Caminaba con precaución, rodeado por una inabarcable llanura de nieve virgen en la Antártida. A cada paso que daba el piso crujía y se desquebrajaba como si fueran vidrios rotos. A su alrededor reinaba un desolado paisaje, sin atisbo de vida ni rastro de presencia humana en varios kilómetros a la redonda.
Texto: Miguel Ángel Vicente de Vera
Había que ser extremadamente cauteloso: bajo esa primera capa, a priori segura, existían huecos de varios metros de profundidad, por donde circulaban corrientes de agua. Un paso en falso podía ser mortal.
«Ya sabes lo que dicen, la Antártida no perdona», comentaba con una irónica sonrisa el francés Cristophe Fatras, doctor en teledetección de radares, mientras realizaba mediciones en un glaciar antártico, para analizar el impacto del cambio climático.
Este investigador es uno de los 31 miembros que participaron en la XXII Expedición de Ecuador a la Antártida. Liderados por el comandante de la Armada Julio Ortiz y coordinado por el comandante Juan Carlos Proaño, biólogos, químicos, ingenieros y oceanógrafos ejecutaron sus pesquisas en la Estación Científica Pedro Vicente Maldonado, ubicada en la isla Greenwich, en el archipiélago de las Shetland del Sur.
Resulta imposible no esbozar una sonrisa al ser testigos de su peculiar modo de caminar; se mueven con una leve oscilación.
Frente a ellos, se erigen glaciares milenarios, monumentales esculturas de hielo cinceladas por los elementos. De sus infranqueables paredes, nacen grietas que reflejan un intenso azul turquesa, debido a la ausencia de aire en su interior, de aspecto sideral.
En los meses de verano (de diciembre a marzo) el clima muestra su rostro más benigno, permitiendo que la vida florezca frente a la más rotunda adversidad. En la isla Dee, cerca de Greenwich, habitan colonias de elefantes y lobos marinos. Su lugar predilecto es la orilla, de preferencia sobre un lecho de algas rojas. Allí duermen y juguetean con sus crías. En abril, cuando las temperaturas comienzan a descender drásticamente y la superficie del mar se congela, retornan a su mundo acuático.
Esta especie presenta el mayor dimorfismo sexual entre todos los mamíferos. Los machos llegan a alcanzar los seis metros y pueden pesar hasta 4,000 kilogramos, mientras que las hembras no superan los tres metros y los 900 kilogramos. Su nariz tiene forma de trompa, de ahí su nombre. A pesar de su peculiar rostro, tras su mirada se vislumbra al ser vivo que indaga y curiosea, tal y como nosotros hacemos frente a él.
En una recóndita bahía de la isla Dee, tras varias semanas explorando, tuve la suerte de avistar una hembra de foca leopardo junto a su cría, una de las criaturas más esquivas de la Antártida.
Esta especie tiene el cuerpo estilizado moteado con manchas negras. Su rostro recuerda al de una serpiente. Hay que acercarse con mucho sigilo, la presencia de la cría podría generar una reacción agresiva. Aguanto la respiración. Estoy muy cerca de ellas, nos miramos por un instante, siento que la madre me da permiso para inmortalizar el momento. Un click para la eternidad.
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