosotros no somos importantes para el agua. Al contrario. Nuestra labor es concebir formas razonables para sobrevivir dentro de sus límites. El suave codazo que nos dan las pruebas, la orientación de la ciencia y el ánimo para proteger los bienes comunes son las herramientas para un nuevo siglo. Mirar un planeta acuoso con los ojos bien abiertos es nuestra forma de conocer los riesgos y la mejor para saber cuál es nuestro lugar en la cadena de la vida.

Este reportaje corresponde a la edición de Abril 2010 de National Geographic.

National Geographic

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