El relieve y las escasas carreteras de la península llevan al viajero a través de sierras y desiertos, reservas de fauna y flora, misiones de varios siglos y pinturas rupestres de miles de años.
El mayor número de áreas naturales protegidas de México está en Baja California, lo que la convierte en un destino privilegiado para hacer turismo verde y respetuoso del entorno. Uno de los poblados imprescindibles al norte de Baja, es la Sierra de San Pedro Mártir, que alberga uno de los bosques más viejos del mundo, con árboles que en 1380 ya eran adultos.
Esta sierra montañosa es la sede mexicana del proyecto de rescate del cóndor californiano, el ave voladora más grande de Norteamérica. Es común verlos planear en estos cielos, que por las noches se convierten en uno de los cuatro puntos privilegiados del planeta para la observación astronómica por su poca contaminación lumínica.
Esto le ha valido ser la sede del Observatorio Astronómico Nacional, que puede ser visitado por las mañanas. Para llegar aquí hay que tomar el camino que sale del pueblo de San Telmo, 89 kilómetros al sur de Ensenada por la carretera Transpeninsular y calcular un recorrido de 190 kilómetros.
Gigantes centenarios
Al Sur, hacia el Valle de los Cirios, que constituye la tercera parte del estado de Baja California, está el Área Natural Protegida, cuya densidad de población es de un habitante por cada 10 kilómetros cuadrados, es quizá la mejor conservada de México y está poblada con la más rica variedad de plantas desérticas del mundo, entre las que destacan dos gigantes que pueden rebasar los 15 metros de altura: el cardón (la más grande de las cactáceas) y el cirio, de cuyo tronco cónico surgen caprichosas ramificaciones. Los mejores meses para recorrer Baja son febrero y marzo, cuando las plantas están en flor y pueden observarse águilas y halcones en sus nidos, mientras alimentan a sus polluelos.
Durante el recorrido nos detuvimos en algunas misiones del Camino Real Misionero de las Californias, que llegó a contar con unas 30 construidas entre 1697 y 1834, situadas entre sí a un día de camino a pie. Una de las mejor conservadas es la de San Borja (1762). En Rosarito, 222 kilómetros después de El Rosario, siguiendo la Transpeninsular, toma el camino de terracería hacia la Misión. La familia Gerardo, quien custodia el recinto desde hace siete generaciones, ha dado mantenimiento a este sitio con los donativos de los visitantes y ofrecen servicios como paseos a caballo de varios días o apoyo logístico para acampar.
El acuario del mundo
Continuamos nuestro itinerario hacia el Mar de Cortés, cuyo paisaje hacia la mitad de la península es dominado por la Isla del Ángel de la Guarda, la más grande del archipiélago que forma la Reserva de la Biosfera de Bahía de los Ángeles, Canal de Ballenas y Salsipuedes. El 82 por ciento de las especies del Pacífico y 35 de las especies del globo están aquí y es común observar nueve tipos de ballenas. El explorador marino Jacques Cousteau llamó al Mar de Cortés «El acuario del mundo».
Cerca de Bahía de los Ángeles hay dos sitios de pinturas rupestres que forman parte de la galería de arte parietal de la Península, clasificada Patrimonio de la Humanidad: Cataviña y la Mesa del Carmen, ambas realizadas en cavidades en lo alto de paredes rocosas que esconden la magia de mitos y ceremonias de pobladores de estas tierras hace más de 10 mil años. Las de Cataviña están a un costado de la Transpeninsular, 122 kilómetros de El Rosario. Para visitar la Mesa del Carmen toma la carretera federal que va de Bahía de los Ángeles a Parador Punta Prieta y en el kilómetro 21, en Agua de la Higuera, toma el camino de terracería que sale hacia el Sur.
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Santuarios de ballenas
Los puntos de interés en Baja nos fueron llevando en zigzag hacia el Sur. Así, llegamos a la Reserva de la Biosfera del Vizcaíno, del lado del Pacífico, donde están dos de los mejores sitios del mundo para el avistamiento de la ballena gris: las lagunas de Ojo de Liebre y San Ignacio. La zona también es privilegiada para la observación de aves.
En Ojo de Liebre suele haber tres veces más ballenas que en San Ignacio; es también adonde primero llegan y el último santuario que dejan, en el Ejido Benito Juárez, también conocido como Campo de Ballenas. Para llegar, al salir de Guerrero Negro hay que tomar la Transpeninsular hacia el Sur 8.4 kilómetros y continuar por el camino de terracería hacia la Laguna.
El ritual del encuentro inicia con los chorros de agua de sus soplidos, que empiezan a verse a lo lejos mientras la lancha se adentra hacia el mar. Atraídas por los motores, son ellas las que suelen venir curiosas hacia la embarcación. Nos tocó una tan confianzuda, ¡que se rascó el lomo con la quilla del bote! «Les encanta jugar», dijo el lanchero.
Reserva del cimarrón
La siguiente etapa fue un safari fotográfico en la Reserva del Cimarrón, en el Ejido Bonfil, al pie del Volcán de las Tres Vírgenes, a 157 kilómetros de Guerrero Negro. Este es un caso ejemplar de turismo sustentable, en el cual la venta de las licencias de cacería (no más de siete al año), se subastan en Estados Unidos y alcanzan precios hasta de 350 mil dólares.
La actividad cinegética no sólo no daña a la población del borrego del desierto (hace 10 años habían censado 96; actualmente hay más de 400); sino que hay una derrama económica para los ejidatarios y el manejo de la Reserva. Aquí tuvimos la suerte de tener como guía a un veterano de más de 60 cacerías del cimarrón, quien nos llevó por senderos bordeados. La clave era llegar por atrás del cerro para otearlos sin que ellos percibieran nuestra presencia. Cuando llegamos a la cima, para gran sorpresa de bípedos y cuadrúpedos, pudimos observarlos a unos cuantos metros.
Nado con lobos marinos
En la última parte del trayecto, que desde luego no agota todas las posibilidades de Baja, llegamos a La Paz: 560 kilómetros al sur de Santa Rosalía. Ahí nos embarcamos hacia los islotes de la Isla del Espíritu Santo, poblados por lobos marinos.
Unos minutos después de habernos echado al agua, estos juguetones mamíferos empezaron a nadar a nuestro alrededor, acercándose poco a poco en piruetas acrobáticas, hasta colocarse frente al visor a tan corta distancia que casi nos hacían cosquillas con sus bigotes.
Con estos y las ballenas se tiene la sensación de pasar de observadora a observada. Al caer la tarde, de regreso a la costa, dos ballenas jorobadas se acercaron a la embarcación, una ballena gris saltó a unos metros y una manada de delfines se nos emparejó durante un largo trecho, el sol reflejado en mil destellos en su piel mojada. «A esto se viene al Mar de Cortés, a disfrutar la vida marina», comentó complacido el conductor de la panga.