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Visión de tunel

Dos kilómetros debajo de los Alpes, el túnel ferroviario que será el más largo y profundo del mundo está por terminarse.

Cuando el cronista galés Adam de Usk recorrió en una carreta de bueyes el salvaje y remoto paso de san Gotardo, de Suiza, en su camino hacia Roma en 1402, tuvo tanto miedo que pidió a sus guías que le vendaran los ojos para no mirar. No fue el primer viajero alpino en desear que hubiera otro camino. Durante miles de años, los Alpes han sido el mayor obstáculo del continente para el transporte y comercio. Cruzarlos implica un viaje interminable y en ocasiones peligroso, o al menos una ardua caminata cuesta arriba.

No por mucho tiempo. Durante los últimos nueve años, un ejército de excavadores se ha aventurado hasta las profundidades del núcleo duro de granito de la imponente cordillera conocida como macizo de san Gotardo para construir el túnel más largo y profundo del mundo.

En octubre pasado, los mineros que cavaban hacia el norte desde el cantón de Ticino, donde se habla italiano, se encontraron con sus contrapartes que cavaban hacia el sur desde Sedrun, de habla alemana, para concluir la fase de excavación de uno de los pasajes del túnel doble: un momento histórico, cuando estrecharon la mano, que fue televisado en vivo en Suiza y trasmitido en toda Europa. Se espera que ocurra lo mismo con el segundo pasaje del túnel el próximo abril.

Con sus 57 kilómetros de longitud, el túnel de base san de Gotardo superará con facilidad los 50 kilómetros del Eurotúnel, ubicado entre Inglaterra y Francia, e incluso los 54 del túnel más largo construido hasta hoy, el Seikan de Japón. Tampoco tendrá rivales en el campo de la ingeniería. Mientras que sus dos competidores más próximos pasan por debajo de cuerpos de agua relativamente poco profundos, el de san Gotardo atraviesa las complejas rocas de basamento de una cordillera muy plegada. Nadie había hecho un túnel que penetrara tanto en una montaña, o que tuviera un efecto tan transformador.

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Cuando se inaugure, en 2017, hará que Suiza sea tan plana como Holanda en términos del transporte ferroviario. Los trenes de pasajeros de alta velocidad viajarán hacia el sur por un camino casi completamente plano, desde Zúrich hasta Milán; correrán por la campiña suiza a velocidades que pueden alcanzar los 250 kilómetros por hora, desapareciendo en un lado de las montañas y saliendo por el otro en cuestión de minutos. Será como si los Alpes no existieran. El tiempo de viaje entre las ciudades disminuirá de cuatro horas a poco más de dos y media: más rápido y directo que volar.

Pero Suiza no está gastando 10 000 millones de francos suizos en el túnel para acabar con las aerolíneas sino para transportar mercancías y frenar el número creciente de camiones que atascan sus carreteras, rugiendo a través de su frágil patio alpino.

El tráfico camionero ha crecido exponencialmente en la nueva y reluciente Europa sin fronteras, especialmente en los Alpes, lo que expande las regiones económicas en rápido crecimiento de Alemania del sur y del norte industrial de Italia. La Suiza tradicionalmente callada, neutral y fría se ha vuelto un cruce importante para los camiones. Cada año más de un millón de ellos atraviesan sus pasos en carreteras sinuosas sobre las montañas y a través de los túneles alpinos diseñados en los años sesenta principalmente para el tráfico vacacional.

Los suizos decidieron que la solución era aumentar la capacidad de las vías férreas para manejar los fletes. Y la mejor forma de hacerlo era sacar de la ecuación las montañas y sus pasos: poner una serie de rieles que atravesaran la base de las montañas hasta llegar al otro lado. Sin pendientes, los trenes podrían cargar hasta el doble de peso y viajar dos veces más rápido que en las viejas vías férreas de los Alpes. Por sí solo, el túnel de san Gotardo podrá transportar 40 millones de toneladas de carga al año.

Comienza bajo el paso a 2 108 metros en la tranquila aldea de Erstfeld y se hunde en la ladera a través de dos portales gemelos de concreto. No vuelve a salir sino hasta Bodio, a más de 57 kilómetros, tras cruzar una de las grandes barreras divisorias del continente.

El túnel evita las cumbres más altas (y pesadas). Su camino serpenteante busca la geología más favorable y elude las complicaciones potenciales del agua de los lagos que salpican la superficie unos dos kilómetros arriba. Tomó cinco años y 115 millones de francos en trabajo de campo, perforaciones, muestras de suelo y una inspección remota para trazar el mapa de los rincones y las ranuras de la masa montañosa principal con una precisión de 10 metros.

En el proyecto de san Gotardo no hay nada pequeño. Durante la construcción del túnel los obreros excavarán 25 millones de toneladas de roca, lo suficiente para llenar un tren de carga que se extendiera de Zúrich a Nueva York o, si se prefiere, construir cinco réplicas de la Gran Pirámide de Egipto. Algo del escombro irá al lago de Lucerna para construir una isla de anidación para pájaros; el de mejor calidad se usará como concreto para revestir el túnel. En total, se excavarán y recubrirán alrededor de 152 kilómetros de túnel: tendrá dos pasajes principales, de 57 kilómetros cada uno, más los ductos de acceso, pasajes de emergencia, ductos de ventilación y puntos de cruce para que los trenes puedan cambiar de vía cuando se requiera mantenimiento.

Congruentes con la escala de la obra, las máquinas que hacen el trabajo son enormes. La gigantesca herramienta sigilosa conocida como «El gusano», que aplica el revestimiento de concreto e instala las tuberías de drenaje, tiene casi 600 metros de largo. Pero con solo 400 metros de longitud y 10 de diámetro, las máquinas de perforación (TBM, por sus siglas en inglés) son mucho más poderosas. En un día típico, cada uno de estos monstruos de 2 700 toneladas orada entre 20 y 25 metros de roca sólida y asegura nuevos tramos de túnel con pernos, concreto proyectado y malla de acero. Son máquinas que cada día consumen suficiente electricidad como para abastecer 5 000 casas suburbanas promedio. Y como los barcos, tienen nombres: Sissi, Heidi, Gabi 1 y Gabi 2. Estos apodos femeninos, junto con algunos altares a santa Bárbara, patrona de los mineros, representan a las mujeres ahí abajo. Entre los 2 000 mineros que trabajan en el túnel de san Gotardo no hay una sola mujer.

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A lo largo de los años, los sectores del túnel se fueron uniendo, uno tras otro, con asombrosa precisión. Cuando Gabi 1, que cavaba hacia el sur desde Erstfeld, llegó a Amsteg en junio de 2009, estaba sólo cinco milímetros fuera de curso.

Los actuales constructores del túnel son continuadores de una historia larga de éxitos de la ingeniería suiza en el macizo montañoso de san Gotardo. En el siglo xiii, un picapedrero medieval logró construir un arco sobre el temible desfiladero Schöllenen, que vigila el paso, y con ello abrió una lucrativa ruta de comercio hacia Lombardía.

En 1870 llegaron las vías férreas, trayendo la modernidad a su paso. Fue una empresa monumental; implicó varias explosiones para abrir un túnel de 15 kilómetros en el duro granito de una de las cordilleras más imponentes de Europa.

Ese túnel del siglo xix tardó 10 años en cavarse y cobró por lo menos 199 vidas. Louis Favre, el brillante ingeniero suizo que lo construyó, murió de un derrame cerebral a los 53 años mientras inspeccionaba el túnel, meses antes de que fuera terminado. El tren inaugural salió en 1882 y los pasajeros tomaban champaña mientras cubrían la distancia entre Milán y Lucerna en 10 horas. En el primer año, 250 000 personas hicieron el viaje y la cifra fue creciendo. Un siglo después, en 1980, se abrió otro túnel en el paso, ahora para automóviles (con 16.9 kilómetros, era entonces el más largo del mundo de su tipo). Estrecho y con solo dos carriles, no estaba diseñado para camiones, pero estos llegaron de todos modos. El paso de san Gotardo siempre ha sido una de las rutas de norte a sur más directas a través de los Alpes.

Solamente quedaba por excavar el último trecho de roca virgen en esa fría y nevada tarde de marzo en que acompañé al jefe de ingenieros de AlpTransit, Heinz Ehrbar, durante una visita al lugar. Para entonces, apenas 2.4 kilómetros de granito y gneis separaban a los mineros que venían del norte, haciendo el túnel desde la pueblo de esquí Sedrun, de los que venían del sur, perforando desde Faido.

Para Ehrbar todo comenzó hace 15 años en Sedrun, cuando le ofrecieron supervisar esta parte del túnel. Aunque desde entonces ha sido ascendido a jefe de ingenieros de todo el proyecto, el tramo desde Serdun sigue siendo especial para él porque la geología era muy compleja, y era el más profundo.

«Lo disfruté, me confesó mientras nos poníamos el equipo de seguridad (botas, casco, linterna, overoles de alta visibilidad y una mochila con oxígeno para media hora). La TBM es una máquina impresionante, pero sentarse en la silla del operador, viendo los indicadores, no es tan satisfactorio como abrirte camino volando roca».

Y a veces era necesario el trabajo duro. No había manera de meter una TBM a través de la roca en el sector Sedrun. Cada metro se ganó de la manera tradicional, con explosiones o excavando con maquinaria convencional y apuntalando. Una sección de gneis, un tipo de piedra, deformado de 1 100 metros de longitud, conocido como caquirita, tardó tres años en atravesarse (a este paso, terminar el túnel completo hubiera llevado un siglo). Era una pesadilla para los constructores de túneles: suave como mantequilla, propensa al colapso y sin ninguna integridad estructural. Para impedir que el tremendo peso de la montaña pandeara la forma del túnel, Ehrbar amplió el pasaje y luego lo apuntaló con anillos enormes de metal que cederían ligeramente con la presión, asentando lentamente el techo y las paredes de acuerdo con la forma y tamaño deseados.

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Tan solo ir desde Sedrun a la excavación es toda una aventura. Para alcanzar las entrañas del macizo, los mineros tuvieron que cavar en una ladera cercana, perforar un par de ductos hacia abajo hasta una profundidad de 800 metros (el doble de la altura del Empire State) e instalar elevadores: uno para transportar obreros y material, el otro para maquinaria pesada. Para abrir los ductos hubo que traer ingenieros de las minas de oro de Sudáfrica, famosas por su profundidad.

Es un paseo muy emocionante, con una caída seseante en una caja de metal y con polvo y viento revoloteando alrededor. «Es mejor que ir por las escaleras», bromeó Ehrbar mientras salíamos de la caja hacia un mundo subterráneo caluroso y húmedo. Colgamos nuestras chamarras en estacas de metal clavadas en la roca y nos trepamos a un carro de mineros que rechinaba y se sacudía por la estrecha vía durante el largo camino hasta el lugar de la excavación. Cuando llegamos, los trabajadores estaban entre explosiones: unos recogían escombros con baldes en una de las perforaciones del túnel, mientras otro equipo preparaba la siguiente explosión, metiendo explosivos en 100 hoyos taladrados y colocando cables a las cargas.

En unas horas habría una nueva explosión, con lo que se abrirían otros tres metros de pasaje. Mientras tanto, en algún lugar de la otra cara de la roca, a 2.4 kilómetros Sissi y Heidi se abrían camino lentamente, acercándose una a otra cada vez más.

De regreso al elevador, Ehrbar me mostró la sección en que habían trabajado esos tres años, metro por metro. «Cuando todo esto termine, me dijo, quiero hacer un recorrido de prueba. El Lötschberg fue probado a 288 kilómetros por hora. Tenemos un túnel más largo. Quiero correr por aquí a esa velocidad».

Un paseo a través de los Alpes, veloz y sin complicaciones, en una reconfortante oscuridad. A Adam de Usk le habría encantado.

National Geographic

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